Óscar Liera y el tractor supersónico

12/01/2014 - 12:00 am

Jesús Óscar Cabanillas Flores nace en Culiacán, que él consideraba una ciudad de locos, el 24 de diciembre de 1946 y muere ahí mismo el 5 de enero de 1990. Como no salió apto para adaptarse a las características naturales de la región, cambió su nombre por Óscar Liera y se montó en un tractor para hacer a nuestra tierra pródiga en Teatro, así, con mayúsculas.

Es ya un lugar común y territorio de la leyenda decir que la época de oro del teatro sinaloense comprende desde el regreso a Culiacán de Oscar Liera hasta su fallecimiento. Entre esas dos fechas -1982, la del retorno, 1990, la de la despedida- la actividad teatral en nuestro estado tuvo un inusitado despegue. La mano de Liera, capaz de transformar cualquier cosa en teatro de calidad, había logrado el milagro de hacer volar un tractor marca TATUAS (Taller de teatro de la Universidad Autónoma de Sinaloa) en las fértiles tierras del Valle de Culiacán, donde todo se da en abundancia,  a la velocidad del Concord, entonces el súper avión en boga.

En esos años la gente se volcó a ver esa novedosa propuesta de teatro sinaloense. Escenarios locales, primero; nacionales, más tarde; internacionales, después. Filas entusiastas se formaban  en las taquillas. La primera llamada ante cosos a reventar vaticinaba el arribo del asombro. La segunda ante escenarios curiosos. La tercera, ante realidades diferentes que él hizo familiares. Todos querían ver el prodigio de encontrar nuestra realidad, nuestras tradiciones, nuestras debilidades, nuestra música, nuestro ser, en escena. Ser testigos de la fascinación de descubrirnos universales gracias  a la mirada profunda de un hombre que, antes de montarse en el tractor supersónico, había escarbado a mano limpia, hasta sangrarse las manos y el alma, para encontrar la veta de nuestras raíces, de nuestro patrimonio.

Así, vimos que la diferencia entre el presente y el pasado es un círculo de cascajo para adentrarnos en la vida de ese santo laico llamado Jesús Malverde, con todo y su pitoniso Obdulio Pacheco, auxiliado por el inefable Polydor, en “El Jinete de la Divina Providencia”(1984); presenciamos la maravilla del monólogo de la siete veces digna Gladys de Villafoncourt, en esa extraña pieza plena de realismo mágico llamada “Camino Rojo a Sabaiba” (1987), considerada por Olga Harmony como una de las obras más complicadas, no solo de Liera, sino de toda la dramaturgia mexicana. “Los negros pájaros del adiós” (1986) harían de las suyas en el cielo mazatleco y sus maravillosos atardeceres en Olas Altas. Heraclio Bernal campeó por “Los caminos solos” (1989) a sabiendas de que su sentencia de muerte era por la traición arreglada con un ser querido. Por otra parte, Rafael Buelna Tenorio, el granito de oro, la armó en grande en “El Oro de la Revolución Mexicana” (1984), texto por el que ganó un premio que, además de retirar la convocatoria,  nunca le dieron por sus diferencias con el gobierno de Antonio Toledo Corro (algo así como cuando el Consejo Estatal Electoral retiró la convocatoria del Premio de Ensayo “Octavio Paz”, tras que lo obtuvo Ernesto Hernández Norzagaray en 2011) que refrendaría al sexenio siguiente, después de un inicio prometedor, con la pareja formada por Francisco Labastida Ochoa y María Teresa Uriarte.

Desentrañar misterios es un riesgo que se cobra. Nadie que se meta en las profundidades del pasado de una persona puede salir bien librado, por lo menos se casa. Ahora bien, cuando de un estado se trata, las cosas son peores. Liera pagó en vida su rebelde curiosidad. Se le cerraron las puertas de los teatros sinaloenses, en específico el del IMSS, y en su empeño por seguir en pie de guerra se llevó al TATUAS a lugares abiertos. Desacralizó espacios. Hasta en un panteón hicieron una representación teatral, siempre perseguidos por una enorme cantidad de devotos, fanatizados por el anhelo de embelezarse con un nuevo milagro. Con el nuevo prodigio de Liera, tres veces ganador del premio “Juan Ruiz de Alarcón”.

La rebeldía no es una pose que se aprenda frente a un espejo. No hay un manual que nos diga cómo serlo ni una escuela que nos oriente para ello. Cuando me iba a casar e, ilusoriamente para llegar sin pecado ante el pelotón de fusilamiento, acudí en Caracas al acto de confesión con toda la güeva que me producen esas exigencias. El cura era belga, ojiazul, calvo, bajo la sotana asomaba un bluyin y calzaba tenis. Me dio por pensar que era buena onda, de modo que le dije:

Oiga, a mí no me gusta confesarme ante un desconocido, además estudié secundaria y prepa en un colegio de xaverianos.

Sí era buena onda, pero antes que eso era cura, de modo que con una amplia sonrisa que avisaba que le había caído en gracia lo escuchado, me hizo una indicación luego de decirme:

El Che Guevara estudió con nosotros, los jesuitas, de manera que empieza a contarme tus pecados, amigo.

A fin de cuentas, y aprovechando la recta que me mandó con la cita del Che, acabamos charlando animosamente sobre literatura. El cura aquél era un rebelde y habrá quien piense –seguro- que por el bluyín y los tenis. Y pueden seguirlo pensando porque no viene al caso explicar los motivos que me llevaron a esa conclusión; por otra parte, sólo es una cita explicativa.

Liera fue un rebelde por el estilo. Tuvo inclinaciones religiosas y acabó haciendo “Cúcara y Mácara” (1981), que es una feroz crítica al clero y algunas de sus podredumbres por todos conocidas, incluido el mito de la Virgen de Siquitibum, que provocó que fanáticos religiosos les dieran una paliza a los actores que la representaban. Asimismo –no hay razón para negarlo-,  pasó breves temporadas cobijado por el gobierno estatal para luego descobijarse ante la amenaza de someterlo y arremeter en su contra con travesuras, con genialidades, como pagar una multa de mil pesos con moneda fraccionaria que le donaron sus admiradores en Culiacán. Todo su interés estaba enfocado en hacer que el teatro sinaloense alcanzara velocidades supersónicas para desplazarse sin temor de Culiacán a Mazatlán, de Mazatlán al Cervantino, de Manizales, Colombia, a Nueva York, de Nueva York hasta China. El precio era lo de menos. Aunque fuera con la vida.

El 5 de enero de 1990 aquel tractor que emprendió el vuelo a la velocidad del Concord regresó a su condición. Ya no había la esperanza de encontrar un milagro al alzarse el telón y los tumultos se fueron desgranando hasta acabar reducidos a centenas, sino es que tristes decenas. Pero el empeño, la viada, quedaba y permitía ver circular, a su ritmo sentenciado, aquel tractor que le dio por creerse un Concord.

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