Juan Ocón, fotógrafo mazatleco en el olvido

19/01/2014 - 12:03 am

Aunque hoy el apellido dice muy poco porque prácticamente desapareció del mapa ya que era de las estirpes que no merecen una segunda oportunidad en la tierra, los Ocón son personajes prominentes en la historia de Mazatlán. Y lo son de diferentes maneras. Cecilio Raúl, el padre, por ejemplo, es recordado por ser el juez que casó a Ángela Peralta con Julián Montiel y Duarte, su representante, en artículo mortis. Él firmó las actas de matrimonio y defunción con cuarenta y cinco  minutos de diferencia aquella mañana del 30 de agosto de 1883. Los ecos de las leyendas que se tejieron a raíz de este suceso se siguen escuchando.

Cecilio Raúl Ocón y su esposa, Beatriz, procrearon, según los datos que tengo a la mano, a Beatriz (Tichi), María, Eloísa y a Cecilio Luis, Guillermo y Juan. Eloísa se casaría con Manuel Gómez Rubio, un farmacéutico viudo que había llegado hacía unos años a Mazatlán, proveniente de Autlán de la Grana, Jalisco, originando la familia Gómez Rubio Ocón, que definió en significativa parte el perfil del Centro Histórico de Mazatlán.

La familia Ocón era, digámoslo así, el equivalente mazatleco de los Redo de Culiacán: Porfirio Díaz les prodigaba grandes deferencias, como el hecho de donarle los terrenos de lo que fuera conocida como la Isla de Ocón, hoy de Soto. Así, por agradecimiento y amistad, Cecilio Luis, el hijo mayor, se une con Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz -que ya gozaba de su exilio en París- en una lucha contrarrevolucionaria que culminó con los sangrientos hechos de la llamada “Decena Trágica”, en la que perdieron la vida Francisco y Gustavo Madero y Pino Suárez, dejando en el poder al grandísimo traidor de Victoriano Huerta.

La militancia de Cecilio Luis en la contrarrevolución, además de conducirlo a un largo exilio en Estados Unidos, provocó una tragedia romántica, muy ligada a los tradicionales rollos carnavaleros del Mazatlán de siempre.

Winnie Farmer fue la primera mujer que se atrevió a ser reina del Carnaval de Mazatlán, que aunque con tintes de civilidad, tenía a la barbarie como eje de la diversión. Fue en 1900 y llevó como rey a Teodoro Maldonado. Era hija de norteamericanos radicados en Mazatlán. Digamos que era alivianada, buena onda, medio alocada, pues ninguna muchacha “en su sano juicio” se hubiera atrevido a presidir esa fiesta que era un pretexto para que dos bandos se pegaran en toda la madre durante los días del festejo.

Guillermo Ocón debió enamorarse de ella desde que la vio como reina de la fiesta, montada en un caballo. Una güerita sensacional, digna de un Ocón.  Digamos que se flecharon de inmediato; un noviazgo breve, matrimonio, la reina a su casa, Guillermo a los negocios de los muelles. Pura felicidad, aunque la Winnie, por lo que he leído, tenía como dos grados de necedad por encima de lo admitido. Embarazo cuando ya se rumoraba  que había pólvora mojada.

La premonición los acompañó el día del bautizo de su única hija: Consuelo, le pusieron y unos cuantos años después, con la efervescencia de la lucha revolucionaria en su apogeo, Guillermo desapareció sin dejar rastro. No hubo cadáver que sepultar. El hecho se le cargó a una venganza contra Cecilio Luis y su pasión contrarrevolucionaria. A Winnie le quedó de consuelo su hija Consuelo, que no quiso ir con ella cuando decidió regresar a San Francisco y escogió quedarse con su familia paterna. Así de necia era nuestra primera reina del Carnaval.

Juan era el menor de la dinastía. Cecilio Raúl debió considerarlo la oveja negra de la familia, pues no mostraba interés por sus negocios, ni por defender los ideales porfiristas. Solo mostraba interés por un oficio no muy común en esos tiempos en Mazatlán: la fotografía artística.

Como la vocación era fuerte e irrevocable, había recursos y nulos deseos de que en la familia hubiera un desaparecido más, fue enviado a Guadalajara para aprender los secretos del oficio que tanto le apasionaba. Y los aprendió de inmediato: su trabajo lo ubicó como uno de los mejores retratistas. Su clientela, no por su antecedente de ser gente clave en el porfiriato, sino por su calidad, estaba integrada por la más rancia aristocracia tapatía. Ya no había secretos por aprender y si ambiciones por realizar. Antes que su tendencia a la  bohemia lo hiciera conformista, dejó Guadalajara.

Ya independiente, se mudó a México e instaló su estudio en el número 7 de la céntrica calle Gante. Por ahí, aparte de lo más granado de la sociedad, que deseaba una fotografía de Ocón con la magia de sus juegos de iluminación, sus tules y sus fondos, pasarían grandes toreros, como Pepe Ortíz,   Ignacio Sánchez Mejía, inmortalizado por García Lorca,  su paisano mazatleco Guillermo Danglada. También grandes y bellas artistas, que apreciaban su habilidad de “cirujano plástico” para hacerlas ver sin arrugas y con menos años encima.

Desconozco la lista de actrices que pasaron por su estudio, ofrezco tan solo los nombres de Conchita Pigner y Nahui Olín. Las dos destacadas bellezas de la época, aunque Nahui, cuyo verdadero nombre era María del Carmen Mondragón Valseca figuró a niveles de los tamaños de Pablo Picasso, Diego Rivera, José Vasconcelos, entre muchísimos otros personajes históricos. Poseía enormes ojos verdes y pleno conocimiento del envolvente erotismo que despedía su cuerpo.

Nahui, que también provenía de una acaudalada familia porfirista,  llegó al número siete de la calle de Gante para dejarse captar por la lente de su amigo, el mazatleco, Juan Ocón. El trabajo conjunto fue fructífero. El rostro de la pintora y poeta permitían cualquier maravilla.  El momento cumbre de la sesión sucedería cuando la ropa se presentó como un estorbo eliminable. Ocón realizó un trabajo con ese cuerpo que le significaría la portada del entonces semanario Ovaciones, convirtiéndose, en ese 1927, en el primer fotógrafo en publicar un desnudo de ella. Antes que lo hiciera el celebérrimo Edward Weston. Fue la primera gran hazaña de muchas que quedaron por venir, porque Juan Ocón, nacido en Mazatlán en 1890, fallece en la Ciudad de México ese 1927.

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