
Se ha iniciado la fase final de reformas con las que la Cuatroté pretende cerrar el ciclo que dé pie a la dominación que ha emprendido, y de la cual el capítulo más bochornoso hasta ahora es la Reforma al Poder Judicial federal y de los estados.
Para algunos se trata del último clavo del ataúd para sepultar la construcción y consolidación de un sistema democrático largamente buscado en la historia de nuestro país.
La iniciativa de Reforma Electoral es una iniciativa vertebrada desde el poder político que hoy encabezan Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador; la primera atendiendo las formas, el segundo imponiendo su herencia nefasta.
Las cabezas que operarán desde el Estado tienen a Pablo Gómez Álvarez como figura central, aunque ahí detrás está la otrora poderosa Secretaría de Gobernación, cuya titular es Rosa Icela Rodríguez, interlocutora principal hacia la Presidencia y sus consignas en esta materia.
Es un tema que dará mucho de qué decir en el futuro inmediato y que se dejará sentir en los procesos electorales que vendrán en los próximos años, tanto en la escala federal como en los estados. Todo va a entrar en juego y es mucho lo que está en riesgo.
En esta columna iremos haciendo el recuento de lo que a nuestro juicio consideramos importante. Por hoy me interesa desplegar unas notas sobre Pablo Gómez Álvarez, con quien compartí militancia en el PC, y a la distancia luchas estudiantiles importantes, así como la vida interna en el PRD, y dentro de este la oposición a la pretensión de López Obrador de hacer del partido un movimiento que desnaturalizaba su esencia y que a la postre terminó por desgarrarlo.
El “impoluto” López Obrador, a ciencia y paciencia del perredismo, se apoyó en Los Chuchos para administrar un partido que sus líderes históricos ya habían abandonado. Este diferendo pronto lo olvidó Gómez Álvarez, el ahora cabeza de este reformismo.
Los ciudadanos de la Ciudad de México, a su tiempo, le perdieron la confianza y no lo dejaron llegar por enésima ocasión a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, a donde antes había llegado por la vía regia del plurinominalismo, ya que él formaba parte de la élite, pequeña y cerrada, donde se distribuían las posiciones.
Por su edad, Pablo Gómez viene de lejos, del Movimiento del 68, de su prisión en Lecumberri, de su acompañamiento a la candidatura de Valentín Campa en 1976, de su liderazgo en el Partido Comunista y de su papel en la histórica reforma que se intentó a fines de los años setenta para sacar adelante una reforma política durante el Gobierno de José López Portillo y su Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles.
A la reforma política de 1977, Gómez se sumó desde las filas del Partido Comunista Mexicano y con la visión que expuso Arnoldo Martínez Verdugo cuando compareció a la quinta audiencia, en representación de su partido, para, de frente a los personeros del PRI, sostener:
“(…) somos partidarios de una democracia en la que todos los ciudadanos, independientemente de su posición social, de su ideología, de sus creencias religiosas, y de sus concepciones políticas, gocen del derecho de organizarse en partidos, intervenir en el proceso electoral en igualdad de condiciones, enviar sus representantes a los órganos electorales, realizar la propaganda de sus ideas sin cortapisas y a través de los órganos de difusión masiva, organizarse con independencia del gobierno y de la empresa, y luchar por la conquista del poder apoyándose en la mayoría del pueblo en uso del derecho establecido en la Constitución”.
¿Cuánto de esto pervive en los ideales y voluntades del reformador Gómez? Por ahora se ve que muy poco. El curso de los acontecimientos nos dará la razón o nos la quitará. Pero una cosa es cierta, a la altura de ese año de 1977 y la emergencia crítica del viejo paradigma de la dictadura del proletariado que tanto lastró la utopía comunista, y que de alguna manera llegó a a la visión de los comunistas mexicanos del corte de Martínez Verdugo, se fue fortaleciendo un proyecto democrático que a la postre logró la meta de desbancar al viejo poder hegemónico del PRI.
La historia demuestra que cuando un poder se quiere abrir realmente a la sociedad, envía como interlocutores a personas con alto sentido de conciliación, sobrias y negociadoras. Y cuando busca lo contrario, envía personajes soberbios, duros, creídos de sí mismos, casados con sus exclusivas convicciones y notables por el cumplimiento puntual de sus encargos.
En aquella reforma el interlocutor válido fue la izquierda. Los resultados electorales y democráticos fueron cosechados en lo inmediato por la derecha panista. Pero en 1997 el PRD se convirtió en una mayoría electoral creciente, sumando, no sin dificultades, muchas voluntades, y luchas a lo largo y ancho del país que llevaban el sello de ampliar la democracia, nunca restringirla.
Sucesivas reformas sacaron las elecciones del poder, como una atribución de la Presidencia de la República y sus caciques regionales, los gobernadores. Así se creó un órgano constitucional autónomo, garante de los derechos de todos. Sin duda una lucha profunda y con metas alcanzadas.
¿Cuántas de estas ideas, me pregunto, suscribe hoy Pablo Gómez? Parece que muy pocas. Por lo pronto, ya lanzó una temeraria amenaza: “Lo fundamental, es que el ciclo de la representación del pueblo y la efectividad del sufragio ya terminó”. ¿Qué significará esto?
Lo veremos.





