En estos días he experimentado vitalmente una de las razones que habrían llevado al escritor francés Marcel Proust a escribir En busca del tiempo perdido. En los siete tomos, a los que dedicó gran parte de su vida, trató de explicarse por qué el sabor de una magdalena le provocó sensaciones que parecían haber quedado en el pasado. La necesidad de hacerlas presente, terminó en una de las novelas más bellas de la literatura mundial.
Como lo manifestó Henri Bergson, existen varias medidas de tiempo. Están las fórmulas físicas o el conteo de un reloj que son cuantitativas. Pero también existe otro tiempo; estar enamorado o la pérdida de un ser querido. Ese es el tiempo de la cualidad, posee una duración distinta. Durante la pandemia tuve que pasar dos meses en Arles, en la que me encontraba de paso y quedé atrapada. Las calles lucían desoladas, las pesadas cortinas de madera de las casas cerradas por completo; ni ser humano a la vista. El permiso de una hora me conducía a refugiarme en la catedral de Saint Trophime, un espacio medieval románico del siglo XII. Por las medidas sanitarias no se permitían velas encendidas; apenas iluminado por la luz de los vitrales se podía intuir la solidez de un espacio de lo sagrado. Ancestral sitio de protección para los peregrinos me permitía entrar en un estado de contemplación, un tiempo distinto, y resignarme al extraño destino al que habíamos sido arrojados todos.
El Presidente francés Macron creó la narrativa de una guerra contra el Covid en la que todos los seres humanos, por primera vez, estábamos del mismo lado y con el mismo deseo, no queríamos morir. El temor y la angustia se apoderaron de casi todos. ¿Estaré contagiado?
Los recuerdos se agolpan o acuden sin un orden preciso. Es difícil poder crear una narración coherente. En suma, días fríos y grises con rutinas cortas; muy poco que hacer como no fuera leer, escribir, escuchar música y ver películas de arte en la pequeña pantalla de la computadora. El momento de gozo del día era saludar a mi madre, encerrada en su casa de México. Verla sonreír y escucharla siempre positiva era un alivio. Con el paso de los días la primavera entró en Arles. En las fachadas de las casas brotaron las primeras glicinas moradas, las rosas y las peonias con una exuberancia que sólo Proust ha podido describir. Les tomaba fotos y se las mandaba a mi madre cada día. Ella las recibía y hablábamos un buen rato de su olor y su color.
Cuando por fin hubo la posibilidad de partir, dejé la ciudad con esa sensación de incertidumbre, pérdida, muerte y dolor que todos, absolutamente todos, teníamos.
Mi regreso a la pequeña ciudad en estos días ha despertado todo tipo de sensaciones. La primera, Susana ya no está y no podré llamarla para contarle cómo luce la ciudad con cientos de personas caminando por sus calles. Los turistas, de los que nos quejamos tanto, y que a fin de cuentas también somos nosotros, deambulan frenéticamente tratando de no perderse nada.
Como todas las ciudades de Europa está completamente gentrificada. No existe un rincón que no haya sido intervenido. La tendencia a utilizar espacios atractivos y sacarles provecho es mundial y no tiene nada de malo. Museos alojados en viejos edificios con exhibiciones de arte contemporáneo; galerías, pequeñas boutiques, tiendas de artesanías, de souvenirs, restaurantes de comida típica y los que aparecen en las guías de chefs famosos; heladerías, cualquier cantidad de hotelitos de pocas habitaciones y por supuesto una oferta gigante de Airbnb. No parece que este aburguesamiento afecte sino todo lo contrario. Muestra que si el Gobierno pone las reglas claras, si a cambio del pago de impuestos ofrece los servicios de seguridad, agua, alumbrado en las calles, limpieza; si en vez de respaldar evita la corrupción y los giros negros en los negocios; si enfrenta la extorsión; si la gente paga sus impuestos y mantiene los espacios dentro de los giros correctos, si se preocupa por alimentar comercial y culturalmente el área en vez de volverla sitio de desmadre con antros ruidosos que generan una población indeseable, no se puede más que agradecer su crecimiento comercial. Es bueno para los visitantes y tanto mejor para los habitantes que ven crecer sus propiedades en plusvalía y servicios. Algo que en México no ha sido impulsado.
Arles se ha convertido en la Meca de la fotografía. En estos días se lleva a cabo el festival anual que genera una derrama no sólo turística; especialistas, artistas, expositores se dan cita con un solo objetivo, el clic de una cámara. La antigua ciudad se transforma y sus edificios históricos con intervenciones contemporáneas como las fundaciones Van Gogh y Lee Ufan, albergan exposiciones de gran calado. Entre las más importantes la artista Nan Goldin; una retrospectiva de Leticia Battaglia con imágenes históricas de Palermo; Claudia Andújar; Berenice Abbot y gran sorpresa, el premio del jurado al oaxaqueño Octavio Aguilar. Fotógrafos de los que me permitiré escribir la siguiente semana.
En uno de los bellos espacios de Arles, la capilla de la Caridad, que formó parte del convento de las Carmelitas construido en 1600, ahora convertido en museo, se presenta la obra de la artista Carine Krecké. La fotógrafa suiza, que vive en Luxemburgo, se topó accidentalmente con una serie de imágenes en GoogleMaps. En ellas se mostraba la destrucción de Arbin, una ciudad en los suburbios del noreste de Damasco. Lo singular es que se trataba de fotos tomadas en tiempo real, por alguien que las subía a manera de llamada de auxilio en pleno bombardeo. Firmadas por Joseph, en clara referencia al profeta. Angustiada, inició una intensa búsqueda para entender lo que había sucedido. Redes oficiales, foros y plataformas de intercambio de todo tipo fueron su fuente. Historias de destinos trágicos, tanto colectivos como individuales aparecían, y lo más grave, de igual manera se esfumaban.
En Perdre le nord (Perder el norte), la artista nos obliga a una inmersión en la guerra siria. Una atmósfera de tensión entre la realidad y su representación en la que no ha sido necesario utilizar ni una sola imagen explícita. Con sutileza, creando un ritmo con el espacio arquitectónico, videos inéditos y un dispositivo escenográfico diseñado como mapa sensorial, el visitante se vuelve parte de esta indagación. Seguir el rastro a través de sonidos, algunas voces captadas, llamadas, mensajes. Sólo una imagen: un par niños que parecen posar para delante de la cámara de Joseph.
El resultado es demoledor. Lo único que queda de Arbin es su desaparición. En cuestión de horas las bombas destruyeron vidas, familias, calles, parques, hospitales, escuelas, sueños de muchos. Ya no existe una ciudad en la que la gente viva sus tristezas, su felicidad, sus reclamos ciudadanos. Lo más grave, no queda rastro ni siquiera de su desaparición porque también se ha esfumado de Google.
¿Quién decidió borrar las últimas huellas que circulaban en internet? La importancia del trabajo de Krecké es la recuperación de la memoria que reimprime la presencia de seres humanos que ya no están. Por un momento y gracias al trabajo artístico reviven para dar cuenta de su anónimo sacrificio.
El tiempo se manifiesta de distintas formas. En las ciudades como Arles o como México, es vibrante, vital a cada paso. El tiempo de la guerra es atroz, parece ser el tiempo de Putin, de Trump y de Netanyahu, es el que aniquila cualquier posibilidad de encuentro o comunión entre los seres humanos. El tiempo de un museo es el tiempo del arte, y su condición es redimir las flaquezas y la estupidez humanas gracias al poder del arte. @Suscrowley





