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Jorge Javier Romero Vadillo

22/03/2018 - 12:00 am

¿Cómo será el paisaje después de la batalla?

Un mejor resultado sería un triunfo apretado, sin mayorías en el congreso, que forzara a las negociaciones y los pactos.

Un mejor resultado sería un triunfo apretado, sin mayorías en el congreso, que forzara a las negociaciones y los pactos. Foto: Cuartoscuro.

Falta apenas una semana para que empiece formalmente la campaña electoral por la presidencia de la República. Las posiciones de salida no son ni mucho menos parejas: la etapa clasificatoria y la primera ronda del torneo han dejado ya claros los puntos fuertes y débiles de cada uno de los tres finalistas –todavía falta ver si logra clasificarse una última contendiente, salida del repechaje de independientes, pero que llegaría con el lastre de haber presentado una cantidad ingente de apoyos apócrifos para conseguir su registro–, y tal como están las cosas es altamente probable que gane la elección Andrés Manuel López Obrador.

Desde luego todavía pueden pasar muchas cosas, pero dado lo visto en la llamada precampaña, lo interesante de la contienda será observar los posibles errores del puntero y las habilidades de sus adversarios para aprovecharlos. Lo malo es que después de meses de intensa exposición ni José Antonio Meade ni Ricardo Anaya parecen tener el talento suficiente para convertirse en el fenómeno de opinión publica necesario para vencer a López Obrador, para aprovechar seriamente sus debilidades –que son enormes– y revertir la tendencia que ha marcado esta competencia desde el principio.

Es verdad que en términos estadísticos nada está definido, que los dos retadores tienen todavía posibilidades matemáticas de ponerse a la cabeza, dado el alto número de personas que no han definido su voto, o de los que podrían todavía cambiarlo de acuerdo con las vicisitudes de la campaña. Tal vez un gran revolcón a López Obrador en un debate pudiera hacer despuntar a Anaya, o una salida de tono de Andrés Manuel, de esas que se le conocen bien, le haga perder votantes del centro, de esos que tanto trabajo le ha costado conquistar. Tal vez un milagro pueda insuflar algo de carisma al triste Meade y le permita ser visto como lo que pretendieron los que diseñaron su candidatura: como un hombre preparado y honrado que no pertenece a la familia mafiosa del PRI, aunque sea esta la que lo apadrine. Golpes azarosos, alineamiento de astros, porque talento, lo que se dice talento no se ve en los muchachos ni en la muchacha, si es que finalmente se cuela a la final.

Hasta ahora, Meade no ha mostrado ninguna habilidad como candidato. No tiene la personalidad necesaria para debatir en el terreno electoral. No dudo que pueda ser buen polemista en ámbitos técnicos o académicos, pero en ese terreno no lo he visto actuar. Tal vez ha sido un buen jefe burocrático, aunque los resultados de sus gestiones son, por decir lo menos, mediocres cuando no dudosos. Pero como candidato capaz de hacer olvidar a los electores la marca que lo respalda carece completamente de habilidades. Y para acabarla de amolar, los líderes que operan las clientelas que articulan el voto duro del PRI lo ven con recelo, como alguien con quien no se van a entender. Todavía tienen memoria del desencuentro con Ernesto Zedillo y temen que se repita la historia. Para que Meade pudiera ganar a los votantes medios debería mostrarse precisamente como alguien que no va a pactar con las redes de complicidad y clientelismo, pero, paradójicamente, eso le costaría mucho entre el voto duro del PRI. Lastrado por la coalición que lo apoya, sin la personalidad necesaria para concitar algún entusiasmo, la campaña de Meade languidece y con mucha probabilidad llegará entre el tercero y cuarto lugar a la meta.

El impetuoso y ambicioso Anaya está enmarañado entre la imagen de turbiedad que la campaña negra en su contra logró crearle, el resentimiento en su partido, la competencia por su voto natural que le disputa Margarita Zavala y su incapacidad para transmitir un proyecto de país atractivo para un número grande de electores. Una mezcolanza de mensajes poco claros, una coalición que parece más una olla podrida de políticos desesperados por no pasar a la irrelevancia que un grupo coherente capaz de formar un gobierno eficaz y la ausencia total de un horizonte utópico que permita entusiasmar a un número suficiente de electores como para quitarle a Andrés Manuel la delantera, me hacen pensar que al pretendido joven maravilla le ganaron las ansias de novillero y se subió a la primera división antes de madurar como político.

Margarita solo podrá atraer a los votantes conservadores de clase media que ven con repugnancia a las bases populares de los votantes por AMLO o a las clientelas del PRI y el PRD y que siguen creyendo en la mano dura para acabar con la inseguridad. Le restará capacidad de despegue a Anaya –quien en vista de ello debería mover su mensaje hacia un público más liberal, más joven: más hacia la agenda de los derechos, de la igualdad de oportunidades, de la educación de calidad, de la justicia eficaz, de la desaparición de privilegios y dispuesta a terminar con la impunidad–, pero si resulta excepcionalmente exitosa cuando mucho podrá desplazar a Meade de la tercera posición.

Así, me parece que bien vale la pena comenzar a pensar en un país gobernado por Andrés Manuel López Obrador. No me parece un futuro promisorio: creo que será un presidente mediocre o malo. Tampoco en él veo talento alguno para detonar la reforma institucional que México requiere, pero es lo que hay: es el único candidato con un plan serio para ganar. Su coalición es igual de repelente o más que la de Anaya y solo es superada en personajes del turbio pasado priísta por la que trae atrás Meade. Sus planteamientos son contradictorios y confusos y él parece el mismo personaje de siempre, solo más taimado por más viejo.

Pagado de sí mismo, reacio a escuchar, con una formación precaria que concibe el México deseable como el que difundían los libros de texto gratuito de la década de 1960 (es probable que por ello conecte tan bien con un sector muy relevante de la sociedad mexicana), López Obrador es hoy el único candidato capaz de transmitir una sensación de cambio, una posibilidad de diferencia.

¿Cómo se delineará el paisaje después de su posible triunfo? Un escenario sombrío sería que los demás candidatos sufrieran una debacle y el nuevo presidente ganara con una mayoría holgada, que le permitiera gobernar a partir de sus ocurrencias, sin pactar con nadie, colocado por encima incluso de su propia coalición, cuyo único cemento es el arrastre del propio caudillo. Un resultado así podría impulsarlo a querer reescribir las reglas él solo.

Un mejor resultado sería un triunfo apretado, sin mayorías en el congreso, que forzara a las negociaciones y los pactos. Los cambios seguirían siendo incrementales, sin grandes sobresaltos, menos lucidores, menos arriesgados. En un escenario así podrían brillar las habilidades de algunos talentos que acompañan la candidatura de AMLO que en el paisaje previo quedarían bajo su sombra. Que las cosas no se descarrilaran dependería también de la capacidad de los derrotados de articular una oposición inteligente, en la que no cunda el pánico, que proponga y no caiga en la tentación de la cacerolada.

El paisaje de tormenta destructiva sería, sin duda, una nueva derrota apretada del caudillo. Ni modo: puede ser que no nos guste, pero el régimen del 96 no logró la suficiente legitimidad para estar a prueba de los clamores de fraude de un candidato con arrastre popular. En cualquier caso, el pacto de hace 22 años ha caducado y lo que viene implicará un nuevo arreglo, ojalá se trate de uno mucho más abierto, menos conservador de privilegios, capaz de crear oportunidades a la mitad de los mexicanos hoy excluidos de todo derecho y bienestar.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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