LA HAMBURGUESA DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN

27/04/2014 - 12:00 am

Dudé mucho antes de decidirme por este título, y terminé por permitírmelo sólo porque cumple con las tres premisas que exijo a uno: llamar la atención del lector, ofrecer un guiño de humor y –más importante aun– consignar de manera puntual la materia del texto. Mi duda hubo de obedecer no sólo a lo tópica que ha devenido esta particular referencia borgesiana sino a lo sacrílego que se antoja insertar una hamburguesa  –acaso el más desprestigiado de los preparados culinarios posibles– en el laberinto de posibilidades de Ts’ui Pen, y aun conferirle (y concedernos) la posibilidad de explorar algunas. Y es que la hamburguesa no se lleva con las referencias literarias; la hamburguesa es cosa de Satanás, si no es que Satanás mismo encarnado (o, peor, dizque encarnado en un amasijo de harina, proteína vegetal texturizada, “recortes de carne magra deshuesados” –lo que en inglés se conoce como pink slime, y que son deshechos intestinales tratados con amoniaco como antiséptico– y un poco, muy poco, de verdadera carne de res), al menos en el discurso de la corrección política contemporánea. Lo peor: en un alto porcentaje de los casos, la corrección política contemporánea tiene razón. No necesito ver la Super Size Me de Morgan Spurlock o probar la especialidad del Heart Attack Grill de Las Vegas (Quadruple Bypass se llama, y cuatro pisos tiene, además de 20 tiras de tocino) para comprender lo perniciosa que resulta la hamburguesa común de nuestros tiempos. Bástame retrotraerme unos diez años, cuando tuvo lugar la que sé ya la última visita de mi vida a un McDonald’s.

McDonald’s nunca me ha gustado pero las hamburguesas sí. Y, si bien los valores que representa tal cadena no me son muy simpáticos, menos simpática todavía me resulta la oposición militante a lo que sea. Además, tenía prisa, y una cita en un edificio a una cuadra de un food court. Comí, pues, un menú razonable: una Quarter Pounder con queso, papas chicas, un refresco mediano (el supersizing me repele ya no por conciencia nutricional sino por su vulgaridad intrínsreca). A los quince minutos comencé a repetir. A la media hora –ya durante mi cita– sentía fuego avanzar por el esófago. A la hora, experimentaba dolor en el brazo izquierdo –con el concomitante terror hipocondríaco a estar sufriendo un infarto– y una auténtica revolución en los intestinos. No fue sino hasta el día siguiente –y tras una veintena de horas de ayuno y un Lossec– que pude recuperar el bienestar físico. Juré nunca volver a McDonald’s. Y lo he cumplido.

Quarter Pounder con queso
Quarter Pounder con queso / Foto: Wikipedia

De lo que no abjuré fue de las hamburguesas, que –lo he dicho ya– me gustan mucho. Me parece que hay en la combinación de pan caliente, carne molida aliñada y asada a la parrilla, queso derretido, lechuga y tomate frescos –no me gustan las hamburguesas con cebolla–, mostaza (de Dijon, si es posible), mayonesa y pepinillos (detesto la catsup en cualquier circunstancia) un hallazgo mayor en términos de textura y sabor. Y me parece aun que la idea tiene cierta virtud nutricional, que en las correctas proporciones se antoja una comida balanceada, integrada como está por todos los grupos alimentarios. He ahí pues una primera bifurcación de los senderos de la hamburguesa: la bien hecha versus la versión chatarra, que pervierte su esencia misma, que le da justificado mal nombre, que es sinónimo de mediocridad gastronómica y riesgo alimentario; no es por ese sendero que quiero adentrarme, sino por el de la hamburguesa como comida balanceada, sencilla, razonablemente barata y sabrosa.

Tampoco quiero incursionar en otro sendero igualmente excesivo de la hamburguesa: su avatar de lujo, ostentoso, que responde al mismo exceso que el supersizing sólo que en una lógica high end. Representante de los valores de la cultura estadounidense en todas sus posibilidades –terribles, cutres, maravillosas– la hamburguesa encuentra su mayor cantidad de variantes en la ciudad de Las Vegas: ahí aquel Heart Attack Grill ya mencionado, donde la decoración remite al hospital y las meseras, reclutadas por la voluptuosidad de sus curvas, van vestidas de enfermeras y administran nalgadas a quien no termina hasta el último bocado las creaciones cínicamente malsanas del lugar (se trata de un Disneylandia con clasificación X, pues); ahí también –en el hotel Paris– la hamburguesa más cara del mundo, preparada no sólo con carne Kobe sino con langosta de Maine, servida con cebolla caramelizada, Brie y prosciutto, que no sólo hace de la suma de cosas buenas una que se antoja repulsiva –es de inferir que los sabores, muy fuertes todos, se nulificarán entre sí– sino que vale la friolera de 777 dólares. Demasiado dinero, demasiados ingredientes, demasiada grasa: la misma pobreza culinaria sólo que con presupuesto de high roller.

Heart Attack Grill
Heart Attack Grill / Foto: Creative Commons, WTStoffs

La hamburguesa no es eso, y no lo es ya desde sus orígenes, que habrá que encontrar en el puerto alemán de Hamburgo a donde habría de llegar la costumbre de comer carne de res picada en crudo y condimentada –una tártara primitiva– de la mano (y el paladar) de los marinos rusos. Más cautas, las amas de casa alemanas elegirían cocer esa carne –asándola, friéndola u horneándola– e incluso embutirla, dando lugar a una especie de salchicha que habría de cruzar el Mar del Norte para redundar, en 1774, en la primera publicación de una receta de carne picada vinculada a esa ciudad, que figura en el apéndice de la edición aumentada de The Art of Cookery, Made Plain and Easy, libro de la escritora culinaria inglesa Hannah Glasse que ofrece una receta “para hacer salchichas de Hamburgo”:

Tome una libra de res, píquela muy fino, con media libra de sebo de res; incorpore entonces tres cuartos de libra de sebo cortado en pedazos grandes; después sazone con pimienta, clavo, nuez moscada, una gran cantidad de ajo finamente picado, un poco de vino blanco, vinagre, algo de sal de mar y de sal de mesa, un vaso de vino tinto y uno de ron; mezcle todo esto muy bien; después tome la tripa más grande que pueda encontrar y rellénela muy bien; cuélguela en una chimenea y ahúmela con aserrín entre una semana y diez días; cuélguela al aire hasta que seque y durará un año. Queda muy buena hervida en cocido de chícharos, y rostizada sobre pan tostado, o en omelette.

Aun si con una proporción de grasa superior incluso a la de McDonald’s (¡cuánto sebo!), he ahí el ancestro de la hamburguesa contemporánea: carne picada y condimentada, servida sobre pan. La receta habría de cruzar una extensión de agua más grande ­–el Atlántico– para perder su carácter de embutido y devenir Hamburger steak –filete a la hamburguesa, a la moda de Hamburgo– y habría de trocar la picada por la molida merced al advenimiento, en 1845, de la patente del molino de carne. Es en tal versión que hubo de hacer su debut en el menú del lujoso restaurante neoyorquino Delmonicos en 1873. Su democratización habría de venir con la mayor industrialización de los procesos ganaderos –y el concomitante descenso en los precios de la carne– a principios del siglo XX, y con la idea peregrina –muchos se disputan su paternidad– de servirlo entre dos pedazos de pan, como un sándwich, a los visitantes de ferias y parques de diversiones: así vivió la hamburguesa sus años de gloria y expansión internacional, que sin embargo hubieron de ser pocos. Ya en 1926 era fundado en Wichita, Kansas, el primer restaurante White Castle, abocado a sacrificar la calidad por la celeridad y el bajo precio; de ahí a McDonald’s hay sólo un paso, que es de la muerte (de la buena hamburguesa).

Muerte parcial, sin embargo. Recuerdo ya en los años 80 haber comido una gran hamburguesa en el bar del viejo Ritz-Carlton de Central Park South en Nueva York –hoy el Intercontinental–, cuya única extravagancia consistía en sustituir el queso americano por Brie. Hecha de carne jugosa, roja, discretamente especiada, servida en un English muffin ligeramente enmatequillado y tostado, fue no sólo una revelación sino la primera de muchas. Hoy no sólo cualquier buen lugar de carnes anuncia en su menú una o varias hamburguesas sino que proliferan en el mundo las hamburgueserías de calidad, sitios sencillos y no demasiado caros donde disfrutar sus muchas variaciones. En México, frecuento el Barracuda Diner de la colonia Condesa –donde es posible acompañarlas con una Cherry Coke de fuente de sodas, preparada con almíbar– y las dos sucursales de Butcher & Sons –Polanco y Roma–, que las ofrecen en maridaje con gin & tonics “de diseñador”. Y no voy a Guadalajara sin pasarme por Gaspar –en la calle Lerdo de Tejada, casi a espaldas del hotel Demetria– ni a Los Ángeles sin aposentarme en el mostrador de 25 Degrees, merendero del Hollywood Roosevelt en el que invariablemente ordeno una Número Dos –con tomate rostizado, burrata, prosciutto crujiente y pesto– y remato con una malteada de caramelo con sal de mar y Maker’s Mark.

Sin embargo, la mejor hamburguesería ha de estar por fuerza también en Las Vegas y ha de serlo porque ofrece todas las posibilidades de este preparado: las ridículas, las tóxicas, las sublimes, las espartanas. Enclavado en el hotel Mandalay Bay, Burger Bar es un proyecto de Hubert Keller, chef francés acreedor de una estrella Michelin por su restaurante Fleur de Lys en San Francisco. Hay algunas creaciones en el menú, sí, pero lo mejor es la posibilidad de armar las propias a partir de una plétora de combinatorias de los ingredientes de alta calidad que propone un listado. Cierto: cabe la posibilidad suicida y relumbrona de ordenar una hamburguesa de merguez de cordero en pan de papa con ensalada de pasta, jalapeños, queso americano, piña, tocino al pimiento, huevo estrellado y camarones, aderezada con aioli de chipotle y un puñado de trufas, pero también de concebir una de carne Kobe en chapata, con coles de Bruselas, gruyère y reducción de vino tinto y chalotas y, así, alcanzar el nirvana gastronómico y nutricional.

Y en ningún renglón de ese listado figuran recortes de carne magra deshuesados.

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