Antipedagogía del castigo

Eduardo Suárez Díaz Barriga

05/10/2014 - 12:01 am

“No hay burro que no aprenda con un buen chicote,” escuché.

Estaba en la sala de espera del dentista. Dos adultos conversaban. Sus hijos eran amigos y alumnos del mismo salón, de primero, en la escuela secundaria. La mama de uno de ellos se quejaba frente al padre del otro: “Todos los días lo molesta. Le pega, le quita sus cosas… Caramba.”

Un tercer compañero, al que se hacía referencia en el diálogo anterior,  tenía a los hijos de ambos atemorizados con su acoso  y maltrato. Un triste caso más de bullying.

El señor y la señora ya habían hablado con la directora y estaban muy molestos con su respuesta: el chavo maltratador debía asistir a la consejería escolar, a platicar con la sicóloga en sesiones programadas y obligatorias. Fue entonces cuando el padre dijo el comentario que abre este escrito. Con un buen castigo se solucionaba todo; no solo sería más efectivo sino mucho más justo, dijo. Me pregunto si se refería a un chicote real o uno sicológico, y si realmente pensaba que el chavo agresivo era una bestia y no una persona violentada.

De inmediato mi memoria me hizo pasar un mal rato. Recordé estar parado en un patio escolar bajo un sol de plomo líquido, con una mochila repleta en cada mano, con los brazos abiertos en ángulo recto con el cuerpo. Estuve bajo la amenaza de que si los bajaba, el tiempo del suplicio aumentaría. El dolor en los hombros, calientes y pesados, persistió hasta el día siguiente. Además, volví a sentir algunos impactos de gis en la cabeza, un par de reglazos de madera sobre mis nudillos, ciertos insultos y burlas de mis profesores y profesoras... He olvidado las ofensas que me hicieron acreedor a estos didácticos correctivos.

Según el señor indignado con el trato violento que se le daba injustamente a su hijo, lo que hacía falta en la educación del victimario era la pedagogía del dolor. Para acabar con la violencia injusta, pues la violencia justa. El razonamiento le parecía impecable. La madre daba la impresión de hablar ese mismo idioma. Asentía con total convicción.

Cuando ocurre un conflicto, situación inevitable en la vida de todas las personas, se puede optar por la resolución cooperativa de los problemas para el beneficio mutuo o por la coerción mediante el uso de la fuerza. Por ejemplo, en un desafortunado accidente de tránsito es posible bajarse de los autos a acordar una reparación satisfactoria o a romperse la cara a trompadas para ajustar cuentas. Las escuelas están frente a la misma disyuntiva, que se manifiesta en la dicotomía formada por la disciplina frente al castigo. Es común que los términos sean entendidos como sinónimos, lo que demuestra nuestra proclividad a la violencia institucional. Para decir que alguien necesita disciplina se recomienda que lo castiguen. Es demencial.

Cuando hay conflictos en la escuela, por ejemplo entre compañeros del mismo salón, es posible solucionar los problemas de forma colaborativa o mediante la agresión. Cuando ha ocurrido este último caso, como el del bullying descrito al comienzo, la escuela tiene las mismas opciones. Parece mentira, pero autoridades y cabezas de familia se equivocan tan a menudo como los bullys. Optan por aplicar la didáctica de la violencia.

El castigo —según Richard Bodine y Donna Crawford, del National Institute for Dispute Resolution, organismo encargado de la propuesta de políticas educativas para erradicar la violencia y promover la transformación pacífica de conflictos— tiene como objetivo la obediencia ciega a expectativas impuestas desde el exterior, mientras que la disciplina se enfoca en el aprendizaje  e interiorización de comportamientos responsables que satisfagan necesidades importantes.

Para erradicar la violencia, dentro y fuera de la escuela, el castigo no solo no funciona sino que es contraproducente. Siempre genera más violencia. La razón es sencilla de entender.

Cuando se castiga, los adultos obligan a niños y jóvenes a comportarse de una forma que no desean. Para lograrlo recurren a la fuerza —física, sicológica, económica…— y al dolor. La niña o joven así sometida observa que un adulto le reclama respeto mientras él es violento. El modelo observable para la chava —un adulto que golpea, grita, da pellizcos o insulta— es incompatible con el mensaje. Nadie puede aprender a respetar a chicotazos.

El castigo no es una estrategia de aprendizaje. Es una forma de venganza. Su foco temporal se sitúa en el pasado, en lo que ocurrió. Por otro lado, la disciplina se basa en la comprensión de las consecuencias lógicas de los comportamientos y en la aceptación voluntaria, por conveniencia propia, de reglas para la relación armónica con otros y otras. Su foco temporal es el presente, en lo que está ocurriendo, y en el futuro, en lo que se desea siga pasando.

Hay más diferencias. El castigo siempre se recibe como arbitrario e incomprensible (solo se castiga a quien no entiende), mientras que la disciplina es razonable y consistente. El primero ayuda al trasgresor a evitar la responsabilidad al concentrarse en provocarle dolor, mientras que la segunda entiende como indispensable enfrentar al trasgresor con las consecuencias de su actuación. El castigo promueve una identidad derrotista, la disciplina promueve el desarrollo y el aprendizaje.

Las niñas y los niños no son burros, dejemos de darles chicotazos. Enseñémosles mejor que todos merecemos respeto. Todos, incluidos los animales, por supuesto.

Eduardo Suárez Díaz Barriga

Eduardo Suárez Díaz Barriga es biólogo y profesor universitario. Tiene maestrías en administración de instituciones educativas y en tecnología educativa. Además de la docencia y la investigación, se ha desempeñado en puestos administrativos en instituciones educativas públicas. Le gusta la comida, el mezcal, la música y el cine. Se la pasa muy bien con su familia.

Lo dice el reportero