Lo condujo a una habitación en la que había una hamaca, varios libreros repletos, desbordados, periódicos y revistas desperdigados. Una computadora, a su lado, una lámpara y un cenicero, una taza repleta de plumas, lápices, marcadores de lectura, un ventilador de pedestal, un estéreo portátil, una montaña de cd’s, un sofá bajito, de cuero negro, una mesa con los restos de un baguette y un vaso sucio por un lado de la computadora. Fotos en las paredes, todas de mujeres. En blanco y negro, a colores. Algunas muy antiguas, otras que parecían haber sido tomadas ayer. Se puso a observarlas. Ella se quitó las sandalias con dos patadas. Se veía radiante, quizá feliz.
– ¿Quieres algo de tomar? Aquí solo hay Peñafiel de toronja y agua. Escoge.
– Toronja.
La sigue en su camino a la cocina. Años viendo esa figura alejándose. Tiene buen trasero la pelirroja. Pantalón pescador de manta, ajustado, blusa de tirantitos, morada, el pelo a media espalda. Recapacita en el buen trasero. Curioso, camina de puntitas. Eso es coqueteo puro, sus nalgas se pronuncian.
Blanco y negro, pose de foto de pasaporte en tamaño carta. Una mujer de cabello rizado, corto, peinado de medio lado, raya a la derecha, como los zurdos, ceja arqueada, la izquierda, bien delineadas, mirada penetrante, nariz recta, boca grande, carnosa, mentón firme. Tipo de actriz europea
– Es linda ¿verdad? –le ofrece el vaso, los hielos tintinean. Brindan risueños.
– Si, pero ¿quién es?
Pone cara de ¡no es posible! Él regresa la mirada a la foto en busca de un dato, ella aprovecha para sacar con los dientes un cigarrillo de la cajetilla y lo enciende, se pasa la mano con el cigarrillo por la melena roja y dice:
– Por qué no he de poder / desnudarme los pies en una casa / en que todos los días / un año desviste su estatura melancólica. Es Eunice Odio, poeta costarricense ¿nunca la has leído?
– No, primera vez que la oigo, es guapa, parece actriz europea.
– Se te perdona. No es así que tu digas la súper conocida, pero más o menos me gusta. Está seguro que sí sabes quién es -señaló en la pared.
Una foto muy antigua, escote que deja hombros al descubierto, en su mano una pluma de avestruz, puede ser, sobre un inmenso libro, ojos de mirada tenue, transparencia de inevitable timidez. No le dijo nada por más que hizo trabajar su cerebro. Su archivo memorioso le fallaba por segunda ocasión.
La mirada de ella no tenía nada de tenue, estaba molesta.
– ¿No sabes quién es? ¿En serio? ¿Frankenstein no te dice nada?
– ¡Mary Shelley! ¿Es ella?
– ¿Nunca sentiste curiosidad por conocerla? Qué bárbaro, no lo puedo creer. Escritor y no reconocer a Mary Shelley, el colmo.
– Pues nunca me había interesado ver una foto de ella…
Bastante en contra de su voluntad pasaron a otra foto. Al parecer la pelirroja que tanto le había interesado por esa extraña combinación de belleza, inteligencia, sensualidad y sensibilidad iba a llevar hasta el final ese examen gráfico de literatura universal femenina. En lo que observaba, ella puso un tango, él lo identificó de inmediato.
– Malena, canta Adriana Valera.
– Punto bueno. Creo que reconocerás quién es la de la foto siguiente, si te gusta el tango…
Hacía dos años que se conocían. Una relación de intercambio de saludos, de holas, de adiós. Esa noche el bar había derribado las barreras de transeunteismo y los había colocado juntos en su barra, con música de fondo de Joaquín Sabina, un cantinero indiferente a todo y cuatro personajes de marco que jugaban una mano de dominó. No ocuparon presentaciones y la charla se encausó de manera natural, como si la hubieran iniciado hacía dos años. Ella 25 e interés en su signo zodiacal; él 32 y curiosidad por lo que había bajo esa blusa morada.
El rostro está en tres cuartos de perfil. Blanco y negro. Sus cabellos parecen claros y su actitud juguetona. La sonrisa es amplia, jovial. Nada en ella delata que es escritora, como seguramente lo es. Solo ve una mujer guapa.
– No se quién es –dijo apenado.
La desilusión ya asomaba en los ojos de la pelirroja sensual, que fue a apagar el cigarrillo en el cenicero al lado de la computadora. Luego, buscó un cidi en el cerro, quitó el de Adriana Valera y lo puso: era Tania Libertad cantando Alfonsina y el mar.
– ¿Es Alfonsina?
– Ajá, Alfonsina Storni-dijo ella, desganada.
Ya no era la misma que había estado en el bar preguntándole su signo zodiacal, encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior y bebiendo una limonada. Su sencillez para decir graciosos absurdos estilo “hay algo extraño en tu mirar, lo adivino en tus ojos” se había evaporado. En la intimidad de su estudio, ahí donde escribía esas cosas que él había leído con ganas de corregirla y decirle que no tenía porque ser tan inclemente con sus personajes masculinos, que no todos los hombres estaban cortados con la tijera del machismo, se abrió una insuperable distancia entre los dos, mucha mayor distancia que la que se daba en la calle, cuando sólo eran un par de transeúntes que se intercambiaban holas y adiós, mucha mayor que la que había en el bar donde ella tomó una limonada y fumó seis cigarrillos y él dos cervezas y la cuenta.
– ¿Cuánto es de mi limonada?
– Yo pago.
– No, mi mamá me dijo que lo que no se paga con tu bolsita se paga con tu colita.
Otro gracioso absurdo.
Busca una foto en colores, aunque ella parece ya no querer continuar con el jueguito, se nota que no encuentra la manera de correrlo, de sacarlo de su espacio íntimo. Le incomoda. Enciende otro cigarrillo, interrumpe a Tania Libertad, que ya cumplió con su misión, y en su lugar se escucha a Susana Rinaldi con un tango que a él le fascina:
– A pesar de todo, me trae cada día la loca esperanza, la absurda alegría. A pesar de todo, de todas las cosas, me brota la vida, me crecen las rosas –cantó haciendo segunda a la Rinaldi, ella se unió.
– A pesar de todo me llueven luceros, invento un idioma diciendo… ¡te quiero! Un sueño me acuna y yo me acomodo mi almohada de luna, a pesar de todo. Qué bien que lo sabes, es de mis favoritos. Como verás, mis gustos musicales son de viejita, ríe y permite que entre un poco de esperanza, mínima, pero esperanza al fin.
En la foto en colores una mujer, aunque algo mayor, parecida a ella. La melena igual de desordenada, la frente amplia, abombada, los ojos enmarcados por ojeras, la nariz como rasgo de carácter, los labios delgados en una permanente semisonrisa, la cara afilada, los pómulos salientes. Está sentada en una cama, luce un vestido tinto, como camisero, manga tres cuartos, estratégicamente mal colocado, como si se lo hubiera puesto sentada en la cama. El muslo derecho está al descubierto, usa medias oscuras. Tiene el pulgar de la mano izquierda entre los dientes.
– No se quién es, pero se parece a ti –le dijo.
– El varón domado, amigo escritor.
– ¿Esther Vilar? No me la imaginaba tan guapa, se te parece mucho.
– Ni creas que me haces un favor diciéndome eso. En primero, nació en 1935, no creo estar tan acabada; en segundo, detesto su libro, la tengo ahí para que no se me olviden sus tonterías. ¿Te acabaste tu Peñafiel?
Eso último le sonó a “hora de largarte, amigo escritor”, pero no se dio por aludido. Deseaba con la misma intensidad una cerveza y que ella recuperara su relajado trato en el bar que le había permitido buscar sus labios sin recato y encontrar ese beso que era toda una promesa. Una caricia tejida en dos años de holas y adiós que había resultado más grato que toda expectativa. Y al mismo tiempo más ingrato.
– Tu beso me supo a macho –le dijo con tono de no estar soltando otro gracioso absurdo.
El comentario lo atacó por sorpresa, no supo qué decir; su ingenio verbal sufrió un revés que trató de enmendar con torpeza.
– El tuyo a gloria.
Ella estalló en carcajadas que llamaron la atención de los parroquianos ocupados en el dominó, del cantinero aburrido y de los meseros ¿Qué cosa tan graciosa había escuchado que la había hecho reír de esa manera, tan libre, tan amplia, tan total?
– Me sorprendes, querido, no sabía que podías ser tan cursi.
Entonces, de manera sorpresiva le pidió que la acompañara a su casa, que quería saber qué tan macho era y él sintió el vértigo del que baja de una montaña rusa. Quiso pagar, ella no aceptó que cubriera su parte, solo la suya. La noche estaba fresca y su cuello olía de manera natural. Ninguna fragancia más que la de ella. Ningún emplaste en su cara. Natural.
– No me gusta que me abracen en la calle.
Una última oportunidad. Blanco y negro. Una mujer de cabellos cortos, suéter amplio, rostro afilado, un cigarrillo en la mano izquierda, la pluma ante la hoja en la derecha, una pequeña cafetera y una taza, su mirada parece buscar la idea en el aire. Aguza su mirada en ella con desesperación, buscando en algún detalle la revelación de ese nombre que lo puede salvar de esa calle miserable y solitaria, oscura y cruel que lo espera afuera. Ella llega y se para a su lado. En un reloj de pared de algún lado de la casa, dan las diez de la noche. Las campanadas caen en sus oídos como si fuera la cuenta del nocaut. Ella le quita el vaso de la mano, se da la media vuelta y le dice:
– La mujer rota, güey.
– ¡Ah, Simone de Beauvoir! ¡Si, claro, la mujer de Jean Paul Sartre!
Eso fue lo último que diría en su vida en esa casa.




