INFORME ESPECIAL: El discreto encanto de leer o la inutilidad de las “lecturas obligatorias”

26/03/2016 - 12:04 am
El término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Foto: Shutterstock
El término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Foto: Shutterstock

Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, es del punto de partida para analizar términos como “lectura obligatoria” (“Así nos enseñaron a leer, a palos”, confiesa el poeta y narrador chileno Alejandro Zambra) los y los programas de lectura fomentados verticalmente por el Estado, las librerías y las editoriales, que no hacen más que confirmar este doble discurso donde se potencia una suerte de “erótica de la lectura”, pero sin otorgar los canales necesarios para satisfacerla.

Por Felipe Ríos Baeza

Ciudad de México, 26 de marzo (SinEmbargo).- Hace casi diez años, el ensayista francés Pierre Bayard publicó un texto hilarante, llamado Cómo hablar de los libros que no se han leído (Minuit, 2007; Anagrama, 2008). Según profetizaba Guy Debord a finales de los ’60 y al estar ya insertos en la “sociedad del espectáculo”, la polémica en los círculos de críticos y lectores no se dejó esperar. Las reacciones fueron tan desmesuradas que confirmaron uno de los fenómenos más comentados pero menos profundizados de la literatura contemporánea: varias personas se acercaron al texto de Bayard por esnobismo, pensando que se trataba de un manual para desenvolverse en sociedad.

Al comprender que sólo presentaba una mirada reflexiva e irónica sobre nuestra condición innata de no-lectores, ellos mismos desistieron de leer a Bayard. Paradoja: muchos comentaron y escribieron sobre Cómo hablar de los libros que no se han leído, pero pocos llegaron efectivamente a leerlo. “Conozco pocos aspectos de la vida privada, con excepción de aquellos que se refieren al dinero y a la sexualidad en que sea tan difícil obtener informaciones irrecusables como el de los libros”, opinaba el propio crítico francés. “Ese sistema coactivo de obligaciones y de prohibiciones tiene como consecuencia haber suscitado una hipocresía generalizada sobre los libros efectivamente leídos”.

Digámoslo desde el principio: el término “lectura obligatoria” no existe, sino como un medio de coacción que el profesor de la materia más tediosa de la secundaria tiene para hacerse notar en un alumnado con intereses más orientados hacia lo biológico o lo físico-matemático. Para muestra, baste con revisar las preguntas de cualquier examen de un libro que un muchacho leyó “obligatoriamente”: “¿Qué oficio desempeñaba el marido de la madre del personaje que llega a Comala a buscar a su padre?”; “¿De qué color eran las mariposas que seguían a Mauricio Babilonia?”; “¿Cómo se llamaba el maestro que castigaba a Tom Sawyer?”.

Después de tanto constructivismo de segunda mano, el profesor ha perdido su función, volviéndose un policía quisquilloso que busca extraer información minuciosa acerca de un crimen que, supone, ese pobre muchacho ha cometido: no leer el libro. O bien, sí lo leyó, pero sin entenderlo. O bien, sí lo leyó y lo entendió, pero no es capaz de retenerlo más que para el examen, al ser muy poco significante para su vida cotidiana.

En “Lecturas obligatorias”, un artículo muy sensible al tema, Alejandro Zambra describe la situación en los siguientes términos: “Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. Como en el poema de Nicanor Parra, los profesores nos volvían locos con sus preguntas que no iban al caso; mientras más secundario fuera el personaje era mayor la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación”. Cuenta Zambra que su formación como escritor se fue dando poco a poco, al hallarle, tiempo después, el verdadero sentido a esos textos; un sentido alejado de detalles forenses y más cercano a una suerte de recreación mítica de las propias circunstancias en las vicisitudes de Juan Preciado, la familia Buendía o Tom Sawyer.

En este imperio de la tecnología y los mass media que anunciaba Baudrillard, hemos olvidado lo que era aburrirnos. Una imposición, como la “lectura obligatoria” o esa intención ambigua, llena de recelo, que es el “hábito de la lectura”, termina por alterar a un sujeto que el resto del día la pasa sin libros y vive anestesiado por un iPod y las opiniones de las fotos de “amigos” que nunca ha visto, que nunca ha abrazado y que por tanto puede apartarlos de su vida con un solo clic.

Escindido en un mundo que le presentan como “real” pero apático  y otro “virtual” y mucho más estimulante, el individuo no sabe de qué lado poner los libros; en parte, porque nadie le ha dicho que esos libros le hablan de sí mismo y de quienes lo rodean. Gilles Lipovetsky afirmaba, en los ’80, que viviríamos en la sociedad del deseo: un deseo efímero, inmediato, sin restricciones éticas; una dinámica ya global de “téngalo hoy y páguelo mañana”. En parte, en eso se basan los programas de lectura fomentados verticalmente por el Estado, las librerías y las editoriales, que no hacen más que confirmar este doble discurso donde se potencia una suerte de “erótica de la lectura”, pero sin otorgar los canales necesarios para satisfacerla.

Con lo último comentado, me viene a la memoria un episodio muy vívido de la novela Bonsái (2007), del citado Alejandro Zambra. Bonsái es una novela muy breve, muy bella, en la que sus personajes, Julio y Emilia, son dos estudiantes que se dedican a reprobar las materias de la universidad y a encontrarle otro sentido a las lecturas que les dejan sus profesores. Como propuesta máxima de incorporar la literatura a la vida cotidiana, Julio y Emilia sienten, en primer lugar, que esos textos fueron escritos para ellos, para sus circunstancias directamente. Aquí un fragmento de la novela:

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos. Devino entonces en una costumbre esto de leer en voz alta –en voz baja– cada noche, antes de hacer el amor [follar]. Leyeron El libro de Monelle, de Marcel Schowb, y El pabellón de oro, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron El hombre que duerme y Las cosas, de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver, poemas de Ted Hughes, de Tomas Tranströmer, de Armando Uribe y de Kurt Folch. Hasta fragmentos de Nietzsche y de Émile Cioran leyeron.

Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Foto: Shutterstock
Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Foto: Shutterstock

UN LISTADO DE AUTORES

Ahora lo pienso y la selección no está nada mal para el propósito. Un listado de autores puede construir la intimidad de una pareja, la puede potenciar, pero también, como ocurre en Bonsái, puede trastocarla sin remedio. Julio y Emilia comienzan a distanciarse cuando, en la Antología de la literatura fantástica preparada por Silvina Ocampo, Bioy Casares y Borges, encuentran el relato “Tantalia”, de Macedonio Fernández. En “Tantalia”, una pareja decide comprar una pequeña planta como símbolo de su amor. “Tardíamente se dan cuenta”, dice Zambra, “de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une”. Es la literatura, entonces, la que alumbra y advierte a Emilia y a Julio de que el amor es un jardín japonés, donde los amantes deben ser sus celosos jardineros. Por supuesto, Zambra se complace en describir cómo ese jardín de Julio y Emilia se descuida y la maleza y los insectos y las sequías y las lluvias y la distancia y el egoísmo acaban por desmantelarlo.

“Si no hay comunión entre los hombres y usted, intente estar cerca de las cosas: ellas no lo abandonarán”, le recomendaba Rainer Maria Rilke a su amigo, el joven poeta Franz Xaver Kappus. Los libros pueden entrar en la vida subjetiva para darle brillo o bien para opacarla: es el riesgo que cualquier lector avezado tiene. No obstante, lo provechoso es que aunque sea una actividad eminentemente solitaria, la lectura puede unirnos con otros de los que no teníamos noticia. Esto nos pone a pensar, como quería entenderlo Hans-Robert Jauss, de que al abrir Bonsái o las Cartas de un joven poeta debemos asumir que no somos los primeros lectores de esos textos, sino eslabones de una cadena compleja de la que nadie ha hablado, pero que sostiene todo el mundo literario. Al modo extravagante que Julio y Emilia tenían de usar la literatura, puede sumarse otro: el de averiguar esos procesos previos de recepción textual.

Sin duda, el verdadero sentido de la lectura es el goce de la conversación silenciosa con uno mismo. Pero en esa conversación es posible establecer vasos comunicantes con otros individuos cuyas preferencias librescas no figuran en las listas de superventas ni en las últimas novedades editoriales. De hecho, son pocas las veces que al entrar en una librería me detengo en el mesón de novedades. (Nota al margen: detesto los libros envueltos en celofán. Pasaron muchos años para que pudiera comprar un libro nuevo, envuelto en celofán, en parte por esta manía y en parte porque, con mis sueldos esporádicos, no podía permitirme esos lujos. Así que recurrí, como muchos de mis compañeros, a la bendita fotocopia que ennegrece los dedos o al placer de bucear en las estanterías de libros usados).

De estudiante descubrí la poesía de César Vallejo, la narrativa de Onetti y el teatro de Samuel Beckett porque otro lo había leído y, además, había dejado su testimonio sobre esos papeles amarillentos. Como una muestra del más exultante ejercicio hermenéutico, el libro usado no sólo es una celebración para el bolsillo, sino para la comprobación de que no estamos solos en el discreto universo de leer. En “Un lector borrado”, otro artículo que ayuda a matizar lo dicho, Zambra cuenta que encontró en Santiago de Chile, en unos saldos de las librerías de viejo de la calle Manuel Montt, un ajado ejemplar de la novela Toda la luz del mediodía, del escritor Mauricio Wacquez. Al empezar a leerla, se dio cuenta que alguien había hecho virulentas anotaciones al margen. Entre subrayados y opiniones, Zambra dejó acompañar su lectura por ese lector anónimo, y, como en Rayuela, la novela de Wacquez fue “muchos libros pero, sobre todo, dos libros”: el de la historia de un triángulo amoroso y el de la lectura que un sujeto armado de un lápiz fue haciendo de la historia del triángulo amoroso.

“Es extraño leer así”, señala Zambra, “tropezándose con opiniones injustas, que igual quedan en la memoria […]. Me he pasado la tarde imaginando a ese ruidoso lector, decidiendo sus rasgos, sus intereses. No sé por qué pienso que era hombre. Quizás por su letra algo tosca, que mezcla imprentas y cursivas sin mayor criterio. A pesar de lo mala que le parecía la novela, la leyó de punta a cabo: acaso le agradaba la posibilidad de seguir pasando infracciones o tal vez, lo más probable, leía obligado por un examen”.

Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo. Foto: Shutterstock
Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo. Foto: Shutterstock

El lector anónimo anterior a Zambra, quien también se volverá anónimo para el siguiente lector de Toda la luz del mediodía, deja testimonio de su combate, de las horas muertas que pasó leyendo sin mucho gusto la novela de Wacquez; en esas anotaciones arbitrarias y que a Zambra le parecen injustas, se ubica precisamente una hermenéutica de la lectura que a Gadamer no le hubiera desagradado. Y es que el libro usado nos libera de creer, con una innoble estrechez de criterio, que estamos delante de un objeto que es nuestro y que, por tanto, sólo será pretexto para fundamentar nuestras precarias opiniones en el microcosmos social en el que nos desenvolvemos.

Si los superventas están del lado de las esferas de poder económico, los libros usados, pues, no han hecho más que fecundar el ámbito de la vida cotidiana. El destino del libro es el estante humilde, lustroso; es el resguardo de libreros ancianos que aún se calientan las piernas con estufas de kerosene y sus tiendas huelen a naranjas y a humedad y a tabaco negro, y que esperan a que alguien venga a “rescatar” (porque los libros no se “compran”, se rescatan del olvido) un ajado ejemplar de Ferdyduke o de El hombre sin atributos, de La vida instrucciones de uso o de Tadeys, novelas que, afortunadamente, han pasado de moda.

Invirtiendo horas en esos lugares, de pronto el joven lector sabe que ha encontrado un pequeño tesoro que brilla entre los demás volúmenes. Sacrifica el dinero del almuerzo y en un banco de una plaza abre el libro para dialogar consigo mismo y con el pasado de los anteriores lectores. Es un gesto discretísimo, pero reivindicador; un gesto que da carpetazos a las encuestas desalentadoras y a eso que se ha reconocido con el rimbombante y macabro término de “analfabetismo funcional”. Es, además, un gesto artístico: dentro del libro hay otros posibles libros, armados con anotaciones de lápiz, manchas de café, puntas de hojas dobladas o cortadas, mil objetos, como flores secas, etiquetas de ropa, plumas de gaviota, que fungen como separadores.

En una oportunidad, Juan Carlos Canales (uno de los brillantes profesores que tiene la BUAP) y yo coincidimos delante de una franela de libros usados. Ambos dirigimos la mirada a los saldos de esos libros de colores de la antigua editorial Bruguera. Él, alto, espigado y de formación freudiana, se hizo con La arboleda perdida, de Rafael Alberti. Yo, de formación más derridiana, tomé y ya no solté más El lamento de Portnoy, de Philip Roth. Antes de entrar a clases comparamos los botines: en el interior del volumen de Alberti él encontró una carta de amor, escrita con tinta negra en la que una muchacha despachaba con despecho al novio de turno; yo, en cambio, hallé, envuelta en una servilleta, un ala de mariposa nocturna. Nos reímos: eran libros que habían sido vividos, humanizados. En suma, eran libros verdaderos.

Así parecen estar las cosas: sepultado debajo de tanta publicidad y ferias del libro, escombrado entre lecturas obligatorias y del hábito de leer, el lector asoma una mano y pide que lo rescaten. Quien se asume como “lector” aparece en su comunidad como un factor diferencial, no teniendo más remedio que hallar a otros lectores para, como indica Pierre Bayard, situarse en una frontera entre los libros que ha leído y los que no ha leído, pudiendo establecer un comentario crítico de ambos corpus. Bayard dejó dicho en una entrevista, que “los libros son como los seres humanos: no estamos obligados a enamorarnos de todas las personas que conocemos”, aleccionando así que cada individuo genera un sistema flexible de lecturas a las que accede por placer y, muchas veces, por asuntos extraliterarios.

Como pedía Nicanor Parra, es deber de nosotros como lectores bajar, otra vez, a los poetas del Olimpo.

 

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