
El próximo lunes, en un altar de cartón piedra, entre sahumerios de utilería y bastones de mando heredados de la denostada corona de Castilla —no de los pueblos originarios, por más que insistan en el disfraz—, se escenificará la desaparición de la Suprema Corte que durante tres décadas logró, al menos a ratos, incomodar al poder. El ritual será cursi, la escenografía ridícula y la liturgia indigenista tan falsa como el discurso. Lo llamarán transformación histórica, pero será la clausura de la última instancia institucional que supo decirle que no al Presidente. Esa Corte nació en 1995, producto de una negociación forzada por la nueva pluralidad del país. Fue irregular, imperfecta y a veces temerosa, pero cumplió una función que ya nadie espera: poner límites al poder presidencial que ha marcado la historia del país desde la República Restaurada.
Esa Corte despenalizó el aborto, reconoció el matrimonio igualitario, protegió el consumo de cannabis como parte del derecho al libre desarrollo de la personalidad y puso en evidencia los abusos del caso Florence Cassez. Sus resoluciones marcaron el rumbo de los derechos en un país donde la Ley solía escribirse en reversa.
Por más que clame la Presidenta, no fue una Corte militante ni una instancia heroica. Fue un tribunal compuesto por ministros de perfiles diversos, nombrados por presidentes de partidos distintos. Esa pluralidad no garantizó independencia absoluta, pero sí permitió frenar los impulsos autoritarios de gobiernos de todo signo.
Esa Corte enfrentó a todos. Vicente Fox impulsó la llamada “Ley Televisa”, una contrarreforma audiovisual que consolidaba el reparto de frecuencias entre los grandes consorcios y eliminaba la competencia real en el acceso a medios. La Corte la declaró inconstitucional por violar el principio de equidad. Felipe Calderón respaldó los intentos por revertir la despenalización del aborto en el entonces Distrito Federal, y la Corte le cerró el paso al proteger la autonomía de la Asamblea Legislativa. Enrique Peña Nieto promovió una Ley de Seguridad Interior para normalizar la participación militar en tareas civiles; la Corte la anuló. López Obrador quiso disfrazar de cuerpo civil a la Guardia Nacional y entregarla al Ejército. La Corte lo impidió. Y en su etapa final, bajo la presidencia de Norma Piña, también otorgó un amparo a Lorenzo Córdova frente a los infundios vertidos en su contra por el oficialismo en los libros de texto gratuitos. Hasta aquí llegó.
A lo largo de cinco sexenios y unos meses, la Corte fue más incómoda que complaciente. A veces actuó con tibieza, otras con firmeza. Pero incluso sus silencios fueron mejores que la subordinación automática. Hubo ministros muy conservadores, como Mariano Azuela, otros, como José Ramón Cossío, marcaron una época: defendieron la autonomía judicial con rigor y sin estridencias. Hubo payasos protagónicos, como Arturo Zaldívar, pero también jueces de inteligencia profunda, como Javier Laynez. Norma Piña, al asumir la presidencia en 2023, resistió con firmeza la embestida desde el púlpito presidencial, sin convertir la toga en pancarta, pero sin permitir que el Ejecutivo la arrastrara. Todo eso termina ahora.
Lo que sigue es una Corte mutilada, compuesta por figuras electas mediante voto popular entre listas definidas por el poder. Sin carrera judicial, sin contrapesos, sin deliberación. Con ministros designados por aclamación, no por trayectoria jurídica. La independencia judicial muere en silencio, envuelta en la bandera de la democracia plebiscitaria.
Y no se trata de una anomalía local. Como documenté en la nueva revista El Diluvio, México se suma al grupo de países que han entregado su poder judicial al Ejecutivo por medio de reformas hechas a la medida del partido gobernante. Hungría convirtió su Tribunal Constitucional en una corte de leales a Orbán. Turquía purgó a miles de jueces tras un golpe fallido y los reemplazó con funcionarios obedientes a Erdoğan. Polonia creó cámaras disciplinarias para castigar a jueces insumisos, hasta que la presión europea forzó una reversión parcial. Bolivia ensayó la elección directa de jueces sin competencia real ni deliberación, y terminó con un sistema judicial bloqueado, prorrogado y sin legitimidad. El patrón se repite: se destruye la autonomía con la excusa de acercar la justicia al pueblo.
En México, Morena ha ido más lejos. No sólo redujo el número de ministros. Instituyó la elección directa de todos los jueces del país, anuló la carrera judicial y creó un tribunal disciplinario con capacidad para destituirlos por razones tan vagas como el “interés público”. El nuevo diseño no premia la capacidad ni el mérito, sino la obediencia. La justicia quedó atada a la aritmética partidaria.
El resultado es previsible. En la elección judicial de junio, el oficialismo arrasó. Las boletas estaban llenas de nombres desconocidos, seleccionados en oficinas legislativas y promovidos por operadores territoriales. No hubo campañas, ni debate, ni contraste de ideas. La participación fue mínima. La cooptación, total.
El discurso oficial repite que ahora sí hay justicia democrática porque el pueblo elige. El pueblo también elige telenovelas. Eso no las convierte en órganos constitucionales. Votar no basta. Sin deliberación, sin garantías, sin información, la elección directa es simple puesta en escena.
Los jueces electos ya no rendirán cuentas a la Ley, sino al partido. Ya no interpretarán la Constitución, sino el humor del Gobernador. Ya no juzgarán con base en normas, sino con base en cálculo político. Y cuando llegue el momento de resolver un conflicto entre el Gobierno y sus críticos, la sentencia no será jurídica: será funcional.
La Presidenta Sheinbaum, sombra dócil del caudillo, ha celebrado la reforma como el acto fundacional de una nueva democracia. Una donde todo se somete al sufragio, salvo el poder presidencial. Un régimen donde la voluntad popular justifica cualquier cosa, incluida la demolición de los contrapesos.
En México, la justicia nunca fue verdaderamente independiente. Los jueces, en general, han sido instrumentos del poder. Sirvieron al presidencialismo, sellaron fraudes, avalaron autoritarismos y dictaron justicia por consigna. Lo excepcional fue el paréntesis: tres décadas de autonomía en la cúspide del Poder Judicial. Ese interludio terminó. Volvemos al orden natural del Estado mexicano: una Corte al servicio del poder, ahora legitimada por el voto y administrada por el partido.
Con la captura consumada, lo que queda es escenografía. Ministras que alardean ser del pueblo, porque usan lenguaje de verduleras, exaltación demagógica de identidades indígenas, jueces sometidos, derecho subordinado. La Constitución pierde su fuerza normativa y se convierte en plataforma de propaganda. La justicia se vuelve previsible: siempre gana el que ya tiene el poder. La pretendida renovación es sólo la repetición de una historia conocida. Y cada vez peor escrita.





