El término gentrificación, por curioso que parezca, es un tipo de colonialismo en el lenguaje. Me explico: Para protestar contra los extranjeros que desplazan vecinos nacionales en las colonias Condesa y Roma de la Ciudad de México, los manifestantes usaron un término inventado en Londres de mediados de los años sesenta. Lo hicieron también los medios de comunicación y hasta los que apoyan la gentrificación. Resalto esta paradoja. La palabra viene de gentry que es burgués adinerado. Pero se usa en las ciudades anglosajonas como la llegada de los blancos profesionistas de clase media a un barrio del que se ha desplazado a los obreros, los afrodescendientes, a los inmigrantes. Un estudioso del tema, el geógrafo Neil Smith lo equipara al término de “frontera” de los gringos, ese lugar que dicen que está deshabitado o mal aprovechado para justificar el despojo de los que ahí crecieron. El propio Neil Smith dice que el término fue acuñado por Ruth Glass en 1964 en Londres cuando comenzó la especulación inmobiliaria de las zonas donde se habían sacado a los obreros desatendiendo sus servicios públicos, desinvirtiendo en remodelaciones y nuevas viviendas, dejando la violencia y la delincuencia a sus anchas, e incluso provocando los mismos desarrolladores inmobiliarios noticias de crímenes para desalentar que las familias pobres se quedaran. Sin embargo, Neil Smith lo lleva hasta el momento en que el Barón Haussman reconstruye el París aristocrático por encargo de Napoleón III y cita un poema de Baudelaire, "Los ojos de los pobres", publicado en 1869, donde una nueva visitante a un café moderno se queja de la presencia de los pobres y exige: “¡Esa gente se me hace insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas de cocheras! ¿Por qué no le dices al dueño del café que los eche de aquí?”.
Pero gentrificación no es igual a renovación. Estrictamente, es un cambio de clase social deliberado en un espacio para que concentre sólo a los de esa clase. Es una segregación por color de piel y nivel de ingreso. Smith agrega el contexto cuando escribe: “A medida que buena parte de las economías urbanas del mundo capitalista desarrollado experimentaban una dramática pérdida de puestos de trabajo en el sector industrial, al tiempo que un incremento paralelo de la provisión de servicios, del empleo profesional y de una mayor cantidad de empleo en el ámbito de las finanzas, los seguros y los servicios inmobiliarios, toda su geografía urbana sufría una análoga reestructuración. La renovación de los consorcios y de los complejos residenciales en Estados Unidos, la modificación de las formas de tenencia en Londres y las inversiones del capital internacional en alojamientos de lujo en el centro de las ciudades, a menudo pasaron a ser el componente residencial de un conjunto de cambios más amplios, entre la rehabilitación de viviendas del siglo XIX, la construcción de nuevas torres de apartamentos, la apertura de centros comerciales para atraer a turistas locales y no tan locales, la proliferación de bares (y boutiques de todo tipo) y la construcción de modernos y postmodernos edificios de oficinas que emplean a miles de profesionales, todos ellos en busca de un lugar para vivir”.
El asunto de reasignar a ciertas clases sociales a ciertos barrios o periferias significa determinar el futuro de una ciudad. Es decir, es un asunto político. ¿Quién lo toma? ¿Las inmobiliarias, el Airbnb, es decir, la especulación de las plataformas digitales con los alojamientos? ¿O el Estado? De eso trata esta columna. De quién decide nuestro futuro como ciudad. Quién decide qué es pertenecer a un espacio urbano dado. Pero no es sólo un asunto de quién llega y quién se queda. No es una lucha entre desplazados y recién llegados, tiene que ver con la inversión financiera e inmobiliaria en una ciudad.
Pero empecemos viendo lo que pasó en ciertas colonias de la Ciudad de México de las que se hace el chiste de que se necesita visa para entrar a ellas. No son los obreros o los afrodescendientes protestando porque llega la clase media blanca profesionista. Es la clase media blanca profesionista que reclama el que lleguen los extranjeros con sus dólares y euros y desequilibren los precios del alquiler, la comida, y el ocio. Es por eso que no es preciso el que hablaran de “gentrificación”. Debieron decir “desplazamiento”, “desalojo”. “expulsión”. Usaron el término anglosajón y, al mismo tiempo, tuvieron destellos de xenofobia al tratar de pensar un asunto político desde la despolitización: es culpa de los gringos, se dijeron, y aquí se habla español. Un fenómeno que tiene que ver con un Estado que no ha logrado controlar a las plataformas de alojamiento y a los dueños avariciosos de los inmuebles, de pronto, se convirtió en es culpa de “los gringos” invasores. La xenofobia como simplificación de todo un entramado del capitalismo especulativo sobre las ciudades en la nacionalidad del vecino chancludo que pasea al perro sin correa. Vaya caricatura. Pero así ocurrió en la marcha del pasado 4 de julio, fecha que se escogió para dejar un mensaje anti-estadunidense. Los comales no estaban para sopes. La persecución de mexicanos de Aduanas e Inmigración en los Estados Unidos se unió a media decena de videos de turistas españoles, argentinos, y gringos maltratando servidores, públicos y privados. Casi el mismo día, el de una modelo que enloqueció contra un policía por una multa de tránsito gritándole: “Negro, naco”.
Pero los movimientos contra la llamada gentrificación tienen casi un cuarto de siglo en la Ciudad de México. Lo que pasa es que los medios de comunicación no los han cubierto. Por ejemplo, entre 2002 y 2012 sobresalieron los movimientos contra los megaproyectos de urbanización y el Derecho a la Ciudad, que engloba a un conjunto popular y de clase media en muchas zonas. Movimientos como el del Frente Amplio contra la Súper Vía Poniente (entre 2010 y 2011), el de la Asamblea de Pueblos, Barrios y Colonias de Azcapotzalco (2010-2011) y el movimiento de la Asamblea de Vecinos del Pueblo de Xoco (2011-201) que se opuso sin ser escuchado al megaproyecto de la Torre Mítikah, así como el Foro Permanente contra el Despojo y la Privatización, se han ido constituyendo en la Asamblea de Afectados Ambientales y el Frente Unido Contra los Megaproyectos de Urbanización, organizaciones del final del terrible sexenio en la Jefatura de Gobierno de Miguel Ángel Mancera y Héctor Serrano.
En las propuestas de estos movimientos uno encuentra, no xenofobia, sino el derecho a permanecer en su lugar de residencia o que se le cobren impuestos a las inversiones inmobiliarias o los Airbnb para generar vivienda social en los mismos espacios. Es un movimiento pacífico que ha dado lugar a un encuentro entre experiencias de construcción como la de la colonia Guerrero tras el terremoto de 1985 con las clases medias universitarias de colonias semi-residenciales.
Un caso ejemplar es el de la colonia Juárez que, de pronto estaba asediado por las inmobiliarias de Mancera. Al poniente, por el Cetram Chapultepec; al norte, por el corredor de negocios de Avenida Reforma; al sur, por el corredor comercial-recreativo en Chapultepec; finalmente, al oriente por desarrollos habitacionales de alta densidad e ingreso. El Cártel Inmobiliario que dirige al PAN se aprovechó de una laguna legal en la norma 26 para pasar de la obligación de construir vivienda social a hacer rascacielos como la Torre Mítikah o pajareras de lujo como las City Towers. Como pudieron, el movimiento de vecinos detuvo buena parte de estas tropelías mercantilistas y pudo apoyar una propuesta como la regeneración ambiental y artística del Bosque de Chapultepec, donde el PAN insiste en construir edificios faraónicos.
La gentrificación como cambio en la clase social de los usuarios del suelo considerada como superior a los anteriores por su nivel de ingreso y costumbres está asociada a una reinversión de capital en el entorno construido y a un aumento en el precio de alquileres, comida y ocio. Considerarlos superiores por blancos, bien vestidos, y supuestamente sofisticados es no entender que, en el caso de la Condesa-Roma, se trata de una migración de la misma clase media pero en clave estadunidense. Son parte del medio millón que llegó sólo en noviembre de 2020 huyendo de la pandemia y que han seguido llegando, no interesados en el país o la ciudad o el barrio en el que residen, sino sólo porque es más barato. No son superiores, sólo son clase media huyendo de la inflación. Pero eso no lo entienden muchos para quienes la llegada de estos llamados “nómadas digitales” porque sólo necesitan una computadora con Internet para vivir en cualquier lugar, son encarnación de una superioridad racial, estética y económica. No de otra forma puede leerse el elogio que lanzó en la red X un conductor de programas de opinión, Leo Zukerman que decía: “Vivo en la colonia Condesa de la Ciudad de México. He residido aí la mayor parte de mi vida. El barrio se ha gentrificado. Lo celebro. La Condesa está mejor que nunca”. Desde luego es una contradicción que alguien que se siente arraigado en un barrio celebre la llegada a su entorno de los desarraigados. Pero qué les vamos a explicar de sentido de pertenencia y arraigo quienes creen que su identidad es una forma de consumo, que lo que los hace seres humanos es comprar las mismas chucherías por Amazon. Es decir, de la tan soñada emergencia de una clase media global identificada por sus patrones de consumo. Ahí no hay nada qué hacer y, como diría mi cabecita, “siga usted su camino”.
Pero lo que estamos viendo justo es lo contrario: una clase media estadounidense desplazando a una clase media mexicana. Roto el sueño, quebrado el encantamiento, estrellada la identidad global que sólo da el Starbucks en cada esquina, la despolitización de derechas recurre a lo que tiene a la mano: la xenofobia. Y no es culpa del gringo. Es culpa de considerar al suelo como una mercancía, la asignación de la casa al más rentable. Y ocurre que existe una clase media blanca y profesionista en los Estados Unidos que busca relocalizarse para mantener su estatus. Y lo hace en las colonias antes restringidas a la clase media mexicana también blanca y profesionista pero no tan rentable. Los ricos siempre pueden decidir dónde vivir. Los pobres no.
Quedan segregados de un espacio social y urbano quienes no forman parte de una élite que está dispuesta a pagar un sobrecosto para ocupar los lugares valorados precisamente porque no pueden ser comprados por los demás. Se trata de la dinámica de la mercancía exclusiva. Es como los diamantes que, en realidad, ya ninguno viene de una mina pero que se sigue pagando un excedente porque se compra la mercancía exclusiva, el nombre, la marca, la supuesta escasez. Los precios más elevados se fijan por el máximo que el consumidor con mayores posibilidades de desembolso está dispuesto a gastar. Y así, en ese mercado, gana al que menos le importa el precio real. Así también, los vecinos exclusivos de Leo Zukerman podrían ser traficantes, políticos y empresarios corruptos, y una que otra jueza de Tribunal Colegiado.
Lo que digo es que no hay forma de que un movimiento anti-segregación espacial y social sea de derechas o, para decirlo claramente, xenófobo. No puede exigir mayor segregación lo que viene de perder en un proceso marginación y rechazo. No es cierto que la gentrificación lleva a mejores mezclas de clases sociales, orígenes nacionales, o profesiones. Simplemente no funciona así porque es un mecanismo de exclusión y tiende, más bien a hacer homogéneos los espacios, a hacerlos inocuos y aburridos. Basta ver una plaza comercial en cualquier ciudad grande del país: un Stabucks, un Miniso, un PF Changs. No hay variedad en el monopolio. La otra condición para no ser de derechas es que un movimiento anti-gentrificación tiene necesariamente que demandar la regulación del Estado en los usos del suelo de las ciudades. Intervención para regular un mercado que, dejado a sus anchas, expulsa personas de sus sitios de residencia, aunque sean blancos y doctorados. Mi pronóstico es que esas clases medias desplazadas o se hacen de izquierda o terminarán llenando sus cajas para una mudanza de urgencia.


