Las burbujas del vino

15/12/2013 - 12:00 am

Soy un escritor que hace televisión. Y, a fuerza de hacer televisión, he terminado por convertirme también en un escritor de televisión, incluso cuando no debería serlo, como hoy. Me explico: a veces mi punto de partida para un texto es una idea audiovisual y no una frase, y si el destino de éste es la publicación en una revista o un libro impresos me veo en graves aprietos. Trato, a manera de paliativo, de hacer una descripción de lo evocado pero ésta resulta siempre insuficiente, siempre imprecisa, siempre parcial.

Así ha pasado con el texto que tiene el lector ante sus ojos: no bien comenzarlo, me ha venido a la mente una imagen en movimiento –un corto cinematográfico descubierto en YouTube hace unos años– y he querido citarla. Ventaja de publicar en un medio digital, aquí puedo hacerlo sin paráfrasis verbal. Apaga, pues, la luz, lector, y entra en materia con esta cita audiovisual:

La pieza se llama “Bubbles in the Wine” e incluso quien no comprendiera una palabra de inglés podría deducir de la imagen con que abre el corto que su intención es replicar la alegre efervescencia de las burbujas del vino espumoso, y especialmente de ese champaña que da título a la filmación de 1948: The Champagne Music of Lawrence Welk and His Orchestra.

Mi primer encuentro con el mundo de la efervescencia etílica hubo de producirse merced a esa canción y a ese músico, uno de sus tres compositores –junto a la leyenda de Broadway Frank Loesser (Guys and Dolls, How To Succeed in Business Without Really Trying) y el hoy olvidado líder de big band Bob Calame– y su intérprete paradigmático. La descubrí en un programa televisivo que llevaba su nombre –The Lawrence Welk Show– y que, en mi infancia tempranísima, llegaba a México merced a la señal de la televisora pública estadounidense PBS, pirateada por una entonces naciente Cablevisión.

Mi entonces joven abuela –terminaba su cincuentena– y yo –eran los 70: cursaba yo la primera mitad de mi primera década de vida– lo descubrimos alguna tarde cambiando canales (no disponíamos en aquel tiempo de los suficientes para hablar de zappeo) y nos aficionamos a la cita hebdomadaria con lo que pronto bautizamos en jerga doméstica como “el programa del viejito”. Lo era. Y no sólo porque para ese entonces Welk se acercaba ya peligrosamente a los 80 sino porque todo en ese espectáculo de variedades olía a naftalina: de los arreglos de standards de Gershwin o Porter o Rodgers edulcorados al punto del coma diabético –a eso llamaba Welk champagne music: ligera y burbujeante–, a la cursilería endémica de los estilos interpretativos de cantantes y músicos, a los patrocinadores habituales, Excedrin (para la jaqueca) y Geritol (para los achaques geriátricos). Pese a ello (o acaso por eso mismo), el programa producía en mí una suerte de trance hipnótico que, aunado a mi corta edad, me impulsaba a la repetición compulsiva. Y la canción tema me gustaba, como me gustaban las evocaciones de glamour cutre implícitas en esas burbujas de glicerina que rodeaban a los músicos mientras atacaban su partitura bajo la cortinilla de entrada. “Eso es por la champaña, Nico”, me explicaba mi abuela: “eso que bebemos los adultos en la cena de navidad. Es un vino de fiesta.” Pues bien, yo quería llevar la fiesta por dentro, conocer de primera mano la sensación de esas bubbles in the wine. Llegado el siguiente 24 de diciembre, cuando los adultos hubieron terminado de cenar y pasaron a tomar el café y los licores en la biblioteca, recluté a mis primos a una expedición al comedor para bebernos lo que entonces todavía no sabía yo que se llamaban “culitos”. La sensación me gustó. Y no sólo por la caricia de las burbujas en lengua y paladar sino por ese sabor complejísimo, apenas amargo, francamente mineral habría dicho si hubiera conocido el término entonces. La experiencia –nuestra sensación al beber, nuestra alegría posterior– fue, casi literalmente, de película:

Con los años, sin embargo –con las demasiadas lecturas y las demasiadas poses y la demasiada amargura cultivada con demasiada deliberación–, me fui alejando de las burbujas: ¿No había en ellas un constructo cultural de una alegría francamente manufacturada? ¿Y una aspiración pequeñoburguesa de status social? Leslie Caron, Louis Jourdan y Hermione Gingold en la Gigi de Minnelli parecían validar lo primero, Lawrence Welk, en esos años negros en que perdí la ironía, lo segundo. Cierto, me casé, y muy joven, con una devota del champaña, y procuraba yo complacerla procurándoselo cada que me era posible, y confieso que lo disfrutaba con ella, pero siempre como placer culpable. Tanto que –me ruborizo de vergüenza– cuando alguna vez me sugirió llevar una botella como ofrenda a los amigos que nos invitaban a su casa a pasar el año nuevo, le respondí que cómo creía, que qué iban a decir de nosotros. (Como pobre justificación diré que todos militábamos entonces en un partido de izquierda, y que la reunión tenía lugar en Coyoacán.)

Hube de regresar a las burbujas ya en mis 30, y por una vía más modesta: la del prosecco. Por esas épocas llegó a mi vida un amigo tan italófilo que se había casado con una italiana por amar pero acaso también para tener una hija italomexicana, y ponerle por nombre Ítala (un poco en homenaje a Calvino, su escritor favorito, otro poco en razón de su patria de adopción). En los peregrinajes anuales al Veneto que realizara mientras duró su matrimonio –de ahí es la signora, que también es mi amiga–, il dottore se aficionó a ese spumante de excepción de sabor acaso menos complejo pero más fresco, y por añadidura más barato por producirse su fermentación no en la botella –que es el caso del champaña– sino en barricas de acero inoxidable. La cercanía con él me contagió, y al poco me aseguraba (y hasta la fecha) de tener siempre en casa un par de botellas frías, para beberlas sea solas, sea en Bellinis como los del Harry’s Bar veneciano (coctel veraniego y feliz a base de prosecco y jugo de durazno, así llamado por recordar su tonalidad rosácea la de la toga de un santo representado por tal pintor, esto a juicio de su creador, un Giuseppe Cipriani tan chiflado por la pintura que también habría de bautizar su entrante de láminas de res cruda y parmesano con el nombre de Carpaccio, en razón de la propensión de tal artista a los lienzos en rojo y blanco), sea en ese Spritz popular en la región de los Dolomitas, donde se combina con un tanto de Aperol o Campari, una rodaja de naranja, una aceituna y (dicen algunos, aunque yo lo juzgo sacrílego) un chorro final de agua con gas.

Por la vía del prosecco, me aficioné de nueva cuenta, ya con seriedad, a los espumosos. No a todos, desde luego –he dicho ya aquí que el dulzor del Asti me resulta insoportable–, pero sí al Cava catalán (más mineral), al Sekt alemán, austriaco o checo (contundentemente seco, como su nombre y su procedencia intiman) e incluso a los que de un tiempo a la fecha se producen con asombrosa solvencia pero en pequeña cantidad –apenas un par de millones de botellas al año, y se comprende: el suelo es escaso, el clima inclemente y la tradición casi nula– en el Reino Unido.

Indefectiblemente, además, regresé a Francia, no sólo por su prestigio en la materia sino por ser el país de mis propios amores culturales, ya sólo en razón de mi educación. Aprendí así a gustar de los placeres sencillos de los Crémants (y particularmente del de Alsacia, que se consigue en México con relativa facilidad) para acompañar una comida de domingo consistente en una omelette y una ensalada, que bien puedo preparar yo solo. (Si la desidia me gana y pido pizza, convenzo entonces a mi mujer de abrir un Lambrusco, barato y peleón, efervescente tinto italiano que se antoja, sí, una broma, pero una muy buena.) Y regresé, sobre todo, al champaña (que deberá siempre ser masculino pues es un vino: el de la región de Champaña). Menos al Moët de los culitos de mi infancia y más al Taittinger, al Piper Heidsick o al Perrier-Jouët –cuya botella art nouveau, además, me chifla–, que se dejan beber muy bien solos pero también con un terrón de azúcar y unas gotas de amargo de angostura en lo que en los años 20 daba en llamarse un Champagne Cocktail (y que todavía preparan espléndido en el bar del Ritz parisino y, mucho más cerca de nosotros –en el tiempo, en la geografía… y en el costo– en las Licorerías Limantour de la Colonia Roma y de Polanco). Y, en las grandes ocasiones, a los grandes champañas, con añada. Hay muchas de Krug que me gustan –y particularmente el 2003– pero sin duda la experiencia suprema, que ya he contado en otra parte –de hecho en televisión, y con imágenes–, ha sido catar el Dom Pérignon 1971 en Épernay mismo, donde el monje de marras afinará la méthode champenoise para capitalizar la fermentación accidental que sufrían sus botellas de vino por buena obra y gracia salerosa de azúcares y levaduras traviesas. Por fortuna tomé en la ocasión notas, que aquí transcribo:

Es casi amenazante la intensidad del aroma… el placer sublime, kantiano… regreso al 75… no, sigo prefiriendo el 71… el sabor es más intenso, más complejo… necesito un cigarro… es insoportable conservar este sabor… es demasiado placer… es como un orgasmo constante… empieza a ser incordiante… ¿o será que ya estoy borracho?

Acaso sí lo haya estado. Acaso se haya equivocado Scott Fitzgerald cuando apuntara que todo en exceso es malo pero el champaña en exceso es lo justo.

En todo caso, sé que este diciembre brindaré no una sino varias veces con champaña. Y que llegadas las doce campanadas, copa en mano, recitaré para mis adentros en tanto propósito de año nuevo el efervescente fragmento poético de Dorothy Parker:

 

Four be the things I am wiser to know:


Idleness, sorrow, a friend, and a foe.

Four be the things I’d been better without:


Love, curiosity, freckles, and doubt.

Three be the things I shall never attain:


Envy, content, and sufficient champagne.

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