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Julieta Cardona

30/06/2018 - 12:00 am

Desobediencia

Yo me aprendí muchas de esas mierdas de memoria porque antes de aceptar mi sexualidad, le lloraba cántaros a ese dios. Le pedí perdón por ser quien era; reprimí, a cualquier costo, mis pensamientos amorales; condicioné mi pensamiento a catalogar como anormal cualquier cosa que asumía como mala, incorrecta, inapropiada (eso hace la gente, ¿no? cuando no ve algo normal, cree que no está bien); inventé un yo pequeño, uno de mentiras, uno finito.

“Yo me aprendí muchas de esas mierdas de memoria porque antes de aceptar mi sexualidad, le lloraba cántaros a ese dios”. Foto: Especial

En la biblia dice clarito que los homosexuales no van al cielo. Hay versículos llenos de cómo ese dios escupe a los que se aman si no son hombre y mujer. Ahí tenemos la historieta más famosa: Sodoma y Gomorra: Lot, un buen hombre de familia, falla en su atentado de evangelizar la ciudad maldita y, antes de que Dios la destruya, manda a un par de hombres ángeles de Victoria’s Secret –se piensa que eran preciosos– a rescatar a Lot y su gente; esa misma tarde, todos los sodomitas se dan cita en la casa del evangelizador fallido con intención de violar a los ángeles, pero Lot, cual descerebrado siervo fiel, ofrece a sus hijas vírgenes a cambio. Los pervertidos no aceptan porque, pues, es más excitante violar a dos ángeles y, bueno, sin más drama: los ángeles, Lot y su familia salen victoriosos –porque los que están del lado de Dios siempre tienen superpoderes–, y comienzan a caminar fuera de la ciudad sobre la que llueve azufre y fuego. Bueno, aquí hago una pausa necesaria porque la esposa de Lot desobedece al mirar atrás –es bien sabido que se le dijo de buen modo “no mires atrás”– y la pobre es convertida en una columna de sal.

Yo me aprendí muchas de esas mierdas de memoria porque antes de aceptar mi sexualidad, le lloraba cántaros a ese dios. Le pedí perdón por ser quien era; reprimí, a cualquier costo, mis pensamientos amorales; condicioné mi pensamiento a catalogar como anormal cualquier cosa que asumía como mala, incorrecta, inapropiada (eso hace la gente, ¿no? cuando no ve algo normal, cree que no está bien); inventé un yo pequeño, uno de mentiras, uno finito.

Que me vino este tema, una vez más, porque vi la película Desobediencia y me gusta cómo se aborda la pérdida de pertenencia para ganar identidad. Es la historia de un par de lesbianas adultas que están enamoradas desde niñas, ambas judías ortodoxas de cuna. No cuento más, pero adelanto que incluso las malas escenas sexuales no son tan malas, es el claro ejemplo de cómo la religión amputa nuestra libertad sexual –y si leí bien al director, justo eso quiso enseñar–. De cómo hacemos lo mejor que podemos a pesar de la tonelada de prejuicios reciclados. De cómo, a pesar de condicionar nuestra identidad, si nos escuchamos sale nuestro yo verdadero, ese que está conectado a la irrompible fuente de agua limpia de la que venimos. Y juro, por todos los dioses del mundo, que no hay algo más liberador que la verdad. Esa es la cura. Lo urgente. Y, claro, el amor.

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