Voy por la vida juntando historias, palabras, voces, como otros juntan caracoles a la orilla del mar, o pequeñas piedras en los caminos recorridos.
Junto historias, palabras, voces, para recordar que soy parte de una trama mayor de relatos, una trama que nos cobija, que nos da identidad y pertenencia. Somos la única especie que se construye a sí misma a través de las palabras: que construye su pasado, analiza su presente e imagina su futuro; que intenta entender lo que piensa y siente; que arrulla a sus crías y despide a sus seres queridos desaparecidos.
Pensemos en las coplas de Jorge Manrique escritas en el siglo XV, “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando…”, o en nuestro Jaime Sabines y su “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”: “Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días”.
Voy por la vida juntando voces, decía, porque me gusta recordar que nuestras primeras palabras no surgen de la capacidad de habla, sino de la capacidad de escucha. Aprendemos a hablar, escuchando. Aprendemos a escribir escuchando. Y leyendo, claro, que finalmente es otra manera de escuchar.
Este escuchar me ha traído a los oídos las voces del grupo de Cantoras Esperanza y Paz, formado por familiares de personas desaparecidas en Colombia. Estas mujeres buscan a través de la musica ancestral, música sacra negra del Pacífico, contar sus historias y aportar al proceso de reconciliación que vive su país.
Algo similar hacen, desde sus propios ritmos y tradiciones, las chicas de Batallones Femeninos, el grupo de rap y hip hop nacido en Ciudad Juárez, cuyas piezas son parte ya infaltable de la resistencia contra los feminicidios.
O la cantante cubano-mexicana Leiden, quien les da a las mujeres privadas de libertad las herramientas para que creen sus propias canciones.
Cuando pensamos en bibliotecas e igualdad de género, tenemos muchos elementos en los cuales concentrarnos: la aún escasa presencia de autoras en los anaqueles, la importancia histórica de las mujeres como lectoras, la exclusión de la educación de un porcentaje muy amplio de mujeres (en México, seis de cada diez personas sin educación son mujeres).
Solemos preguntarnos cómo acercar más gente a la biblioteca, cómo fomentar el placer de la lectura en las niñas y los niños, pero pocas veces nos preguntamos qué espacio le damos en nuestras bibliotecas a los saberes “otros”, a esos saberes ancestrales femeninos que no están escritos en ningún libro sino que se transmiten de generación en generación a través de la oralidad. ¿Cómo les damos cabida en las bibliotecas?
Las bordadoras, las cocineras tradicionales, las parteras, las jornaleras agrícolas, las cantantes de sones, por citar sólo algunos ejemplos tienen mucho que enseñarnos. ¿Cómo recuperamos sus experiencias, sus conocimientos, cómo hacemos para que nuestros espacios de saber se enriquezcan con los saberes tradicionalmente excluidos?
Pensemos en bibliotecas que puedan transformarse no sólo en maravillosos sitios del saber que guardan los libros, sino también en espacios de acogida amorosa a los sectores más vulnerables: a las infancias y juventudes, a las mujeres indígenas y campesinas, a las migrantes, a las madres buscadoras. Espacios de acogida que sean a la vez espacios de intercambio de saberes: yo te leo un cuento, o te presento las páginas de una poeta, y a cambio tú me narras una historia o me enseñas un canto tradicional.
¿Están nuestras bibliotecas preparadas para ello? Y cuando hablo de bibliotecas pienso tanto en grandes edificios clásicos o ultra modernos, como en pequeños centros culturales, o un grupo de gente que se reúne debajo de un árbol, como sucede en tantas “salas de lectura”.
A lo largo de toda América Latina están surgiendo con fuerza bibliotecas comunitarias, rurales y populares, que son espacios de convivencia, de intercambios y de aprendizajes compartidos. Espacios de escucha generosa.
No olvidemos que la escucha -el escuchar, el escucharnos- es el primer elemento para la construcción de una cultura de paz, y allí no pueden estar ausentes nuestras mujeres.
Por eso voy por la vida, como decía al inicio de estas páginas, juntando historias, palabras, voces, como otros juntan caracoles a la orilla del mar, o pequeñas piedras en los caminos recorridos. Ellas me dan cobijo.





