“Si no dan el ancho, que se vayan. La puerta de la universidad está muy ancha.”
El doctor Picudo, nombre falso para proteger integridades, sobre todo la mía, es un investigador competente. Publica sus ‘papers’ con la regularidad necesaria para no ser linchado académicamente (‘publish or perish’). Dirige tesis, participa en un cuerpo colegiado, revisa traducciones técnicas muy especializadas, redacta capítulos para libros colectivos…
Pero como docente tiene muchos problemas. Las y los chavos dicen que para él son como ejotes; le encanta que truenen. Menos de la tercera parte de los inscritos a sus cursos aprueba la asignatura. Él dice lo que abre el presente texto. Desde su óptica, el problema estriba en la pésima preparación que se imparte en el bachillerato; es entonces obligación de los docentes universitarios separar el buen trigo de la vulgar paja.
No lo sabe, pero es un darwinista académico y se comporta como excelentísimo embajador de la Selección Natural, que en su caso es muy artificial, además de violatoria del derecho a la educación. Abiertamente, en foros públicos, ha sostenido que la solución a la baja calidad de la formación universitaria radica en un mejor proceso de selección de aspirantes durante el ingreso. El candado en la puerta como llave a la calidad. Para tener una mejor universidad, pues primero tengamos mejores estudiantes.
En resumen, el doctor cree que no tiene los estudiantes que se merece. Le queda claro que pertenece a un cuerpo académico de alto rendimiento que está obligado a atender a un estudiantado chafa. Desgraciadamente, hay muchos ‘catedráticos’ que piensan y sienten como él.
El problema real radica en que no es lo mismo ser un gran ingeniero o matemático, con doctorado incluido, que ser un competente profesor universitario de ingeniería o matemáticas. Lo mismo ocurre con todo tipo de especialistas.
La mayoría de los investigadores universitarios son expertos en algún área científica; sin embargo, no le reconocen ese carácter a la educación. Respetan y cultivan las aplicaciones de la transversalidad a la topología algebraica o la incorporación de la inteligencia artificial a los nanobots, pero ignoran o desprecian lo que la sicología, la sociología, la antropología… dicen acerca de las muy humanas actividades de enseñar y aprender.
Pero, gracias a las ciencias duras y puras, como la física, esto ha cambiado. Ahora podemos verificar ‘científicamente’ si es cierto o no lo que las ciencias sociales y humanas se han cansado de decir acerca de la mejor manera de aprender y enseñar. Podemos ya ver lo que ocurre dentro de un cerebro, el segundo órgano favorito de Woody Allen, mientras funciona.
Antes era necesario aprender de personas evidentemente enfermas, como el famoso caso de un capataz que tenía enterrada una varilla en medio de la frente, y ver así lo que sucedía cuando alguna parte del cerebro estaba evidentemente averiada. O de personas muertas, para poder sacar los órganos sin molestar al dueño, rebanarlos y meterlos bajo un microscopio. Luego se inventó el encefalograma, pero este aparato mide la actividad eléctrica de todo el cráneo, tiene poca resolución. Pocas posibilidades y no muy buenas.
Hoy tenemos la capacidad de ver, literalmente, lo que ocurre en las distintas y muy pequeñas partes del coco mientras hacemos cualquier cosa, como aprender, por ejemplo. Se llama resonancia magnética funcional: (f) MRI, ingenioso artefacto que mide la actividad metabólica de grupos de neuronas. Cuando funcionan, su actividad aumenta y es entonces posible registrarla.
Lo que esta creación de físicos e ingenieros nos dice corrobora lo que muchos excelentes profesores saben desde hace mucho: que el aprendizaje depende no solo del manejo de información sino, sobre todo, de la calidad de las relaciones humanas establecidas para aprender. Rogers, Vygotsky y Bruner: ¡estaban en lo cierto!
Un cerebro responde a otros cerebros mediante cambios en su anatomía y fisiología. El pegamento, el lubricante, el vínculo en estas redes de cerebros son las emociones y los sentimientos. Es por esto que un profesor que trata a sus estudiantes como materia prima o animales de experimentación está destinado a fracasar. Como el doctor Picudo, por más grande experto o investigador que sea.
Se ha verificado que frente a un maestro razonablemente cálido y comprometido los cerebros de sus estudiantes se encienden como castillo pirotécnico, mientras que frente a un gran experto que se muestra frío, distante o maltratador los encéfalos de sus pupilos se niegan a arder, como leña mojada. Las emociones positivas y de cuidado mutuo generan interés, empatía y sintonía, mientras que los sentimientos como el miedo, la angustia y el desprecio producen el cierre de los circuitos neuronales encargados de producir o reforzar sinapsis, resultado de todo aprendizaje. El corazón y el cerebro están indisolublemente ligados.
El problema no es que los brillantes investigadores tengan alumnos de segunda. La injusticia real es que los estudiantes no merecen tener como profesores a quienes consideran su función docente como una tarea de segunda, para la que no se preparan científicamente; una que están obligados a ejecutar para ganarse así los ansiados tortibonos académicos.
Demostrado: el doctor Picudo, y sus eruditos compinches, no son profesores duros y responsables que se niegan a ser barcos. Únicamente son gachos y negligentes. Y no se trata de ser apapachadores; tan solo, de ser competentes. La violencia sicológica en las aulas no es una estrategia de enseñanza.




