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Susan Crowley

30/09/2023 - 12:04 am

Un condenado a muerte, canta

El glamur para vestir y asistir a la ópera se ligaba a la confrontación cada vez más cruda con la verdad última, la condición humana empezaba a invadir la escena para colocar a los personajes en disyuntivas realistas. Las sofisticadas noches de estreno terminaban en crisis de llanto del público. No importa si se dijeran cantando. El drama se convertía en la apoteosis de la tragedia en la medida que la música lo engrandecía.

Mi mamá solía decir que, al entrar a la ópera, había que dejar dos cosas en el guardarropa, la primera el abrigo, la segunda el sentido común. Su vida de melómana transcurrió entre los mitos recompuestos para satisfacción de los reyes, como Orfeo y Eurídice de Monteverdi cantando felices, liberados del inframundo; las malignas intenciones de una delirante reina de la noche con música de Mozart; los gorgoritos de las bel cantistas, que podían llegar a causar la afectación del tímpano con Rossini, Donizetti y Bellini; la rivalidad de una reina egipcia y su esclava enamoradas del mismo hombre en Aída de Verdi; la caída de los dioses y el ocaso del Valhala creado por Wagner o una reina china de más de cincuenta años y muchos kilos encima, representando a una grácil jovencita en Turandot de Puccini.

Las descabelladas propuestas de los compositores y guionistas requerían de un público incondicional que se dejaba seducir por cantantes solistas, coros, bailarines, escenografías, vestuarios e iluminación, convirtiendo la caja del teatro en un escenario cargado de imaginación y fantasía. La cuarta pared se rompió y el público tuvo la posibilidad de tomar parte de los enredos, las intrigas, las maldiciones, el amor y la muerte de héroes y heroínas interpretados por cantantes dispuestos a dejar la vida y la garganta por un personaje.

Muchas fueron las historias de cuerdas bucales reventadas hasta sangrar, fracasos y decadencia de ídolos, verdaderos rock stars, que de millonarios de una temporada terminaban en cuartuchos helados, muertos de hambre y sin voz. La realidad detrás de la ópera siempre ha sido mucho más cruda que lo que percibimos en el escenario. Aplausos, abucheos, bises exigidos por el público colocan a los cantantes en el papel de amantes complacientes cuya entrega es un acto de amor incondicional.

Para el siglo XX la ópera llevaba ya cuatro siglos considerándose la máxima de las artes. Su evolución no solo fue dramática, la técnica permitió cada vez más retos e historias más atrevidas. La capacidad de insertar personajes con conflictos reales empezó a ganar espacios. Los pasajes de sufrimiento de la prostituta Violeta, enamorada de Alfredo al que ruega que la ame más allá de la muerte o los sinsabores de un grupo de jóvenes bohemios que deberán enfrentar la muerte de la tierna Mimí, llevaron al público a experimentar acontecimientos que ya no eran épicos, sonaban a situaciones cercanas.

El glamur para vestir y asistir a la ópera se ligaba a la confrontación cada vez más cruda con la verdad última, la condición humana empezaba a invadir la escena para colocar a los personajes en disyuntivas realistas. Las sofisticadas noches de estreno terminaban en crisis de llanto del público. No importa si se dijeran cantando. El drama se convertía en la apoteosis de la tragedia en la medida que la música lo engrandecía.

Pero el avance del siglo parecía detener al género operístico pasmado por los logros del cine. Por un momento, el gran drama musical, como lo titularon Verdi y Wagner, parecía hundirse en el olvido de su propia fórmula decimonónica, a veces absurda e irrelevante frente a dos guerras mundiales, los genocidios y la bomba atómica.

En el artículo anterior comenté el logro de John Adams al encarnar con su música temas que solían pertenecer a los tabloides. Sin duda, el final de Dr. Atomic implica un acto en el que el público se ve inmerso en la tragedia de la que también es responsable; todos nosotros hemos llevado al mundo al riesgo de que vuele en mil pedazos. Un atrevimiento calculado por los autores abrió los límites a nuevos argumentos que cada vez atraen a más públicos, ya no los de “pipa y guante y pelo canoso” del pasado. Hoy muchos jóvenes son atrapados por sus autores contemporáneos, capaces de decir cantando, de crear melodías entrañables, situaciones creíbles, emociones y pulsiones que los incluyen.

Dead man walking es el caso. Basada en el libro de la hermana Helen Prejean, quien es nombrada guía espiritual en las últimas horas de vida de Joseph De Rocher, condenado a muerte por la violación y el asesinato de una chica y el homicidio de su pareja ocurridos a finales de los años setenta. Con un guion de Terrence Mc Nally (1938-2020), de quien disfrutamos Love! Valour! Compassion! y Master Class, entre otros éxitos, música del compositor norteamericano Jake Heggie (1961), se ha representado con éxito desde hace veinte años. Este mes se estrena en uno de los principales teatros del mundo, el Metropolitan Opera House de Nueva York.

La experiencia de Prejean fue llevada al cine por el director Tim Robbins; en el papel protagónico Susan Sarandon, que ganó el Oscar por su soberbia actuación y Sean Penn, el asesino, que logró matices increíbles que nos hacen odiarlo y apiadarnos de él en una misma escena. La ópera establece un reto sin precedente, después del éxito de la película, lograr que las voces, la música, la actuación convenzan y no se sometan a la narrativa cinematográfica quedando como un predecible teatro musical.

Ambientada en la extrema pobreza de Nueva Orleans, con tránsitos dentro de los claustrofóbicos corredores de la cárcel, es un permanente argumento en contra de la pena de muerte ejercida por el sistema judicial de Estados Unidos. Se trata de una ópera íntima, de soliloquios y diálogos en los que se ponen de manifiesto los sentimientos de los personajes, sus angustias y conflictos ante un tema tan polémico. La disyuntiva de una monja que se debate entre juzgar a un asesino o proteger al condenado. Como lo ha ejemplificado Dostoievski, en un mismo hombre cabe la maldad más espeluznante pero también la redención, y esto es lo que llevó a Prejean a convertirse en defensora en contra de la pena de muerte. La relación que se establece entre los dos protagonistas, la monja y el asesino es punto de inflexión para someter al espectador a un acto de amor más allá del absurdo o de la lógica. Y es que, como se va desarrollando la música, la voz y el drama, solo puede existir el verdadero amor en la incondicionalidad total.

De Rocher es interpretado por el barítono Ryan McKinny, su registro es ideal para encarnar de una forma natural, desde el principio, al condenado, cuya primera acción es violar y matar, sufriendo una transfiguración hacia el final. La inigualable mezzosoprano Joyce Di Donato es la razón de ser de esta ópera; solo su capacidad vocal, tesitura e increíble manejo de escena vuelven al personaje sólido, entrañable y lleno de matices. El leitmotiv Él nos reunirá… desde el inicio, va creciendo a lo largo de la obra. La resignación ante los misteriosos caminos de Dios y del hombre. Sin duda es uno de los más grandes logros para su carrera. La mezzosoprano Susan Graham, es la madre del asesino. El sufrimiento inconmensurable que expresa delante de la muerte de su hijo está logrado por una técnica impecable y madura que contribuyen a un dramatismo por demás convincente. La música es poderosa y acompaña a cada uno de los personajes de una forma exigente, protagónica a la medida del drama interno y la intimidad requerida. Los recursos técnicos, el video, la fotografía, los amplios close up contribuyen para llevar a esta obra al límite de lo contemporáneo.

El arte es vehículo de transfiguración que nos adentra a la reflexión. La pena de muerte es el acto de barbarie que no debe permitirse en ningún sistema judicial; matar a quien mata, es validar la acción y legitimar el mal. Quien comete un acto de esa naturaleza debe tener delante de sí la posibilidad de redención en las condiciones que sean, las más absurdas, las más impensables. A lo largo de la ópera Dead man walking nos adentramos no solo al poder del ser humano para matar, también podemos sentir la energía del perdón y del amor incondicional.

Los tiempos cambian, la ópera también.

@Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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