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Antonio Calera

02/03/2019 - 12:00 am

Sobre el amor y la comida: reflexiones por una rebelión

1. Propongo lo siguiente. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O bien los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. Y bueno, si no hay parques disponibles, por lo menos una zona verde habitable […]

Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Foto: Cuartoscuro/Archivo

1. Propongo lo siguiente. Escoja usted a un acompañante que ame considerablemente. O bien los que quiera, si así lo considera poético. Luego elija un parque bien cuajado que le venga a modo por su cercanía o simplemente porque le gusta. Y bueno, si no hay parques disponibles, por lo menos una zona verde habitable en esta ciudad tan ruin. ¿Que cuál es el objetivo? Pues comer como se debe, a la manera de un picnic, comer bien, un día cualquiera, como acto libertario, en el espacio abierto.

Porque la verdad es que hay que frenar de alguna manera, aunque sea así de simbólica pues, el vértigo de la modernidad, la pauperización de lo humano, esa terca tendencia a la putrefacción que llega con el corporativismo, es decir, la maquinaria del capitalismo más salvaje. Por eso, es que le planteo esta idea. Lleve a la oficina la comida que quiera (casera, habitual, o bien algo especial, algo que lo consienta), y haga que sus comensales invitados hagan lo mismo. Piense al hacerla que la compartirá con el otro. ¿Y sabe por qué? Porque no hay mejor manera de convivir entre pares, saber algo de las maneras que tienen de vivir otros seres humanos. Hable de las películas o programas de televisión que vio en la semana, de los libros que leyó, cuente chistes, anécdotas de lo que usted guste, de la maldita inmortalidad del cangrejo pero observe siempre una regla: no hable de su jefe o del trabajo porque justo la idea es mandarlos por un momento derechito a la chingada.

No. Mejor hable de usted mismo. De los entretelones de la vida en la tierra, del amor, del arte. Porque si se pone a ver, nos ponemos a ver, todo ello al final es la misma cosa: la conversación luego de comer o comiendo, con el otro querido, como la mejor manera que tiene uno de asombrarse de estar vivos. Hable también de la religión que es la amistad y por supuesto de la comida misma. La idea es desprenderse del todo hecho pedazos, suspender su propia burbuja de la porquería en que se ha convertido el hecho mismo de trabajar, escapar de la cruel alienación a la que hemos sido sometidos, la cosa de la vida vulgar. Reflexione. Esa zona delimitada por una sábana, esas viandas que le convida su grupo, cocinadas por ellos mismos o sus familias, ese postre precario que se ha embarrado en el contendor de plástico, representan su autonomía, su reinado. Es ahí, en esa arquitectura vernácula que es delimitada por sus cuerpos en el parque, rodeada de plantas y árboles, que operan únicamente sus reglas, su forma de pensar y decir. Es su reinado. Se trata pues de un paréntesis que frena el discurso homogeneizador de que todos somos iguales frente al sudor del trabajo, que todos somos obreros del sistema. ¡A tomar por culo el maldito sistema! Esa farsa que nos ha hecho creer que no existimos.

Por eso no se mimetice y mímese.  Haga usted amor con la comida al aire libre, y no se limite. Destape un buen vino, coma de lo lindo, cierre con un termo de café hirviendo y bostece un buen rato para comerse así, como otros comen energía, presupuesto, ego, unos minutos de su hora de comida.  Y además, caiga en cuenta que comer así es regresar a la ciudad, dejarnos ver entre sus brazos como si fuera aún nuestra madre querendona. Picnic como recostarnos de nuevo en la matriz, como casa del árbol no para el soliloquio sino el coloquio de los amantes. Y es más: lo convoco a que promueva esta sublevación.

Diga NO a los comedores industriales. NO a las máquinas expendedoras de comida chatarra. NO a las fondas baratas pero cutres. El tiempo nuestro es el que vale. Porque sobreviviremos. Caminaremos de nuevo con nuestros portaviandas, nuestros maletines del placer, a degustarnos sobre la hierba, a sentirnos plenos con la compartición del pan. La comida a cielo abierto será como una nueva eucaristía, y vaya que la querremos por siempre. Esta comida, sépalo, siéntalo, será, la primera comida del resto de nuestras vidas. Buen provecho.

2.
Noches atrás, recostados los míos (y felizmente también mis amigos con sus esposas y sus hijos), en un suave banco de arena en una playa fluorescente y majestuosa, ya mecidos unos por los grillos y otros con la mente un tanto borrosa por las hadas de la ginebra, de pronto así, frente al friso blanco de la espuma en la marea, soñé en voz alta con la llegada del día anhelado que me venía quitando el sueño: el día del Gran Festín, el día en que todos sacáramos las mesas a la calle para compartir la comida con el otro, sin miedo a nada ni a nadie.

Ese día, uno en que fueran apareciendo las mesas sobre la acera, se decoraran con manteles de colores y arreglos de flores, se dispusieran los platos y los cubiertos para recibir a quien quisiera arrejuntarse a la fiesta. Un día libre de transas y ojetes (sean políticos o curitas, u otros líderes de pacotilla, en fin, toda la gentuza de quinta), sólo pues con la gente entera: la gente neta. Quiero decir esa gente que cuando se topa con algo que está bien no osa en hacerle hoyos, atentar contra ello, mordisquearlo por sus complejos, sus limitaciones, sus envidias, sus odios.

Ese día, uno en que cada familia o grupo de amigos saque un plato de la historia familiar y lo ofrezca a los demás; lo que a ellos les guste más desde que eran niños: una sopa o un guisado, un tentempié o un antojito para antes o después de la hora de la comida, sin importar en el mundo nada más. Un día en que nos platicáramos las historias en torno a las recetas, en nuestra progenie o ascendencia (porque todas ellas tienen su chiste, sus mañas, sus rollos, sus meollos), tal como si fuéramos amigos de toda la vida, justo frente a la barda emblemática de la cuadra, con toda la decencia, debajo del árbol de la vecina, a un costado de la casa o el predio abandonado, rebasado de zacate sin cortar, para invitar al otro (al jardinero, al herrero, al abarrotero, al cartero, al limosnero, al lechero, al barrendero), por primera vez a platicar.

Ese día, uno en que sucumbamos al relato más abierto, a hablar de lo que sentimos sin nada al lado que nos inquiete, de nosotros mismos, de la vida y la muerte, y sobre todo de lo que hay entre, , entre caldos humeantes, guisados ingentes, entre pescados, cerdos y reses para tragar hasta reventar, llenos de aguas y jarras de vino para libar hasta reventar, con toda la calma del mundo, sin parar, sin vergüenza por el qué dirán.

Ese día, un día en que usted y yo, querido lector, nos conozcamos frente a una taza de café y nos demos la mano (y entre gitanos gracias a dios no nos la leamos), para luego clavar el diente en el presente, con dicha, la barbacoa, las carnitas, los taquitos de guisado, mejor en el pavo del de enfrente la verdad sea dicha, aquellos platos preparados por los tipos de la esquina a quien no veíamos desde hace años.

Ese día, el del Gran Festín, en que nos vistamos con delantales y le demos duro a las carnes al carbón, levantemos al cielo el humo de los anafres, cerremos el paso de las calles puros peatones; en que saquemos veinte o treinta kilos de costillas al fogón, unos tantos de chorizo y cebollitas para toda la banda, con sus salsas molcajeteadas, mientras los demás se encargan de calentar las tortillas, servir caballitos de mezcal, escarchar las micheladas. ¡Taquitos y tortas, pollos rostizados, tamalitos y gordas, tacos sudados!  Y a sacar el sonido y los discos gamberros, alzar los decibeles, invitar a bailar a las amas de casa, todas las damas que así lo quisieran, y ya en el papel de adolescentes, enamorarlas un poco, atacados de eros.

Ese día, un día querido lector, el de la Gran Comilona Nacional, en que ahítos de nosotros, sitiados libremente en la epidermis del relajo, comamos y bebamos y no filosofemos, comamos con todo ya que sabemos que algún día moriremos; un día pues, que mandemos todo a la tiznada, al carajo, y cocinemos por horas con los amigos, a destajo, abramos el corazón, sin fachadas, nuestros prójimos, a nosotros mismos, y comamos y bailemos, y brindemos, hasta bien entrada la madrugada. ¿Podremos?

3. Comer, si lo permite la mundana providencia, como algo que va más allá de meramente alimentarse. / Y no se quiere decir la tontería de comer bien como caro o fino o extraño o muy contemporáneo. Jamás: comer bien no como Dios manda sino como los hombres desean: para recordar a qué vinieron a la Tierra. / Y es que los hombres y las mujeres no vinieron solamente a ser expulsados de algún edén y pagar eternamente una cuota, a trabajar por edificar otro con sus nudillos, sino, por el contrario, a darse humanidad y por ello placer. / Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla en lo general como cultura y en lo particular como ritual, anuncia lo que sentimos, pensamos, pero más lo que deseamos. Sin rodeos: ese darnos placer los unos a los otros, rupestre o sofisticado en grandes embalajes o pequeñas dosis, como se quiera, pero regalarnos con placer por sobre todas las cosas. / Un comer bien tan amoroso en donde, si uno es el que se brinda al cocinar, es a uno quien comen: logrando así en varios sentidos una antropofagia simbólica. / Matizo: difícil pensar en comer en la cama o comerse al otro en la mesa: lo que sí es cierto es que luego del ritual del comer o alrededor de él, es que se han sobrevenido otros rituales igualmente majestuosos: las más gloriosas fornicaciones, los más estrambóticos juegos, los más descabellados retos o deschavetadas apuestas. / Pero no nos ruboricemos: una y otra cosa son preludio de un acto de lo más generoso: amarnos tal cual somos en medio de un mundo merdoso, que parece que ha dejado de ser nuestro, que parece ser más ahora de los bancos, del capitalismo, en fin: la fiebre del oro. / Por ello, decir “quiero hacerte de comer”, que pudiera hacer referencia perversa a bañar en salsas al amado y pasarlo por fuego, es más cosa de ver al amado como nuestro propio alimento. / Ése es el otro (bello y secreto y altamente poético) alimento del cuerpo: el cuerpo del otro. / Comer bien es cosa de dos, de pares. Porque, ¿qué poesía surge del comer solo? Sólo los locos y los afligidos comen solos, tristemente en las esquinas del mundo, y aun así, quizás estén comiendo con otros, plácidamente y en su mente, en otro tiempo. / Por lo pronto habría que fijarse el comer como el fijar, en el calendario de nuestra existencia, las fechas en que hicimos méritos para salvar la vida y cambiar al mundo. / Porque si como pensara don Alfonso Reyes, que “una mala comida no se recupera nunca”, una buena comida resultaría en esa suerte de medalla mágica, bello aleph de los sentidos logrado entre los pares para el olvido de sus yerros, levantar las caras, soltar amarras hacia un mundo mejor: como ya hemos escrito, el de los reunidos en el ágape y que se saben finitos y por ello aquilatan su vivir. / Imaginémonos ahora sentados entorno a esa vieja mesa de los abuelos, y con ellos, los hermanos, primos, sobrinos, nietos, a la caza del sentido de la vida. ¿Discutiríamos acaso por un detalle como un olvido, una falta de tacto o por cosas tan ajenas y remotas como la inflación, la tasa de interés, la bolsa que sube y baja? Por supuesto que no. Me imagino que se dolerían los ahí reunidos por el avasallamiento de Natura, tal vez la pérdida de algún héroe en batalla por un sacrificio horrible, pero nunca por los detalles más nimios, francamente imbéciles. Ese relato puro, clarificado, vaporoso quizás entre risotadas y abrazos de los nuestros sonrientes a nuestro lado, es, veámoslo con claridad de una vez, justo los mismos mentados fotogramas que pasarán en segundos como la película de nuestra vida a punto de extinguirse. / Porque las buenas comidas son primero y al último para el estómago y el goce estético y no depende su fulgor del estatus, mucho menos del dinero y su capacidad adquisitiva de falsos milagros: pura vida en su estado de latencia es lo que querríamos, nada de artificios en esas comidas: platillos hechos con mimo, botellas de vino, pasteles para los niños. / Por ello es que las comidas son rituales y no happenings, son retículas de vida misma y no performances u obras de arte: porque no son un artificio. / El único artificio que se permite es el que vamos a comer y siempre será agradecido: sea un par de panes con mantequilla y azúcar, un plato de frijoles o un par de huevos fritos. ¿Se acuerda querido lector y nuevo amigo, de lo que le cocinaban sus padres o abuelos cuando era un crío? ¿Verdad que no se necesitaba en su hechura mucho más que el mero cariño? Claro, ya decía yo. Y es más: el más laureado chef, si es digno de serlo, lo que busca es provocar a su comensal aquello que sintió cuando comió por primera vez algo, haya sido frío o caliente, rehogado o tatemado, cercano al azúcar o la sal. Su vida se va en ello y no lo ve como un desperdicio. / Por cierto que los desperdicios, que no las sobras, van al piso: se trata del detrito de pensamiento quejumbroso, alienación del trabajo, distracción mera de no estar en verdad sobre la mesa. Todo eso al piso. No es alimento salvo para ratas, para esperpentos rastreros. / Veamos: comer bien como vivir bien, en el centro mismo de lo caro a nuestra vida. Por la efeméride más laxa o más constreñida, y acaso también sin ella, invitados dos gatos a la comilitona, o varios, bien relajados o eufóricos (porque basta que se reúnan dos en nombre no de Dios sino de la poesía, para que surja la magia de una buena comida), comer bien como una suerte de coreografía grupal, absolutamente profusa y colorida, de sensaciones, de reflexiones, detonada por una visión aérea, espacial, satelital de lo que somos en ese momento (una suerte de ubicación espacio-temporal de nuestra humilde microscopía ante la apabullante dimensión de nuestro cosmos), o bien por una operación como espeleología por nuestros mares interiores, aquellos en donde descansan los tesoros de nuestros barcos caídos. / El chiste es abrirse a ser como uno es. Uno cocina como es. Por eso para saber cocinar y comer hay que saber quién es uno. Buscarlo. Comer bien no como comer sin saciedad, en cometido de la gula y su culpa, sino como sinónimo de jauja, de sentirse con lo justo a través del cuerno de la abundancia. / Comer bien como un estado mental, eso sí, eso siempre, en que nos permitamos meter las manos a nuestra masa, a cometer el batidillo, el menjunje, el potaje, el brebaje en un jardín de niños adultos como una actitud que haga retroceder al mecanismo que nos somete a la competencia, hacer trastabillar a la maquinaria del trabajo remunerado, vaya en contra del manual de comportamiento occidentaloide, en que según X, un tal por cual, sepa la bola, debemos ser. Nos importa un rábano todo ello, nos importa la fiesta en que nos damos a través del pan y el vino, antes que nada por estar vivos y luego por lo que se nos hinche y se nos antoje. Comeremos lo que queramos, cuanto queramos y como lo queramos, sin importar el censo de los tibios, los calculadores, los pechofríos. / Y porque si analizamos bien la frase (un tanto franciscana) que dice que “el pan duro hace al hijo bueno”, comer bien nos queda como anillo al dedo: hará entonces sentido mimarse como intermedio del masoquismo en el fragor de la monserga diaria, como paréntesis en la ansiedad que tal ritmo nos impone marcialmente: una especie de suspensión golosa y juguetona para demorar la caída al mundo desabrido, insípido, monocromático del deber ser, el del humano que corre como ardilla en el sinfín de la monotonía, ya sea ésta vulgar o de lo más sofisticada. / A toro pasado de tanto dolor, de tanta mezquindad y tragedia, vamos por nuestro adentro / ¿Que algún ilustre ve desde su escritorio el comer bien como una bagatela? Pues no ha entendido nada. No es que ojos que no vean no sientan: los que no sienten no tienen ojos para ver. / Hay que comer o morir, claro, pero no sólo biológicamente. Así como comer conlleva el restauro del cuerpo, no   comer trae consigo la inanición del espíritu. / Y una nota: un enemigo confeso, sí, hasta con un asesino que se presente con sus cartas llenas de sangre, pero un “judas” no. No habremos de comer nunca con un mentiroso o un traidor, nunca tales en nuestra mesa. Porque no se miente sobre una mesa. El que mienta, no sólo un majareta, sino una naturaleza muerta. Queremos pares transparentes. / Junto con los viajes, los logros largamente añorados, claro, no hay quizá nada más hermoso que reunirnos con los amigos y seres queridos en torno a una mesa. Viva esa suerte: sobreviene el llanto, la maravilla de estar vivos: todo por el relato ahí levantado. / Y bueno, si de pronto alguien hubiera de morir en el campo de batalla de esa sobremesa, ahí donde se recupera el derecho al placer y nos reivindicamos no como mulas trabajadoras sino como humanos en la más plena delectación, pues bienvenida con toda serenidad esa muerte. Es la muerte no de los glotones sino de los gladiadores: he ahí la última gran comilona, de la que saldremos envueltos en el mantel manchado que metaforiza el cosmos. / ¿Cuántas veces nos lo hemos dicho y ahora lo podemos gritar, querido lector y nuevo amigo?: Nuestra vida no por un caballo para huir de ella, nunca para la graciosa huida, menos por un alto reto del ego perdido de antemano; no: nuestra vida por estar sobre la mesa bebiéndonos la sangre los amigos, los de nuestra sangre idos, hinchada nuestra lengua por hablar con ellos de amor y poesía, en esa gran comedera que se celebra por todo lo alto y copa en mano, el amor a la vida misma.

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