EL ÉXODO DEL MIEDO

20/09/2011 - 12:00 am

Hay un antes y un después en la vida de Andrea. Un antes, porque ella solía ir a cantar en un antro, de su natal Chihuahua. Un después, porque un buen día su jefe fue asesinado por unos sicarios. El parque de su casa, donde antaño solía sentarse a respirar un poco, era ya un terreno minado de cuerpos destazados. Fue en 2007 cuando ella notó la presencia militar que “combatiría al narcotráfico”, fue a partir de entonces que la vida de Andrea dio un viraje.     Para Rodrigo también hay un antes y un después. Monterrey, para él, era una ciudad garante. Nada qué envidiar a otros lugares. El después vino aquel 21 de marzo de 2010, cuando el Ejército asesinó a dos estudiantes del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey –ITESM–. Él estaba a dos calles de donde sucedió el hecho. Lo acompañaban unos amigos, cuando se escucharon las granadas. “Enseguida comenzaron a sonar los celulares. Varios del Tec estaban adentro del Campus, apuntados con pistolas por los militares. Era un caos”. O cuando acudió a una discoteca y “quitaron la música. Entró una banda musical que venía de Sinaloa. Llegaron ahí porque un narco pagó todo. En ese momento tuvimos que salir por la puerta de emergencia. Porque un narco, cuando llega y se sienta, manda a cerrar todas las puertas. Y nadie se va, hasta que él termina su fiesta”.

Andrea y Rodrigo salieron de sus ciudades, perseguidos por el miedo. Actualmente viven en el Distrito Federal. No se conocen, pero las causas de su huída son las mismas: la guerra contra el narco. “Es una guerra contra nosotros, la sociedad”, dice Andrea. Los dos comparten el dolor de un exilio a fuerzas. No sólo fueron testigos de la violencia, sino también  los protagonistas. Dos casos, como muchos otros, que encontraron en la capital del país cierta tranquilidad.

“Aquí me siento más tranquilo. Camino por las calles con precaución, pero no con miedo a que venga un camioneta y me suba”, confiesa él.

“Aquí no tengo miedo. Extraño a mi familia y quisiera que todos ellos estuvieran aquí, seguros. Antes se creía que la ciudad de México era muy peligrosa. Pero no: acá no estamos en guerra”, comenta ella.

 

Aquel 8 de mayo

Era domingo –dice Rodrigo, luego de verificar la fecha en su celular–. Me acuerdo porque a los pocos días tuve que dejar Monterrey. Todo fue tan rápido. Tenía mucho miedo, también enojo. Muchas emociones a la vez. Iba por una avenida, eran como las tres de la mañana. Por el espejo retrovisor veo que viene atrás una camioneta negra, con estrobos. Pensé que era la policía y en ese momento me orillé para que pasara. Pero no… de repente se subieron cuatro hombres y me apuntaron con las pistolas. “Ahora sí te cargó la chingada”, me dijo uno. Me quitaron mi cartera, todo. Vieron mis credenciales. Me insultaban a cada rato y yo esperaba que en cualquier instante dispararan. Creí que iba a morir en ese momento. Vieron mi dirección. Me amenazaron. Después me dijeron que bajara de la camioneta. Lo hice. Luego, uno de ellos, me gritó que me hincara. En ese instante, imaginé que me matarían como a muchos otros. Pero no, lo único que alcanzaron a decir, fue: “Dile a los Zetas que los del Cartel del Golfo están aquí”. Esto tendrá algunos meses, era un domingo de mayo –y suspira.

 

De espectador a protagonista

Rodrigo no entiende lo que pasa. Tiene 24 años, y a su corta edad lo acarició la muerte. Estaba sobre Revolución, en la zona del ITESM cuando se oyeron las granadas. Al poco rato se supo de la muerte de dos estudiantes. Nunca se imaginó que también él, de otra manera y en distintas circunstancias, sería víctima de la delincuencia que desmorona a Monterrey. Luego de aquel 8 de mayo, denunció los hechos, pero los policías locales no hicieron nada. Gente cercana al estudiante, le recomendaron dejar  la ciudad y cambiar de campus. Para ese entonces, varios alumnos del Tecnológico fueron asesinados, según cuenta Rodrigo. Así fue como llegó al Distrito Federal.

Tres días después de que Rodrigo fuera golpeado y azuzado por sicarios, el rector del Tecnológico, Rafael Rangel Sostmann, confirmaría la baja de 2 mil 500 estudiantes. Casi 15% de la matrícula perdida a causa de la violencia. El propio Rodrigo, cuando llegó al Distrito Federal, se encontró con varios paisanos, envueltos por el miedo y exiliados en su propio país.

“Llegué a casa de una amiga, en la colonia Roma. Estaban otros tres que venían de Monterrey, platicábamos en la noche, cuando en la calle se oyeron unos balazos. Automáticamente nos tiramos en el piso, pecho tierra. Así se vive allá. Luego nos asomamos a la calle y muchas personas estaban ahí afuera, viendo qué pasó. Por lo menos acá todavía sales a ver. Pero en Monterrey pasas de ser espectador a protagonista del fuego cruzado”, cuenta.

 

Aquél 20 de agosto

“Luego de que mataron a mi jefe, el del antro, busqué otro trabajo. Yo cantaba en los antros con otras personas. Ya, para entonces, se sabía que los narcos cobraban uso de piso. Por eso mataban a muchos empresarios. Mi nuevo jefe, a quien le decía el Inge, era muy buena persona. Un día me lo encontré en una plaza comercial. Le dije: ‘Inge, ¿qué hace usted acá? Está muy feo en Chihuahua, debería cuidarse’. Pero él me dijo que no tenía nada de qué preocuparse, que él no estaba en peligro. Nos despedimos. Al mes, lo encontraron muerto. En Chihuahua, todos los días oyes balaceras y corres. Sabes de gente decapitada, de muertos, de cuerpos que aparecen en la vía pública. Antes, sabíamos que los narcos tenían ajustes de cuentas. Incluso, hasta nos daba gusto que recibieran su merecido, pero nunca pensamos que atacarían a la población. Fue en agosto de 2010, cuando un amigo y yo íbamos en su camioneta. A lo lejos venía otra camioneta con estrobos. Nos alcanzaron. Eran hombres armados que subieron y nos comenzaron a amenazar.

“Anduvimos por toda la ciudad. Pasamos por lugares que no conocía. Había unas calles, y en cada esquina estaba una persona que le indicaba a los sicarios dónde dar vuelta. Supongo que están muy bien organizados, porque están ahí como si nada. Nosotros moríamos de miedo. Imaginábamos lo peor. Yo, del miedo, no podía hablar. Me preguntaban dónde vivía, pero era imposible responder. Uno de ellos, tomó mi cartera y sacó mi IFE. Llamó a alguien y le dio mi dirección. Nos dieron varias vueltas. Otro de los hombres le decía a mi amigo que se estaba portando muy bien, por llevarlo a pasear. Al fin llegamos a una calle muy solitaria. Me pidieron que me bajara. Mi amigo les suplicaba que me dejaran libre. Después, frente a una bodega, me indicaron que me pegara a la pared, dándoles la espalda a ellos. En ese momento no pensaba ni en la infancia ni en eso que dicen algunos: que tu vida pasa en retroceso. En Chihuahua hay un periódico amarillista donde todos los días aparecen muertos: mujeres, niños, parejas. Ah, porque entonces se sabía que muchos sicarios secuestraban parejas y luego aparecían muertos. Lo único que pensaba era en que mi mamá vería publicada mi foto donde yo estaría hecha pedacitos. Es muy triste saber que en eso acabarás. Al final, a lo mejor por milagro, dijeron que venían otros sicarios y se fueron. Nos dijeron cómo irnos: teníamos que cruzar un cerro y luego encontrar una calle. Caminamos rápido, con el miedo a que nos alcanzaran y nos dieran balazos. Pero sí la encontramos, paramos un taxi y llegamos a mi casa. Me puse a llorar… Eso pasa en Chihuahua, en verdad que eso pasa”.

 

Ni la tranquilidad del parque

Los sobrinos de Andrea están acostumbrados a tirarse pecho tierra. Además de los honores a la bandera y las tablas de multiplicar, también aprenden a vivir en medio del fuego cruzado. Ya no salen al parque, ante el miedo de una afrenta entre militares y grupos criminales. O de toparse con una bolsa, que en vez de basura, contenga trozos humanos.

“Ya no existe ni la tranquilidad de los parques. Ya ni siquiera ir a los antros, es un lujo”, asegura Andrea. Ella misma presenció un tiroteo dentro de una discoteca, en su última visita a Chihuahua. En plena juerga, se desató la reyerta, las luces se apagaron y aquello se convirtió en un campo de batalla. A la luz de la noche, afuera del antro, Andrea vio caminar a un chico que escurría en sangre. Eso, tendrá un par de meses.

Luego del secuestro exprés, Andrea dejó su ciudad y se fue al Paso, Texas. El mismo éxodo que miles de personas (más de 30 mil tan sólo de Ciudad Juárez) recorren en busca de un oasis de paz. Allá estuvo unas semanas. Y si regresó al país, fue por pendientes familiares. En su regreso, perdió la visa estadounidense y se atrincheró en su casa. Siempre con el pendiente a que esos hombres aparecieran y acabaran con ella. Hasta el día de hoy, se imagina que “ellos están ahí afuera”. O como diría Miguel Cervantes: “Uno de los efectos del miedo, es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son”. Andrea lo sabe de sobra.

“Trabajo en Satélite, en un bar donde canto. Estoy acá por las oportunidades de trabajo, pero también porque me siento segura. Vivo tranquila, sin miedo. La gente de aquí se queja por los asaltos, cuando allá nos quitan la vida”, y Andrea se ríe con dolor.

 

Migración: de la pobreza al miedo

Que la migración interna en el país siempre ha existido. Que algunos emigran temporalmente, sobre todo indígenas y campesinos. Que estados como Guerrero, Oaxaca, Estado de México y algunos otros del sureste van y vienen con mayor frecuencia. Todo esto lo advierte el doctor en sociología, Raúl Villegas Dávalos. Advierte también, que desde hace cinco años el flujo migratorio interno, ya no es sólo por la pobreza:

“La violencia ha propiciado que mucha gente, incluso familias enteras, dejen sus hogares. Claro que también eligen sus nuevas residencias a partir de las oportunidades, el nivel de vida y las expectativas que tenga el lugar escogido. Esto es el caso del Distrito Federal, que en otros tiempos fue la ciudad con la peor reputación del país”.

El también catedrático, mensualmente se reúne con gente de Ciudad Juárez en el Distrito Federal, donde hablan de la violencia y buscan alternativas para una vida mejor. Villegas Dávalos asegura que en la capital del país, los robos y asaltos siguen a la orden del día, pero a comparación de las decapitaciones, atentados, matanzas masivas y fuego cruzado, el Distrito Federal, así como otros estados y ciudades fronterizas de Estados Unidos son buenas ofertas.

“Sobre todo los que emigran, son gente de clase media y alta, aunque también comunidades indígenas, amenazadas por grupos criminales, ligados al narcotráfico. Estos flujos migratorios se dieron a partir de la militarización”, observa con lupa el catedrático e investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).

Datos fiables, no hay. Tampoco números o estadísticas de personas que residen en el Distrito Federal a causa de la violencia. Lo cierto es que entre las voces de la capital, el acento norteño comienza oírse con frecuencia. Se le pregunta al profesor Villegas Dávalos el por qué la Ciudad México no registra esos niveles de criminalidad que en otros estados, como los de Andrea y Rodrigo sí hay:

“Primero, porque aquí residen los poderes federales, con la imagen del país en su conjunto. Que los cárteles o grupos delictivos hicieran lo que hacen en otras entidades, lastimaría la imagen de lugar donde están los Poderes de la Unión. También, se debe al nivel educativo y cultural de la ciudad. Son niveles más altos, hay más información. Y el que sea considerada esta ciudad como de vanguardia, donde hay leyes que en los demás estados son impensables, sí ayudan a que no se dispare tanto la violencia”.

 

Los inciliados

Roberto es amigo de Andrea. También es de Chihuahua. Él vive con su esposa, en la capital del país. Si está aquí, no es por la militarización o por algún acto de violencia en su contra. Llegó a la ciudad, como muchos otros, en busca de una vida mejor. Regresa a Chihuahua porque allá está su familia: un pedazo de sí. Él, creció en una colonia popular, llamada Colinas del Sol, a unos pasos de una calle conocida como “El corredor de la muerte”.

Roberto bien podría ser un exiliado. Como aquellas personas que, a la lejanía, pueden ver sin miopía las deficiencias de su tierra. Roberto conoce a Chihuahua, porque en esa ciudad están sus raíces agarradas al suelo. En su colonia, años atrás, cuidó a un par de niños. Hoy, ellos tienen 15 años y son sicarios.

“Platico con ellos. Les pregunto por qué se dedican a esto y su respuesta es porque quieren una vida mejor. ¿Y cuál es esa vida mejor? Una Troca, dinero y un cuerno de chivo. Muchos de mi colonia son reclutados por los narcos porque los manipulan con facilidad. Ahí, entre los 15 y 25 años, están en activo. Son dos bandos: los que están con el PRI y el Cártel de Juárez y los que están con el PAN y el Cártel de Sinaloa”, cuenta. Habla de gobernadores, parece un especialista. Saca datos, nombres, narra historias cruentas. Por ejemplo, la de una señora que fue quemada junto a su hija, por unos sicarios. Y así como alguien oye ladrar a los perros en la noche, Roberto escucha las ráfagas mortales en su colonia.

–¿Tienes miedo?

–Cuando te informas y ves cómo está la realidad, el miedo ya no detiene. Sí tengo, si hay una balacera, por supuesto que hay temor. Pero también, a partir de que me informo, comprendo más lo que sucede. En Chihuahua parece que no pasa nada. Las ejecuciones son maquilladas por los medios de comunicación y el gobierno. Pero la gente de ahí, sabemos lo que pasa. Se callan porque tampoco quieren aparecer muertos. La mayoría no dejarán sus casas, sienten como si traicionaran a su tierra, su cuna.

–¿Qué es lo que más te preocupa, de lo que pasa en tu estado?

–Leí que hay más de 50 mil niños huérfanos por la guerra. ¿Cómo le explicas a un niño que su papá murió por ser malo? Mis sobrinos, que tienen cuatro años, los escuché hablar sobre cómo la vecina fue quemada viva y cómo asesinaron a su tío. 50 mil niños que crecerán lastimados. Yo creo que viene lo peor.

Con Andrea tiene buena relación. Sin proponérselo, han creado una red de apoyo. Ella no piensa volver, a no ser por una urgencia. Roberto sí, va y viene. Su mamá, es para él, una informante de guerra.  En cambio Andrea, no quiere saber tanto. Todavía supura la herida que le dejó aquel secuestro del año pasado. La misma herida que Rodrigo lleva a flor de piel. Hace unas semanas, su hermano fue interceptado por un convoy de sicarios y lo golpearon, dejándole varias fracturas. ¿Cómo cicatrizar el dolor? Él, sus hermanos y algunos parientes saben del miedo a tropel. Historias y anécdotas, tienen para arrojar al aire. Son los inciliados y durante algunos años así seguirán.

Andrea dice: “Yo sé que va a pasar la guerra. ¡Porque sí estamos en guerra! Después volveré a Chihuahua y les pondré a cantar a los niños, igual que me cantaban cuando yo era niña”. Roberto discrepa: “Viene lo peor. Cada día, otro acto violento. La sociedad tiene su participación, que es organizarnos y ayudarnos unos a otros”. Rodrigo quiere terminar la carrera y salir del país un rato: “Quiero volver a Monterrey, cuando no haya militares en el cine, cuando haya pasado todo lo peor”, y sus labios se alargan tristemente.

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