San Valentín en agosto

16/02/2013 - 12:00 am

Niño de tres edades
te abraza el recelo
de voltear hacia tu norte
cuando tu brújula muere.
Mientras yo de lejos rezo
porque la luna nos encuentre
o el amanecer nos aleje
Algún escupitajo amoroso

No, no fue un atraso de Cupido por paquetería, sino inclemencias del azar las que me hicieron sucumbir en esa trampa que derrite las enzimas y nos condena a la sumisión de los sentimientos como un desmayo a la razón.

Una burla del karma quizás visitó la guarida de las emociones. La distancia fue el fruto del cortejo entre IV y yo. Bésame mucho de Cesaria Evora fue nuestro más aclamado soundtrack que resumía en buena medida ese tango que no pudimos concluir por la dislexia amorosa que él padecía.

Patética fue la forma en que nos conocimos. Desencuentros en la red nos hicieron coincidir en el circo de la soledad. Las palabras y los sentires fueron espectadores de ese abrazo triunfal que estaba por arrancarme parte de mi raciocinio. ¿Enamorarse a distancia? ¿Amores por correspondencia? ¡No! Ese absurdo solo lo escuchaba de amigas en la universidad como inverosímiles leyendas adaptadas al género rosa, pero las ironías me persiguieron por mucho tiempo con esa ilusión.

La epidemia romántica me atacó sin avisar. De repente las coincidencias y diferencias estremecían hasta el más recóndito de mis poros. No me importaban sus tres edades, ni sus preguntas raras en plenas estaciones del metro, no me importaba que sus abrazos fueran tímidos reptiles acaparando mi atención, no me importaba que no gozara de total simetría en su rostro, ni siquiera su pasado, solo la paranoia que fue capaz de causar en mí, al extremo de hacerme creer que realmente era mi alma gemela pese a cumplir años el mismo día y combatirnos en un ocho versus ocho.

Una noche bastó para sentir lo que por siglos se ha presumido de su existencia. Los dardos emocionales habían lanzado el tiro hacia él. Cuando menos lo pensé, mis latidos le correspondían,  la olla exprés de mi cabeza cocía su pensamiento y nos dibujaba en la hermosa Ciudad de México, sede de ese primer amor.

¡Maldición! caí pese a no conocerlo a profundidad como hubiera querido. Nunca me explicó porque tenía cicatrices en los dedos, quizá sean los espasmos del corazón. Nunca supe de su inventario de ilusiones completo. Apenas recorrí el tránsito de sus ojos y se detuvo la rotación de la tierra al aterrizar sus labios con los míos en Garibaldi en plena madrugada entre el anonimato de la oscuridad y la locura presagiando un nuevo amanecer.

Su guarida fue testigo de esas confesiones amorosas al mismo tiempo que tocaba el arpa de mis cabellos estilizados para su deleite. Nunca lo vi totalmente desnudo, pero sé que su esencia fue casi transparente en su totalidad y nuestros rincones rozaron más allá de lo que la completa desnudez nos hubiera permitido.

Esa flecha escribió en mi piel la herida de un ocaso amor. Ese golpe me sedujo al nirvana de una danza infinita depositada en el corazón. Ahora los aeropuertos no gozarían del mismo significado para mí, los sentiría como un suspiro largo, como un arranque lagrimal donde su fantasma me persigue por todos los cielos.

Y pensar que este fue el más bello de mis desmayos.

@taciturnafeliz

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