Quisiera entender el tiempo en que vivimos o, al menos, dimensionar el impacto que tiene sobre la sociedad el hecho inusitado de que hoy podamos estar a la distancia de un clic de todo, que tengamos un acceso inmediato a la inconmensurable diversidad del mundo: paisajes, manifestaciones artísticas, conocimientos científicos y tecnológicos, costumbres de cualquier lugar; poder enterarnos de formas de vida variadísimas, de miserias abismales y de opulencias extremas. Para entender este impacto necesitamos un punto de comparación: elaborar un retrato, aunque sea somero, del mundo anterior a este: algo que nos sirva como punto de referencia.
Durante siglos las personas vivieron arraigadas a un lugar sin más prácticas, costumbres y creencias que las de su aldea: el horizonte era no cualquier horizonte, sino el que se veía desde su estrecho ahí. Al no conocer más que lo propio, las aspiraciones y los deseos estaban prefigurados por las carencias específicas del grupo determinado al que se pertenecía. Esta circunstancia, con el paso de las generaciones y a fuerza de ir construyéndose cuentos, leyendas y mitos, integró una cultura, una cosmovisión definida, cuyos modelos de vida, aspiraciones y deseos estaban prefigurados por lo que se conocía: por lo propio.
Con el comercio y la guerra —dos modos muy distintos de acercarse a lo otro— los grupos humanos, no solo intercambiaron productos y sufrieron invasiones y conquistas, sino que también hubo choques de ideas; se descubrieron prácticas nuevas para resolver los problemas, se adoptaron técnicas más eficaces, en pocas palabras: se descubrió que había otros modos de vida. La visión monolítica de la aldea dejó de ser La visión y pasó a ser simplemente Nuestra visión, ya que también existía la visión ajena: el contacto entre las comunidades, fuera pacífico o violento, hizo que el horizonte dejara de ser único: había otros horizontes.
Como la guerra y el comercio han existido prácticamente desde siempre, la historia humana ha sido este permanente mestizaje, una mixtura de lo propio y lo ajeno y, por ello, lo propio, lo recalcitrantemente propio es ya siempre una mezcla de lo originario con lo ajeno, aunque claro, la hibridación tardaba siglos y la mezcla al perdurar se asumía como propia. Esta perdurabilidad es importante para que una cultura madure, pues hacen falta varias generaciones bajo la misma cosmovisión para generar una cultura, o sea, la sensación compartida de que hay un único horizonte.
Así eran las sociedades: amalgamas de lo originario con lo ajeno pero solían durar un tiempo razonable que permitía forjar una cultura. ¿Qué pasa hoy cuando todo está a nuestro alcance, cuando el contacto con lo nuevo es permanente y cuando sin que se termine de asimilar una novedad se presenta otra en un desfile inagotable y vertiginoso?, o dicho con una fórmula conocida: ¿qué pasa hoy cuando, de veras, nada humano nos es ajeno? La primera respuesta es que la identidad —si no ha muerto— está por lo menos deslavada.
Pero revisemos este asunto de cerca con un ejemplo: una persona de mediados del Siglo XIX dependiendo de su situación concreta: coordenadas geográficas, nivel económico, costumbres comunitarias, creencias familiares… tenía una identidad definida: estaba acostumbrada a ciertos platillos, aspiraba a lo que se aspiraba en su contexto, tenía sueños parecidos a los de su vecino; sus preocupaciones y metas eran, dicho en pocas palabras, las de su contexto. Hoy, cuando cada quien se arma un coctel distinto de experiencias virtuales a partir de la internet puede vivir en la misma calle y hasta en la misma familia y, sin embargo, no se parece en nada al de al lado; cada persona resulta única… pero, ¿de veras?, ¿es esto cierto?
Si miramos con más cuidado, el hecho de que todo esté a nuestro alcance no necesariamente se ha traducido en un enriquecimiento, no ha mejorado la diversidad, más bien lo que se observa es una homogeneidad, una masiva aspiración a querer tener lo mejor del mundo, sin tomar en cuenta la circunstancia concreta desde la que se desea esa plenitud: se quiere tener la mejor casa, el mejor auto, la mejor pareja; conocer los lugares más extraordinarios del planeta, poseer un yate, un jet privado, un teléfono móvil de última generación, pues, aunque uno viva en un pueblo olvidado y sin oportunidades, esos satisfactores se ven en la pantalla, están en las manos de otros seres humanos que sí los tienen y disfrutan de ellos.
En el siglo XIX o a principios del XX se quería también lo mejor; pero era lo mejor que había en el contexto, las metas estaban aterrizadas y se referían a los satisfactores tangibles que uno veía no en una pantalla, sino en la vida real. Se querían satisfactores que estaban ahí. A nadie le pasaba por la cabeza ser dueño de un yate flamante de 30 metros de eslora si vivía en una sierra a muchos kilómetros del mar; quería una casa más amplia, con otra habitación, o un burro más joven que lo auxiliara en las faenas diarias. Hoy, al margen del contexto real, se desea todo; el deseo se ha desaforado y esto trae una serie de consecuencias en la práctica que se resumen en un simple hecho: la vida se ha vuelto más infeliz.
Hay un ejemplo muy estudiado sobre este problema: el efecto dañino que provoca en los usuarios de las redes sociales andar escroleando las imágenes que se publican a diario, pues como se privilegia la publicación de imágenes de momentos felices se crea la ilusión de que uno es el único que no está pasándose la vida en fiestas y entre risas, sino en una vida real, monótona, solitaria y, por ello, triste.
Convendría tomar en cuenta que si bien todo está a la distancia de un clic, no todo está a la mano. Esta simple verdad parece no entenderse y las consecuencias del malentendido son desastrosas: traen infelicidad, envidia, odio, resentimiento, frustración… Todo se ve y nada es mío, parecería ser la conclusión de cualquier cibernauta.
Es natural que los seres humanos nos comparemos, ya que los demás no nos resultan indiferentes. De la comparación pueden surgir consecuencias benéficas: encontrar un modelo, imitar a alguien que admiramos son estímulos para mejorar; sin embargo, cuando las comparaciones nos colocan junto a parámetros inalcanzables, nos frustran, y eso despierta no solo la envidia sino el odio. Hoy, como nunca, estos dos sentimientos están inundando el mundo, y lo malo no es solo el clima que provocan, sino que, como son sentimientos que minan a quien los experimenta, el primer dañado es uno. El envidiado puede ni enterarse; el envidioso sufre con la misma intensidad de su envidia. Son sentimientos que no portan ningún beneficio. Y aunque en principio todos tenemos derecho a todo, en concreto, cada quien tiene sus oportunidades particulares y sus capacidades específicas. Cuando lo deseado está por completo fuera del contexto del que desea, ese contexto se padece, se vive como un infortunio. Mi abuela solía decir una frase muy sabia: "ojos que no ven, corazón que no siente", hoy, todo llega a los ojos y el corazón se ha llenado de resentimientos.
¿Cómo recuperar el piso, admitir que uno siempre tiene raíces cuando rara vez se visita este mundo?, ¿cómo escapar de la infelicidad cuando uno se percibe en permanente falta por vivir en una virtualidad que en la realidad no existe? No se trata de conformarse, se trata más bien de admitir lo real para transformarlo. Urge entender el impacto que está teniendo no que todo esté al alcance de todos, sino que todo esté virtualmente al alcance de todos. Se trata de despertar del sueño virtual, y traer a este mundo lo que sirva de la pantalla: dejar de vivir en la pantalla.





