
En los últimos días ha ocurrido un debate sobre la llamada "gentrificación". El término fue usado por primera por la socióloga Ruth Glass en 1964, refiriéndose a transformaciones sociales acaecidas en Londres.
Se dice que una zona urbana se gentrifica cuando - generalmente por el arribo de sectores adinerados - pasa de ser considerada un espacio modesto o popular para convertirse en uno de mayor poder adquisitivo. Todo esto implica la realización de mejoras arquitectónicas, de seguridad y de provisión de diversos servicios.
Los críticos de este fenómeno argumentan que este acentúa las desigualdades en las ciudades, generando potencialmente descontento y protestas por parte de grupos que se sienten rezagados.
Quienes abogan por la gentrificación lo hacen pensando en que el fenómeno se puede generalizar. Más allá de que esto sea posible, lo cierto es que lo que queremos son ciudades donde la gente viva cada vez mejor.
Una gentrificación planeada, generalizada y democratizable podría ser el camino a seguir.
Lo que sería una pena es seguir el camino opuesto. A saber: una constante decadencia de las ciudades, por falta de planeación urbana, participación realmente democrática y liderazgo político efectivo.
La destrucción de ciudades por procesos de decadencia no es algo que pertenezca al pasado o que se refiera sólo a sociedades desfavorecidas económicamente. Basta hablar del caso de Detroit en Estados Unidos, la cual, después de haber sido una de las metrópolis más pujantes en la Unión Americana, entró en un periodo de declive debido, en parte, a la falta de competitividad de la industria automotriz de Estados Unidos en el mundo, pero también por la carencia de liderazgo político y de imaginación de sus urbanistas. Desgraciadamente, si no se actúa con cordura lo mismo podría pasar en metrópolis mexicanas como la Ciudad de México. Esta última está ya experimentando el problema derivado de no haberse construido el aeropuerto internacional en Texcoco, lo cual habría producido un boom de vivienda en esa zona pobre de la ciudad.
Personalmente, con lo que no estoy de acuerdo es con las restricciones a la propiedad privada, como los límites porcentuales a la renta. El mercado inmobiliario debe dejarse actuar libremente, sin restricciones. La experiencia histórica demuestra que hacer esto es lo que produce una explosión en la oferta y demanda de viviendas.
Lo que debe quedar claro también es que la inconformidad con los altos precios de las rentas no debe de ninguna manera llevar a manifestaciones caracterizadas por la xenofobia. Antes al contrario, se necesita reivindicar a la Ciudad de México como una capital internacional con una comunidad de personas de otros países que han aportado y aportan una gran riqueza artística y cultural que ha hecho a esta Ciudad una de las más cosmopolitas de nuestro país. Cualquier incentivo para ayudar, por ejemplo a jóvenes en la renta de su primera vivienda o a gente de la tercera edad no debe inhibir la pluriculturalidad de la Ciudad de México que, en lugar de restringirse, tiene que promoverse.
Es tiempo en México de repensar nuestro entorno urbano para que nuestras ciudades - las nuevas y las antiguas - obedezcan a una lógica humanista que provea condiciones de vida no sólo dignas sino prósperas para todos. Ese es el desafío urbano de nuestro país.
Esto podría entrañar poner en práctica lo que el economista Joseph Schumpeter denominó “destrucción creativa”. La verdad sea dicha, hay muchos sectores urbanos en nuestras ciudades mexicanas que no pueden reconvertirse en lugares para la habitación humana sin antes desmontarse para luego edificar lo nuevo. Quizás esto deba realizarse pronto. De cualquier manera, no es exportando la miseria y la pobreza de un lugar a otro en nuestras ciudades, sino llevando desarrollo a todas partes donde yace el porvenir de nuestro país.





