Jorge Javier Romero Vadillo

El sometimiento del Congreso: una historia mexicana (1)

"La Ley se escribe arriba y se aprueba abajo. El equilibrio de poderes no ha sido más que una aspiración intermitente. Y cuando asoma, la pesada carga de la herencia se encarga de corregirlo".

Jorge Javier Romero Vadillo

04/09/2025 - 12:01 am

 

La relación entre el Congreso y la Presidencia de la República en México siempre ha sido enrevesada. El diseño institucional copiado de la Constitución estadounidense de 1787 no cuajó bien en tierras donde la obediencia se consideraba virtud y el desacato, traición. Aquí, las viejas cortes castellanas habían sido vaciadas de poder desde el siglo XVI, cuando los Habsburgo consolidaron el absolutismo y la voluntad del monarca desplazó cualquier forma de deliberación. De ese molde salió nuestra República, no del autogobierno puritano del que se copiaron las reglas.

El primer ensayo liberal no tardó en naufragar. El efímero imperio de Iturbide se derrumbó por su incapacidad de encajar al Congreso en su lógica cortesana. La Constitución de 1824 trajo un breve respiro institucional, que duró lo que tardó Vicente Guerrero en clamar fraude y forzar al Congreso a desconocer al Presidente electo, Gómez Pedraza, y lo proclamara titular del Ejecutivo en 1828. El mismo Congreso que le abrió paso, lo destituyó meses después por inepto. Y hacia el final del cuatrienio constitucional, Santa Anna se levantó en armas —como quien corrige un desliz administrativo— para que Gómez Pedraza regresara a terminar sus tres meses reglamentarios. Era el regreso del Presidente legítimo, aunque nadie recordara exactamente por qué.

La tragicomedia no paró ahí. En los años siguientes, el Congreso General —esa asamblea de patriotas volubles— se convirtió en fábrica de decisiones arbitrarias: expulsó a mexicanos de origen español en 1828 y 1833 con leyes claramente inconstitucionales; destituyó a Guerrero en 1830; nombró ministros extraordinarios a la Corte en 1833; y en 1835, simplemente derogó la Constitución sin mayor trámite. En cada episodio, el Congreso se autoproclamaba intérprete supremo de la legalidad mientras pisoteaba los procedimientos que debía proteger. Su legitimidad como representante de la soberanía nacional se desmoronaba a golpe de consigna. Lo que importaba no era la Ley, sino la capacidad de movilizar mayorías para respaldar planes de ocasión.

La lección quedó clara: el Congreso mexicano no nació para deliberar, sino para obedecer. O, en todo caso, para obedecer mientras se disimula. Esa función genuflexa no fue producto de un accidente ni de una mala racha, sino de una cultura institucional que no entiende el poder como contención, sino como prolongación. Por eso, cada intento de dotar de autonomía al Legislativo terminó en colapso o simulación.

La Constitución de las Siete Leyes de 1836 fue un intento por corregir el desorden. Inventó una figura extravagante, el Supremo Poder Conservador, una especie de Consejo de Sabios encargado de mantener la “pureza” constitucional. Podía invalidar leyes y frenar al Ejecutivo, pero sólo si los otros poderes lo pedían. Una instancia que no resolvía los conflictos, sino que los reencauzaba en un intento pionero de crear algo parecido a un tribunal de constitucionalidad. Como era de esperarse, el experimento innovador fracasó: ni la pureza ni la conservación de la constitucionalidad eran conceptos funcionales en una política dominada por el caudillismo, la traición y el bandolerismo institucional.

A lo largo del siglo XIX, el Congreso fue reformado, suspendido, cooptado, reinstaurado y vuelto a cerrar. Pero siempre volvió a cumplir su papel natural: convalidar los caprichos del Presidente en turno. Las crisis no lo fortalecieron, lo doblegaron. Incluso el paladín liberal de la Constitución de 1857, Benito Juárez, gobernó con poderes extraordinarios durante casi todo su largo mandato —fueron apenas unos 180 días, no continuos, los que ejerció sin ellos— y fue él quien inauguró el método moderno de fabricar congresos dóciles sin necesidad de clausurarlos. Juárez centralizó el fraude electoral desde el poder para asegurarse legisladores leales. Porfirio Díaz no inventó la subordinación legislativa; simplemente perfeccionó la estrategia. Convirtió la elección en trámite, la disciplina en virtud y la diferencia en sospecha. Las cámaras eran coros de aprobación y el único disenso admitido era el decorativo. A diferencia de Iturbide, el nuevo monarca no necesitaba cerrar el Congreso: le bastaba con controlarlo. La Ley se decidía en Palacio, el voto era trámite y el debate, adorno.

Ese fue el régimen que sobrevivió a todos los sobresaltos institucionales del siglo: el del Legislativo subordinado. Las constituciones cambiaban, las guerras se sucedían, los caudillos iban y venían. Pero el Congreso siempre encontraba el modo de acomodarse al Ejecutivo. Cuando no podía, se disolvía. Y cuando reaparecía, regresaba manso. Las crisis no lo fortalecieron: lo disciplinaron.

No se trató solo de defectos locales o coyunturales. La tensión entre Legislativo y Ejecutivo forma parte de la lógica conflictiva del presidencialismo. Juan Linz lo advirtió hace décadas: los mandatos fijos, las legitimidades duales y la falta de un árbitro externo convierten al presidencialismo en un terreno propenso al choque de trenes. Cuando ambos poderes se enfrentan, no hay mecanismo institucional que los obligue a negociar. Y en países con escasa cultura deliberativa, el resultado es predecible: gana quien controla la fuerza. En México, ese control siempre lo tuvo el Presidente.

La historia del Congreso en México no ha sido, con excepción del breve espacio democrático de los primeros años del siglo XXI, la de un poder que limita. Ha sido la de un poder que ratifica, que aplaude, que adorna. Con excepciones breves y costosas, la norma ha sido la subordinación. La Ley se escribe arriba y se aprueba abajo. El equilibrio de poderes no ha sido más que una aspiración intermitente. Y cuando asoma, la pesada carga de la herencia se encarga de corregirlo.

Esa subordinación no desapareció con el porfiriato. Se mimetizó con los rituales del nuevo régimen revolucionario, se vistió de institucionalidad priista y sobrevivió, con otras formas, durante casi todo el siglo XX. Pero esa parte de la historia —la del Congreso posrevolucionario convertido en caja de resonancia del Ejecutivo — será materia de la próxima entrega.

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

Lo dice el reportero