Mi juguete perfecto

22/12/2013 - 12:00 am

¡Ah, caray! Que me propongo recordar los mejores regalos que he recibido en Navidad y me meto en un embrollo casi de sonaja, Nacimiento y chupón. Para empezar, me tuve que remitir a La Cruz, mi pueblo natal, que se ubica justo a la mitad del trayecto Mazatlán- Culiacán. En ese tiempo, un pueblo polvoso y tranquilo que no llegaba a los tres mil habitantes

Corre video sesentero  con Joe Cocker cantando  Whit a little help from my friends

Cuando estaba en La Cruz y  funcionaba el Niño Dios me amanecieron una ametralladora estilo Al Capone, con punta de acrílico que entraba y salía en la que se encendía un foquito rojo que simulaba fuego; unos palillos chinos; el parchís; las damas chinas; un futbolito que no funcionaba con ejes que mantienen a monos fijos, sino con imanes que los movían; el fichapool;  un guante de beis para zurdos, que venía a sustituir el viejo e inadecuado para derechos que tenía, un libro encuadernado de Súperman, que fue el estrella en mi biblioteca infantil.

La ametralladora duró lo que las pilas everedy. En lo que el rataratarata dejó de funcionar y el foquito rojo de encender, quedó abandonada y los Intocables y Eliot Ness  perdieron a uno de los suyos. En los palillos chinos siempre fui derrotado por mi hermana Dora, cuando me visitaba en vacaciones en La Cruz.  Era un juego que exigía concentración y pulso sereno. Para mis depresiones precoces, el Doctor Miyasaky original me recetó un medicamento llamado “Tensofil”, que a lo mejor era de a mentiritas, porque mis miedos depresivos  nunca se fueron y siempre perdí con mi hermana porque yo no tenía paciencia ni pulso y ella sí. En el parchis no me iba tan mal, creo que hasta ganaba. Años más tarde apareció un grupo con ese nombre, triste destino para un lindo juego que pocos recuerdan. También fui una fiera con las damas chinas, pero como las canicas eran muy corrientes me las desbarataron todas con las de agüita, los balines y, peor, con los chincholones, cuando jugábamos a la rueda. Las pobres no estaban diseñadas para eso. Se desbarataban con el choque ante mis angustiados ojos, que ocupaban una dosis más de “Tensofil”.

 El futbolito lo jugué muy poco y prácticamente sólo con mis hermanos mayores que me goleaban con facilidad y, como los imanes iban por debajo de la pequeña mesa, me dejaban los nudillos adoloridos y de nuevo un “Tensofil” para olvidar las derrotas. Con el fichapool fui genial y como nadie sabe de qué se trataba ni explicaré por qué, y si alguien recuerda de qué se trataba, pues lo jugamos.

El guante de beisbol para zurdo era una chancleta negra de primera base, marca “Seyer”,  que venía con un bate, negro también, una cachucha de los Venados de Mazatlán y una caja que contenía envuelta en papel celofán una inmaculada pelota “América”. Yo quería ser pitcher zurdo, como Sandy Koufax,  pero la chancleta me mandaba a la primera base y yo no quería jugar la primera base. Mi primo Fredy, Carlos Aguilar Aragón (QEPD), con quien había jugado la mañana anterior con la autopista que le había amanecido, me pidió que no fuera así, que prestara la pelota, el bate y me fuera a la primera base. Esa tarde fría, con hongos en el campo, porque había llovido días antes,  jugaron mi bate y mi pelota y yo me quedé con mi egoísmo, coraje, la chancleta, la cachucha  y una pastilla de “Tensofil” viendo el juego desde la banca. No quise jugar porque quería ser pitcher, no quise que se ensuciara mi chancleta para zurdos en la primera base. Preferí quedarme leyendo mi libro hecho con varias aventuras de Súperman encuadernadas con un forro de percalina azul.

 Mi pelota quedó más sucia que un cochi en chiquero, mi bate negro como un vestido de bailaora de flamenco: lleno  de lunares blancos. El Fredy, en desagravio porque me la pasé muy triste leyendo –la gente que no acostumbra siempre ha asociado la lectura con la tristeza, el aburrimiento o la locura- me invitó de nuevo a su casa para jugar carreritas en su autopista. Yo ya estaba encarrerado con la lectura de Súperman, de modo que le dije que no, agarré mi bate y mi pelota desgraciados, mi chancleta sin usar y me fui a casa encachuchado  a terminar mi lectura y cenar unos frijoles caldudos con queso.

Al día siguiente, luego de que mi Fórmula 1 Rojo se impuso al Fórmula 1 Azul de él, salimos al patio interior de la preciosa casona que dejó el que fuera mi tío y su abuelo, el General José Aguilar Barraza,  hoy un pavoroso centro comercial en La Cruz, a estrenar mi chancleta negra. Duramos horas en esa tarea, dizque para que se ablandara mi guante, que escupía cada lanzamiento hasta que a las mil pudo atraparlos. Él era dos años mayor que yo y ese día me tuvo mucha paciencia,  Luego comimos codornices con arroz y frijoles caldudos y volvimos a jugar a las carreritas y, antes de irme, le ofrecí mi libro de Súperman. No le interesó, leer no era lo suyo:

-Mañana vas a pichar, primo, serás nuestro Sandy Koufax.

Cuando llegué a Mazatlán a estudiar la secundaria, ya no se pensaba en el Niño Dios, sino en Santa. Había árbol, no Nacimiento. Aunque entraba en la adolescencia y una niña  narizona me traía loco, me gustaba ir a los escaparates de los Almacenes Medrano y ver aquellos carritos con los que competía con el Fredy o los fabulosos trenes, con los que siempre he soñado. Mis nuevos regalos eran calcetines, calzones, libros, corbatas que nunca usé, tenis que desgasté en canchas de basket, balones que siguen rebotando y encestando en mi memoria y bueno, sin juguetes al alcance, la memoria languidece.

Brinqué a un estado de la adolescencia algo extraño, de hecho sigo sin entenderlo y no me alcanzo a arrepentir. Quizá me explique si digo que vi la realidad trastocada, como si no fuera mía, por lo que la transformaba en mi imaginación de manera constante, obsesiva. Quizás sea más claro si digo que alguna vez tuve un fabuloso regalo de Navidad, mi juguete perfecto, el que, de no mediar los avances tecnológicos,  estaría aquí, frente a mí, con la melodía que usaba al colocar tipo tras tipo sobre la hoja en blanco en el rodillo, contándoles de aquella ametralladora, los palillos chinos, el parchis, las damas chinas, el futbolito, el fichapool, el guante de beisbol, el libro de Súperman, la narizona ideal: esa fue  una máquina de escribir portátil blanca, marca Brother,  que me amaneció a principios de los setentas en el imaginario arbolito de Navidad de mi tía Ana, con quinientas hojas papel bond para que me equivocara a mis anchas. Ya no ocuparía más el “Tensofil”.

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