
A todos nos ha pasado de una forma u otra. Un día decimos algo y no nos reconocemos en el futuro cuando, gracias a un ardid tecnológico, escuchamos o vemos una grabación en donde aparecemos diciéndolo. Esto, claro está, no sólo resquebraja nuestra integridad, sino que pone en evidencia cierta falta de congruencia. Pero es difícil ser congruente a lo largo de toda una vida. Al menos, completamente congruente.
También nos sucede a quienes escribimos. Y no sólo por razones de contenido. Uno se reencuentra con un texto escrito décadas atrás o tan sólo un par de semanas. Lo lee y se sorprende por haberlo escrito. Una sorpresa grata, para que no todo sea negativo: resulta que nos gusta el planteamiento estilístico o, incluso, la idea general. Hasta podría entrar algo de nostalgia por ya no ser capaces de escribir como antes… esa libertad que abrevaba de nuestro ingenuo escritor de hace tantos años.
Si extrapolamos el asunto, sucede que aparece una categoría poco estudiada, la del autor liminar. Es esa entidad dentro del yo que somos que se encarga de buena parte de la escritura. Pensemos, si no, cuánto hay de consciencia, cuánto de inspiración y cuánto de tantas otras cosas que no podemos definir a la hora de trabajar con una idea para convertirla en palabras y luego, con suerte, en algo más. Lo cierto es que hay cosas que escribimos sin ser del todo conscientes de haberlo hecho. De ahí el límite, lo liminar, esa frontera entre la voluntad, el raciocinio y lo inevitable.
De ahí que se vuelva venturoso el diálogo con los lectores. Ellos son capaces de encontrar relaciones de las que el autor no estaba enterado, al menos, no del todo. Evidentemente, puede haber tantos reclamos como loas. Y eso es curioso, porque, ante los primeros, uno suele defenderse aduciendo que no era la intención, que ese comentario machista, que ese personaje encantador con una actitud deleznable, que ese discurso soterrado no estaban en lo planeado. ¡Vamos!, que uno es todo menos aquello de lo que se le acusa. Por el otro lado, uno se siente henchido de orgullo cuando un lector lo felicita por algo de lo que el autor no tenía ni idea. Eso no importa, a fin de cuentas, ese acto de escritura, liminar o no, proviene del mismo sujeto que es uno mismo.
Tal vez esos descubrimientos sean una de las tantas razones por las que muchos escritores prefieren no leerse una vez publicados: no vaya a ser que se topen con el que alguna vez fueron, sin darse del todo cuenta, y no les guste el resultado.
Es curioso que la liminaridad suceda en los procesos de escritura de los profesionales, donde se supone que el acto de conciencia es lo más cercano a la plenitud. Sin embargo, tal vez también ahí radique algo del talento que no se puede ejercitar, en lo que cierto nivel de inconsciencia hace con las ideas. A saber. Lo que bien podría hacernos levantar una ceja es que, si eso le sucede a quienes buscan trabajar con las palabras de forma exquisita, sin duda también le pasa a los demás en todos los ámbitos del comportamiento: no siempre estamos conscientes de lo que hacemos ni de lo que somos. Y eso opera para bien y para mal.





