Todo el mundo distingue entre un mapa y la realidad: entiende que el mapa representa la realidad de forma simplificada y manipulable; pero no cree estar viviendo en el mapa. El mapa es solo la representación del mundo. Con el lenguaje ocurre un fenómeno parecido, todos entendemos que las palabras representan las cosa y que el lenguaje es ese enjambre de relaciones que aspira a representar la complejidad del mundo; sin embargo, el leguaje tiene algo que nos hace vivir en él y, sin percatarnos, es donde en la práctica vivimos: no estamos en contacto con las cosas mismas, sino con las cosas que nombramos o, lo que es lo mismo, la experiencia que debería ser un contacto directo con lo singular y único que posee cada objeto, es una experiencia mediada por el lenguaje: nuestra experiencia es verbalizada y esto nos hace olvidar al objeto concreto: estamos, de hecho relacionados con una imagen verbalizada que aparece dentro de nuestra conciencia. Intentaré explicarme.
Las palabras que empleamos son universales. Por ejemplo, yo tengo un "perro" y todos los días lo saco a pasear y juego con él; es mi perro, un cuadrúpedo simpático al que me liga un fuerte sentimiento de amor. Mi perro no podría ser sustituido por ningún otro perro, ni siquiera por uno de la misma especie o que fuera mejor en algún sentido. Mi perro es un perro concreto al que podría identificar entre cientos de perros semejantes. Sin embargo, cuando me refiero a él diciendo "perro", lo hago con un término universal que sirve para referirme no solo a mi perro sino a todos los cuadrúpedos que ladran (por simplificar la definición). ¿Qué consecuencias tiene esto si consideramos que todo a cuanto nos referimos lo hacemos usando palabras que son universales? Quiero mencionar de una manera más precisa a mi perro y agrego: es "blanco", pero nuevamente "blanco" es una palabra que sirve para identificar todo lo blanco… y persisto en el esfuerzo por especificarlo y añado que es "juguetón" y, una vez más, "juguetón" es otro atributo no único de mi perro sino de todos aquellos seres que juegan. Podría extender la lista de atributos cuanto quisiera, pero siempre cada nuevo atributo solo sumaría un universal más.
Y lo mismo me ocurre con otros seres que son únicos para mí: mi esposa, mi hijo, mi mejor amigo, mi casa. A todos ellos me refiero con palabras universales y, por más que busco determinarlos con atributos para acercarme a lo particular que tienen, se me escapan entre abstracciones, pues aunque son seres únicos, mi lenguaje está compuesto necesariamente por palabras universales, y ni siquiera sus nombres propios tienen nada de "propios". Y no me refiero a las posibles homonimias que son tan frecuentes, sino al hecho de que el nombre con el que los señalo sirve lo mismo para referirme a ellos cuando estaban recién nacidos o ahora que ha pasado el tiempo y han cambiado. No hay un término exclusivo para nombrar lo que son en cada instante, en cada momento: hasta los nombres propios son generalidades.
Y si esto pasa con aquello a lo que me vincula el afecto, ¿qué ocurre con lo demás que está afectivamente más distante?, ¿con lo que mi relación es menos entrañable?, ¿los autos que pasan, los árboles de un bosque, las calles a las que ni siquiera voy…?, Y, además, ¿qué pasa con las palabras cuya extensión es mayor?, pues no es lo mismo "perro" que "animal": este último término se refiere no solo a perros, sino a gatos, elefantes, camellos… Y hay conceptos más extensos aún, como "seres vivos" que incluye no solo animales sino también vegetales... Todo el tiempo hablo con palabras universales y miro a través de ellas los objetos concretos. Si miro a una mujer o a un varón, lo hago a través del filtro de la idea que tengo de las mujeres y de los varones, de construcciones sociales que me disponen a mirar con innumerables prejuicios culturales e históricos; nuestra mirada no es objetiva… el mundo no se ha visto igual en todas las épocas.
Las palabras son los anteojos que se interponen entre la realidad y yo. Por ello digo que nos relacionamos más con las palabras que nombran a los objetos que con los objetos mismos y, también, que de hecho vivimos en las palabras. El mundo donde nos movemos e interactuamos no es el mundo mismo, es una representación del mundo que está construida con el lenguaje entre otras muchas interferencias sociales e históricas.
El lenguaje es un sistema de símbolos con sus reglas, y el mundo es también un sistema, un orden con relaciones que llamamos leyes de la naturaleza. Si no puedo salirme del lenguaje, pues toda experiencia está verbalizada, o como dice Derrida: "nada hay fuera del texto", la pregunta es entonces: ¿se corresponderán el lenguaje y el mundo? La respuesta es no, si por lenguaje nos referimos a la lengua española o a cualquier otra lengua que se hable en el planeta, pues todas las lenguas son, además de lo dicho, metafóricas, o sea, aluden al mundo de una manera vaga. Lo mostraré usando una vez más a mi perro: he dicho que es "un cuadrúpedo simpático y juguetón con el que me liga un fuerte sentimiento". Para empezar la "simpatía" es, según la RAE, un sentimiento entre personas, y mi perro por mucho que lo quiera no es persona. Sin embargo, ustedes me han entendido y me entenderían también si dijera: "mis tardes de tristeza las llena mi perro". Esta metáfora es perfectamente comprensible, pero las palabras con las que la digo no significan estrictamente eso que se entiende, pues "las tardes" es una frase referida al tiempo y no al espacio y es el espacio el que se llena… La lengua es metafórica, o sea, alusiva, vaga y gracias a esas vaguedades la verdadera comunicación es posible. Solo recuérdense las incontables veces en las que hablando metafóricamente hemos podido comunicar hasta lo que no se puede decir: ¿cuánto es "infinito"? Por definición no es una cantidad definida: infinito no es un millón, ni un millón de millones, ni un millón de millones de millones de millones... Y, sin embargo, cuando decimos a alguien que lo queremos infinitamente, ese alguien sonríe complacido porque nos ha entendido. Nos comunicamos muy eficazmente con metáforas, pero las metáforas no son la realidad misma; en el mejor de los casos la sugieren, la comunican, pero no son la realidad.
¿Qué consecuencias tiene que vivamos no en el mundo mismo sino en el lenguaje? En primer lugar, que si las palabras filtran lo que vemos, entonces nuestra visión es de época, contiene una carga cultural e histórica que está presente en las palabras. No es lo mismo lo que vemos en estos tiempos en que los perros se han convertido en las mascotas favoritas, que lo que veríamos si nuestro contexto normal incluyera a los perros en los platillos de los restaurantes. El lenguaje modifica nuestra percepción y, sin embargo, no podemos dejar de admitir que vivimos en el mundo y no en la palabra "mundo". Es imperioso no confundir el mapa con el territorio. Tener clara esta distinción facilita la convivencia.
¿Habrá algún lenguaje que pretenda ser la realidad misma? Sí. Las matemáticas tienen en algunos casos esta pretensión. (Si hay suficiente interés en que aborde este otro lenguaje, háganmelo saber, y sobre eso será mi próxima reflexión.)





