Susan Crowley

La belleza instagrameable

"Estaremos en el camino indicado hacia la belleza si la siguiente vez que nos lleven un plato a la mesa en vez de fotografiarlo nos deleitamos con él; si visitamos un museo de la localidad con los artistas que penden de los muros, si asistimos a un concierto con orquesta en vivo".

Susan Crowley

04/10/2025 - 12:03 am

Como parte de su naturaleza el ser humano tiende al equilibrio y la proporción. Y no sólo como mero placer. Es una urgencia de ordenar al mundo que lo rodea. Mesura y armonía son atributos de perfección que se consideran belleza. Si bien varían con los tiempos y las modas, siguen siendo tema de filósofos y estetas. Enigma anhelado por pintores, escultores, escritores, arquitectos, compositores, bailarines, fotógrafos, directores de cine que han dedicado su vida a tratar de desentrañarla. Misterio que se traduce en atisbos, intuiciones, reflejos diría Platón, no importa en qué medio se exprese, cuáles sean sus contenidos y la materia en la que se concrete. Hasta las obras más aterradoras, las más siniestras en apariencia, contienen un último reducto de belleza que no podemos explicar del todo, pero que les permite sostenerse en el tiempo. Tal vez sea el gozo del tremendum, el pathos griego hecho materia. Indefinible, inatrapable, la belleza es un enigma. Arquetipo, móvil en el tiempo, pero permanente en sustancia, con el poder de generar el gozo que, incluso, puede ser doloroso pero que eleva el espíritu humano.

Hoy, imposibilitados de definirla, hemos traicionado cualquier ideal de belleza. Confundimos la banalidad de un placer inmediato con la trascendencia. Hemos acomodado nuestras necesidades al consumo de las redes; un mundo líquido en el que imágenes acuosas discriminan la sensibilidad y los sentidos como no sea una mirada ausente y un oído torpe. Somos humanos y buscamos la belleza, pero al someterla al scrolling la perdemos; confundimos el consumo con la satisfacción inmediata que en realidad genera más ansiedad. El medio nos ha atrapado. Mientras más nos exponemos a él, cada vez estaremos más lejos y sabremos menos de la belleza. Nos conformaremos con satisfactores banales con tal de consumir.

Vivimos atrapados, no sólo dentro de las redes sociales. Nuestro entorno ya está siendo conformado por ellas. La cómoda elección y la rapidez que requerimos, nos han llevado a preferir lo inmediato, lo que atendemos a medias: la serie en vez del libro; la mala película, a la que nos hará pensar; la pincelada de cultura para lucimiento social; el viaje instagrameable que nos haga lucir. Por no buscar la belleza interior nos disfrazamos con cosméticos e intervenciones quirúrgicas que nos hacen más nuevos pero nunca bellos. La filosofía la queremos en cápsulas digeribles; la autoayuda que resuelva nuestros traumas y el dolor que nos atraviesa llamado vida, en un Tik Tok de tres minutos o menos, sin ningún esfuerzo. La belleza se nos escapa porque no somos capaces de encarnarla y emanarla desde dentro; nos llenamos de cosas, pero nos vaciamos de cualidad.

Lo más triste es que ese mundo anhelado cabe en un teléfono y arrastra nuestras vidas a su propio ordenamiento y configuración. Recordemos, el nuevo rector es un algoritmo frío, sin emociones, sin intuición, nada más que consumo. Con una memoria gestionadora del deseo. Ya no somos seres que eligen sino entes que se dejan conducir. Lo que consideramos belleza se limita a un algoritmo desencadenado al infinito: una mujer intervenida por una estética pasajera de pómulos y labios con una piel y cabello perfectos; objetos de lujo, autos, relojes, joyas, marcas; cuerpos atléticos sexualizados que emulan la perfección de los dioses griegos; un plato de comida que podría estar colgado en un museo; los sitios turísticos paradisíacos con una somera y digerible historia, un poco de arte y mucho glamour.

Imágenes huecas convertidas en valor de mercado que el algoritmo ha elegido para los atrevidos cazadores de la belleza, que en realidad son esclavos sin capacidad de discernir. A pesar de que viajemos, nos intervengamos, comamos, libemos; hagamos horas de ejercicio, no encontraremos satisfacción adentro de una plataforma virtual. Habrá un vacío que no queremos asumir; porque pensar marca el entrecejo, gasta los ojos y nos confronta con la mediocridad, y lo poco que estamos haciendo para oponernos a esta alienación. Insulsos, confiamos en que las redes nos elevarán el espíritu con nuevas ideas para ser mejores. Un ego inflado momentáneamente que fracasa delante de los patrones imposibles de alcanzar, sumiéndonos en una depresión tácita.

Pero el consumo es una vorágine que no encuentra límites. Hasta el arte ha sido atrapado. Para Walter Benjamin, el aura es la unicidad y autenticidad de una obra; un aquí y un ahora del objeto artístico. Es el intangible que la habita; es también su metafísica. Tal vez sea una de las aproximaciones que más se acerquen a definir la Belleza sin reducirla. Si el arte encuentra en el aura su principio de esencialidad, es porque está hecho de intuiciones, de atisbos, de fracasos, de una búsqueda que hasta hoy no ha podido agotarse. El eterno enigma de la belleza.

Un cuadro de Rohtko, un paisaje distópico de Kiefer, un cuerpo descarnado de Bacon, un performance existencialista de Tino Sehgal, una máscara deforme de Kader Attia, la danza de Win Banderkeybus que acaba de presentarse en México; una de las sinfonías de Mahler. Entre muchas otras están ahí para hablarnos de los esfuerzos del artista por apresar la belleza. La única forma de adentrarnos en estos seres privilegiados y su creación, es conocerlos y experimentarlos, contemplarlos, habitarlos, sumergirnos y fundirnos en ellos. Vivir el arrebato estético, dejarse seducir. Atreverse.

Estaremos en el camino indicado hacia la belleza si la siguiente vez que nos lleven un plato a la mesa en vez de fotografiarlo nos deleitamos con él; si visitamos un museo de la localidad con los artistas que penden de los muros, si asistimos a un concierto con orquesta en vivo, como el del domingo pasado de la orquesta de la OFUNAM con Pacho Flores y su trompeta interpretando al maravilloso Arturo Márquez y su Concierto de Otoño; si visitamos la espléndida exposición de la artista mexicana Magali Lara en MUAC. La experiencia podrá ser casi efímera de tan intensa, pero su poder vivirá por siempre en la memoria y vendrá cada tanto a nosotros como presencia. Claro, a condición de no ceder a la tentación de subir a las redes nuestra vivencia y compartirla sin siquiera esperar a que tenga un efecto en nosotros mismos. O mejor aún, si dejamos esa mediocre manía de hacernos una selfie.

El arte puede definirse como los instantes de arrebato, un triunfo humano después de muchas horas de empeño en su construcción. Es la suma de intentos, fracasos, desvelos y anhelos del artista para nosotros. Cuando se logra, es la posibilidad de acceder a una verdad “otra”, distinta, trascendente. Es una partícula de belleza, la ausencia que le da sentido a nuestra existencia. Esa verdad vive en quien la contempla por siempre. Esa, no la puede atrapar Instagram. O tal vez sí. @Suscrowley

Susan Crowley

Susan Crowley

Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

Lo dice el reportero