Algo tenemos los mexicanos que abominamos el éxito ajeno. Deseamos a toda costa que los demás estén igual de jodidos que nosotros.
Es curioso como esta falta de solidaridad está presente en todos los aspectos de nuestra vida (con la excepción de grandes desastres naturales donde sí nos echamos la mano).
La escuela, el trabajo, los clubes deportivos, los partidos políticos son solo un botón de muestra de este asunto. Para ejemplificar esto, habría de decir que Octavio Paz notaría algo que por alguna razón se me pegó. En los Estados Unidos hay grandes masas de solitarios. Pero estos solitarios son solidarios cuando les conviene. Hay un pacto social que lo permite.
Nosotros no firmamos ningún pacto social. Venimos a nacer en este país con nuestros derechos hipotecados. Y a una minoría le conviene que sea así. No somos una sociedad aspiracional porque la pirámide o la escalera social por donde se supone deberíamos subir está rota.
Hay una ruta alternativa por la que se puede subir pero hay que ser tramposo. El señor Madrazo daría un extraordinario ejemplo al hacer trampa en un maratón.
Es esta parte podrida de nuestros usos y costumbres como mexicanos, y tan universalmente aceptadas. El problema es ser decente en estos días. Tratar de decir la verdad en un país que vive de la mentira.
¿Cómo cambiar esta dinámica brutal donde la trampa es una forma de vida? ¿Cómo impedir que miles y miles de mexicanos se integren a las filas de la corrupción como la única manera de avanzar económicamente?
En Estados Unidos no hay nada más valioso que un hombre que se hace a sí mismo. O el que renace de sus cenizas. Por eso abundan las películas que tienen miles de ejemplos de esta sencilla ecuación: estoy bien—la riego y me arrepiento—me reivindico— final feliz.
En México la ecuación podría ser esta: estoy mal—la riego y me premian—subo de puesto—me vuelvo cínico—final feliz.
Y lo aplaudimos. Lo toleramos. Al contrario de otras culturas, aceptamos que estos comportamientos son necesarios para triunfar. Por eso la corrupción está tan arraigada. Si el tramposo sufriera las consecuencias de sus actos de manera inmediata se establecerían límites socialmente útiles.
Pero ya es un mantra del consciente colectivo. Ser un político honesto es ser un pendejo. Y lo repetimos a todas horas y en todos los lugares. El político honesto en México viene a ser el Gutierritos. El tramposo es el chingón. No llegó allí por su bondad. Llegó allí porque tiene huevos.
Y no quiero sonar a escritor de superación personal. Pero bien nos haría falta un cambio de paradigma. Por supuesto no es una tarea fácil y está cuesta arriba. Los que piensan que con emitir su voto ya la hicieron se equivocan. Es mucho más que eso. Tiene que ver con educar a la próxima generación. Los que crean que las transformaciones sociales se dan de un día para otro también se equivocan.
Es aquí donde tenemos que poner todo nuestro esfuerzo. En identificar y terminar con la cadena de la corrupción. Aprender a escandalizarnos porque alguien se roba el dinero público. No quedarnos callados. Ser solidarios. Mostrar el músculo social, ese gigante que duerme el sueño de los justos.
Porque solo así tendremos el país que nos merecemos. Y no lo tenemos que hacer siquiera por nosotros, que quizá no veamos los resultados. Hagámoslo por nuestros hijos. Dejemos el cortoplacismo y sembremos para el futuro.
Mandemos al basurero de la historia a la peor generación de políticos de nuestros tiempos. Y sobre todo, no sea indiferente. Que por eso el país se está yendo al carajo. Ni más ni menos.






