Hoy, la idea de destino parece haberse eclipsado y en su lugar emerge la creencia de que cada quien puede forjarse la vida que desee, siempre y cuando se esmere lo suficiente. Son muy pocos aquellos que creen en la fatalidad o en la predestinación. O al menos creo que nadie toma ya en serio a las moiras griegas: Cloto (la hilandera), Láquesis (la que asigna la suerte) y Átropo (la que corta el hilo). Hoy, en general, se cree ferozmente en la fuerza de la voluntad.
Mi propósito no es resucitar la vieja creencia en el destino, pero sí mostrar hasta qué punto la condición humana es y sigue siendo trágica, aunque los factores determinantes de nuestra época no tengan nada que ver con moiras ni con las estrellas, ni con los asientos del café.
Demos un rodeo a través de una novela fascinante que, de hecho, constituye el origen de mi preocupación por el tema. Me refiero a la novela de Joseph Roth, El Leviatán, que narra la historia de un comerciante de corales, Nissen Piczenik, quien vive en una pequeña ciudad rusa llamada Progrody. La trama transcurre a principios del siglo XX cuando se atribuían a los corales virtudes milagrosas. Piczenic es un artesano escrupuloso que selecciona los corales por su color, los talla y los engarza en dijes que vende no solo como piezas ornamentales sino como talismanes. Es próspero, pues sus artículos tienen una gran demanda. Sin embargo, con el paso del tiempo, Piczenic ve con horror la llegada de los corales falsos, resinas de poliéster, que no solo resultan más económicas, sino que poseen colores muy encendidos y, obviamente, su tienda va a la quiebra. Roth muestra no solo las cuitas financieras del personaje, sino la crisis existencial a la que se enfrenta: persistir en la autenticidad y morir o transigir con su tiempo. Termina mezclando corales falsos con verdaderos para poder abaratar los precios y salvar su tienda.
Joseph Roth, como ningún otro autor, plantea con viveza extraordinaria el dilema de la autenticidad. Cualquiera que se haya enfrentado a la disyuntiva entre ser uno mismo o doblegarse, y ser lo que la realidad impone se encontrará retratado en esta obra. El conflicto mencionado no es raro; todo lo contrario: recorre de hecho todos los niveles y afecta a muchísimas personas: se presenta lo mismo en el científico que quiere desentrañar algún aspecto misterioso de la naturaleza y en el mercado laboral solo hay vacantes para investigar cremas cosméticas que suavicen la piel, como en el joven con inclinaciones por alguna carrera humanística que sufre a causa de la frase que le dicen todos: "te vas a morir de hambre"; también les pasa a los artistas que quieren plasmar en sus obras su yo lírico y se ven orillados a pactar con el comercio del arte si quieren vivir, e inclusive les pasa a políticos honestos (no es un oxímoron) que renuncian a sus ideales o propuestas, y que saben necesarias para solucionar de veras los problemas; pero que las omiten por mantenerse en sus cargos o por granjearse la simpatía del electorado. La vida real tiene sus reglas y es a esta fatalidad a la que me refiero: a este sino inexorable que se expresa con la muy mexicana y cínica frase: "transar o morir".
Pondré un par de ejemplos que me constan: uno ocurrió en México en 2002 en las televisoras: no sé si contra la voluntad de los empresarios, pero sí contra el buen gusto y sobre todo contra el buen juicio, así me lo pareció a mí y a todos aquellos con quienes tuve la oportunidad de platicarlo. Me refiero al programa Big Brother que se transmitía durante las 24 horas todos los días y que permitía ver a un grupo de personas confinadas en una casa, personas comunes y corrientes instaladas en la más pura cotidianidad. El rating se disparó y las demás televisoras comerciales, para no perder a su audiencia, tuvieron que inventarse un programa equivalente; un programa que alimentara el morbo voayerista del auditorio. Ese fenómeno comenzó de hecho en 1999 en los Países Bajos, y muy pronto tuvo sus réplicas en todo el mundo: 70 países compraron la franquicia.
Me pregunto: ¿las televisoras querían transmitir ese tipo de programa?, ¿cuadraba de alguna manera con lo que había sido su política de programación o vieron una oportunidad magnífica de aumentar su audiencia? Todavía no me explico cómo es que miles, millones de personas se pasaban la noche desvelándose para ver dormir a alguno de los participantes, y creo que jamás entenderé a esos miles que durante horas se la pasaron viendo en la pantalla del televisor a uno de los participantes que, a su vez estaba viendo la televisión. Era como si el espectador estuviera contemplándose a sí mismo en la pantalla en un juego hipnótico. En la calle no se hablaba de otra cosa y en la pantalla no ocurría nada, nada digno de ser comentado, por supuesto.
Uno de los nefastos efectos de aquellas transmisiones, entre muchísimos otros, fue la pauperización del lenguaje de los jóvenes: nunca como desde entonces la palabra "güey" se volvió el estribillo con el que se acompañaba a cualquier enunciado o, peor aún, se utilizaba indistintamente en lugar de cualquier enunciado. No sé si quienes adquirieron la franquicia para poder ofrecer al público su versión del Bigh Brother experimentaron la crisis existencial del personaje de Joseph Roth… la vergüenza de tener que mezclar corales falsos con verdaderos. Me gusta imaginar que sí. De cualquier manera estoy seguro de que tuvieron que hacerlo. Se había descubierto una manera de atrapar al auditorio y las televisoras que no entraron en el juego se quedaron sin audiencia. Era eso o morir. Esta es la fatalidad de la que hablo, una fatalidad que, en este caso, nace de las leyes de la economía y que al parecer es forzoso acatar: acatarla o morir.
El segundo ejemplo es más reciente y ocurre en las casas editoriales. Es un fenómeno que en sentido estricto se traduce en una censura para los libros y en una limitación de la libertad de expresión. Me refiero a la adopción de las reglas de lo políticamente correcto como un criterio editorial por encima de todos los demás criterios por los que un editor decide si una obra es o no publicada. La opinión de los lectores sensibles (Sensitive Readers en inglés) es el primer escollo que ha de librar una obra que quiera ver la luz. Sé que es un asunto discutible, pues la validez de "lo políticamente correcto" atañe a muchos aspectos de la sensibilidad y de la educación, y que estamos en una época particularmente susceptible. Si lo planteo no es para discutir esa validez, sino para mostrar otro ejemplo de cómo se trata de una decisión que se toma o se muere. Entiendo las razones comerciales que obligan a las editoriales a someterse a estas reglas, pero no puedo dejar de pensar que si así hubiesen sido los criterios en el pasado, hoy no conoceríamos las obras de Baudelaire, ni de Lautréamont ni del incuestionable Mark Twain ni de miles de autores verdaderamente maravillosos, cuya suerte también hoy se discute, aunque no en términos de si serán o no republicados, sino de si serán o no retirados de las bibliotecas.
Sé que siempre han existido límites para la libertad de expresión, no olvido la existencia de la Santa Inquisición, ni la censura política en los regímenes totalitarios de derecha y de izquierda a lo largo de la historia. Menciono este par de ejemplos para corroborar con hechos actuales mi punto: el destino existe y tiene este rostro. La libertad tropieza con imponderables que nos llevan a la trágica disyuntiva del personaje de Joseph Roth.
Al parecer, hay fuerzas por encima de la voluntad individual, fuerzas que pueden proceder de la economía, de la moral, de la religión, de la política y hasta del azar, y que funcionan exactamente igual que el destino. Ay de aquel cuya individualidad no coincida con las individualidades que autoriza su época, tendrá que elegir entre ser él mismo y morir, o ser lo que la circunstancia le marca como su única opción para vivir.





