El movimiento conceptual cambió por completo la forma de expresar y entender el arte. Privilegiar la idea o el concepto sobre el objeto físico y su estética amplió de manera significativa las posibilidades de expresión. Por primera vez el espectador no era un ente contemplativo y pasivo delante de la obra, su participación la completaría. Este avance radical se lo debemos a Marcel Duchamp que, con sus ready mades otorgó a los objetos ordinarios la capacidad de volverse extraordinarios. La evolución de las ideas fue similar a un viaje cuántico en el que el objeto dejó de ser admirado para volverse un sujeto de estudio, ¿qué no se veía en él, pero sí era parte de su constitución?
Adoptadas las ideas de Duchamp por las escuelas de arte norteamericanas, el hacer artístico devino un laboratorio de ideas en el que dejaba de ser una ventana que representaba al mundo para convertirse en un sistema científico. Sin duda, las aportaciones de Joseph Albers y su gran Homenaje al Cuadrado; Sol Lewit y su mística conceptual que proponía obras que se comparaban a partituras; o las aportaciones de Joseph Kosuth y su interés en la relación entre palabras y objetos, entre el lenguaje y el significado, contribuyeron a que el frío conceptualismo adquiriera cierta dosis de emoción. Pero la tendencia a las formas seriales, ajenas a los sentimientos llevaron al conceptualismo a enfriarse. Las siguientes generaciones artísticas aportaron su experiencia y, salvo movimientos como el Arte Povera, las enseñanzas de Joseph Beuys o la Abstracción Excéntrica que retaban abiertamente al Conceptualismo, el artista prototipo se deslindó de cualquier carga emocional. El sitio ideal de exposición de estas ideas fue el Cubo Blanco. Identidad neutra e impoluta, era el continente perfecto para que la creación humana se alejara de su humanidad.
Las galerías de la era conceptualista son los espacios sagrados del arte; un sitio en el que la relación con el poder económico se estrecha. El fácil acceso a los dueños del dinero y sus estrafalarias pretensiones, dispuestos a coleccionar big names sin importar si se entiende o no la obra y cuya importancia está en la ostentación y el costo. Cajas vacías, archiveros con datos muertos, cáscaras de plátano, latas de mierda que implican eternas listas de espera en un universo donde lo que cuenta es el prestigio. El conceptualismo, lejos ya de su etapa experimental, llegó para quedarse como un commodity. Los mercados abrazaron la fascinante encrucijada de inexplicables espejismos que fascinan, atrapan y aburren después de un rato, pero generan polémica.
Las generaciones artísticas post duchampianas han continuado con el juego de ajedrez que tanto gustaba al francés y lo han replicado en múltiples formas ad nauseum. En la mayoría de los casos contrariando y banalizando su impronta. Difícilmente imagino a Duchamp comerciando como casa bolsero con su arte.
El conceptualismo es una apuesta neoliberal; o quizá al neoliberalismo esta modalidad artística le quedó como anillo al dedo. Quienes forman hoy el mundo del arte: galeristas, merchantes, asesores, incluso historiadores, directores de museos, curadores y críticos, han participado activamente como partidarios de las políticas de desregularización del comercio. La mercantilización del arte, la privatización de los espacios y la construcción de una subjetividad que lejos de entenderse estimula la curiosidad y el ansia de posesión. Toda creación está supeditada al comercio. No hay que alarmarse, antes fue la Iglesia y luego las academias quienes decidían. Hoy el que manda es el dinero.
Con la rápida difusión a través de las redes (que crecieron asombrosamente durante la pandemia), los usuarios se convirtieron en los nuevos expertos, jueces y críticos del artista que se ha subordinado a sus gustos y exigencias. Una pieza debe ante todo verse bien en Instagram; la que mejor luzca será la opción ideal. Con la privatización del arte a través de las galerías, la apertura de colecciones privadas para consumo masificado y la disminución de la inversión pública, el arte está manejado por los caprichos de empresarios-coleccionistas, nuevos ricos factureros, mafiosos o millonarios express (influencers, inversionistas en bitcoin, asesores financieros).
Pero los tiempos cambian y el mundo camina hacia otras concepciones. La proclama de los “no incluidos en el arte”, ha cobrado fuerza con discursos cimentados por grandes pensadores como Édouard Glissant y su teoría de la criollización dentro de las culturas caribeñas; Edward Zaid y sus diatribas contra el occidentalismo; Frantz Fanon y su rabia contra los imperios creadores del colonialismo, el racismo y la explotación de sus colonias; Oswald de Andrade y sus teorías sobre la Antropofagia como la posibilidad de deglutir al mundo y representarlo desde otro sitio que no sea el narcisista Occidente.
El discurso neoliberal se ha desvirtuado en su obsesión por los bienes económicos y no a la enorme diversidad que es nuestro planeta. Ajeno a las crisis actuales y a las muchas agendas que cruzan los tiempos que vivimos, se ha quedado rezagada, encapsulada en su mercantilismo. Si bien los avances tecnológicos permitieron mayor conectividad y capacidad de acortar las distancias, no han sido lo suficientemente humanas como para crear consciencia. Hoy la mirada debe dirigirse a los explotados y olvidados; a los territorios que han sido devastados, a las cosmogonías que fueron consideradas magia y hechicería.
El riesgo ahora, es que el mundo de los “otros” pueda ser atrapado por esta dimensión neoliberal capaz de convertir en mercancía todo lo que toca. Bajo este influjo, el arte emergente peligrosamente se vuelve moda pasajera, deja de ser una baratija o artesanía que se vende en mercados populares y puestos ambulantes para ingresar en los grandes circuitos, en museos, galerías y espacios culturales. No importa cuál sea su esencia, es bello por sus colores. Contar una historia de abuso y expoliación contribuye a lavar la culpa. Como dice Kader Attia, encontrar las herramientas de reparación, de memoria de eso que ha existido y que no hemos sabido ver, siempre y cuando luzcan en el lobby de un edificio o en el salón principal de las mansiones. El comercio atrapa las intenciones de los “otros” y los incorpora en su voracidad.
En un mundo del dinero, los artistas “otros” escalan la tendencia comercial. Las galerías abandonan a los hombres heterosexuales y blancos (norteamericanos y europeos) para lanzarse fuera de los bordes de Occidente y encontrar historias conmovedoras de pobreza, migración, guerra, desastres ecológicos, depredación de la tierra y discriminación de las minorías. Hoy toca a los nativos, a las plumas, a los bordados, a los textiles que cuentan historias, a la lucha por rescatar territorios expoliados y dignificar su labor ancestral. El riesgo de un abordaje desde la perspectiva del consumo arbitrario y efímero de las élites, es que esta mirada al arte alternativo termine banalizando, distorsionando y, en última instancia, traicionando su esencia. Así ocurrió a inicios del siglo XX cuando el Occidente descubrió que el arte primitivo (Tahití, África, Australia y Oriente) era susceptible de presentarse como una expresión moderna.
El comerciante del arte se desboca por las obras artesanales, la cerámica, los objetos precarios. El cool de sac o vuelta de tuerca está en los galeristas que intentan colocar a estos nuevos artistas, negros, queer, mujeres, nativos, indígenas, outsiders (enfermos mentales, discapacitados, etc.) en los primeros circuitos. El problema es que si no están respaldados por precios desorbitantes; si no se encarecen y exigen listas de espera para adquirirlos; si no son vistos en la mansión de ese otro millonario con el que se compite, difícilmente serán apreciados. ¿Hasta dónde podrán estirar la liga de la moda y elevar los precios de los artistas recién descubiertos? Y peor aún, si logran romper récords en los primeros circuitos ¿habrán corrompido su sentido último?
El conceptualismo resultó el binomio perfecto para las tendencias neoliberales impuestas en los circuitos del arte. La contracultura que está permeando los mercados puede ser una oportunidad para restituir el poder del arte para hablarnos de lo que en verdad importa. A condición, claro, que no se prostituya en este proceso. @Suscrowley





