Nadie puede negar, menos el gobierno de Claudia Sheinbaum, que existe inseguridad y violencia grave en amplias zonas de México. Es un problema estructural, el principal del país. Pero nadie puede negar tampoco, salvo que los ocho gobiernos estatales del PRIAN y del partido Movimiento Ciudadano informen mentiras, que los delitos, en particular el homicidio, han bajado por la acción del Estado contra los criminales después de haber ascendido a la cúspide durante 12 años de manera ininterrumpida y luego de haber cambiado una estrategia de guerra por la de paz que está en curso.
Ya se sabe: Un crimen de alto impacto, como el asesinato del alcalde Carlos Manzo Rodríguez en la plaza pública de Uruapan, en Michoacán —o el del líder limonero Bernardo Bravo días antes—, genera la percepción de que acción del Estado no es eficaz en todo el país y que, atizado por campañas mediáticas, quiere hacer creer que México está en llamas y que el crimen lo gobierna para, además, generar la ficción de que con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto estábamos mejor que ahora.
Pero México no está en llamas ni lo gobierna el crimen. Ninguna persona seria, que acopia y analiza información, concluye eso. Sólo mentes enfermas o perezosas, que odian los datos, creen esa propaganda. Y los hay peores: Los que, a sabiendas de la información, fabrican realidades alternas para manipular por razones políticas e ideológicas.
Claro que el gobierno de la República, los gobernadores y presidentes municipales actuales, del partido político que sean, son los responsables de garantizar la seguridad de los habitantes y la vigencia el Estado de derecho, pero son los nostálgicos los que retoman, a cada rato, la cantaleta de que Calderón sí era valiente y que falta mano dura. No dan las condolencias ni a la familia del ejecutado, porque eso es lo que menos les importa.
Hay que volver a explicarlo: Lo que hay en México es un problema real de violencia e inseguridad que se fue incubando por décadas de abandono de los gobiernos a los sectores más débiles de la sociedad, en particular la educación para los jóvenes, al mismo tiempo que crecía la demanda de todo tipo de drogas de Estados Unidos, lo que potenció la creación de grupos criminales que han diversificado su acción delincuencial hasta nuestros días.
Antes de 2006, México tenían ya problemas de inseguridad y de violencia en numerosas zonas del país —la Ciudad de México llegó a su cúspide en 1994—, pero la “guerra” de Calderón, improvisada irresponsablemente tras el fraude electoral, sí fue un parteaguas que disparó el reguero de cadáveres y cubrir de sangre el territorio nacional. El propio Carlos Manzo lo enfatizó cuando fue diputado federal de Morena y cuyo hermano, por cierto, es actual subsecretario de Gobierno de Michoacán.
Esta estrategia bélica no fue sólo usar, de manera inconstitucional no se olvide, a las Fuerzas Armadas contra los grupos criminales y la población, ni que el narcotraficante Genaro García Luna protegiera a uno de los cárteles, el de Sinaloa, ni soltar balazos sin planeación que mataron a inocentes, sino aplicar una política económica que privilegió a las élites a costa de los sectores más vulnerables, sobre todo a los jóvenes, que fue modificada en 2018 para sustituirla por un modelo de nación distinto y distinguible.
La estrategia de guerra improvisada de Calderón, está más que probado, es la que detonó la violencia que aún padece México, porque la continuó Peña Nieto con sus propios matices. Sólo hasta 2018, se puso en marcha una estrategia muy distinta. Se podrá criticar la frase de “abrazos, no balazos”, y aun si se quiere la falta de acciones contundentes de Andrés Manuel López Obrador — hasta el saludo a la madre de Joaquín Guzmán, como si la señora hubiera sido un capo—, pero hubo una orientación distinta para enfrentar el fenómeno criminal.
Los cifras oficiales proveídas por las fiscalías estatales —¿qué otras deben tomarse en cuenta?— registraron que se contuvo el ascenso de los delitos en 2019, en el primer año del gobierno de López Obrador, particularmente el homicidio doloso, y en el sexenio se observó una tendencia a la baja, una característica que se consolidó en el primer año de la presidenta Sheinbaum, hasta alcanzar una caída de 32 por ciento en octubre.
Es obvio que todavía no está bajo control la delincuencia en México, ni mucho menos, pero es una mentira o una necedad afirmar que estamos peor que antes de 2018, cuando los delitos alcanzaron su máximo, razón por la que muchos mexicanos exploraron una opción de gobierno distinta a la del PRIAN.
López Obrador, en efecto, no cumplió su promesa de serenar al país, no le alcanzó el tiempo, pero el Plan Nacional de Paz y Seguridad, que anunció el 14 de noviembre de 2018 —hace justamente siete años— sí marcó un cambio de fondo con la estrategia de guerra de Calderón y Peña, sobre todo en la política social para ir a las causas de la inseguridad y de la violencia, incluyendo el combate a la impunidad.
Y lo que ha hecho Sheinbaum, con todos los ajustes que se quiera, es continuar esa estrategia de paz de ir a las causas de la inseguridad y de la violencia, con un secretario de formación y vocación policiaca, Omar García Harfuch, dotado de instrumentos jurídicos, institucionales y humanos con que no se contaba en el sexenio de López Obrador.
Podrá haber ajustes y reforzamiento de la estrategia, pero no cambio sustantivo en la misma para que la presidenta y su gobierno cumplan con su responsabilidad de seguir disminuyendo la violencia. Esta estrategia, es importante subrayarlo, es parte de un modelo de nación y de desarrollo distinto al que impulsa el PRIAN.
La guerra, por ello, no es opción para la Presidenta de México, pero sí para los nostálgicos de la mano dura. ¿Por qué los gobiernos del PRIAN y de MC no aplican esa estrategia en sus estados? En Guanajuato, por ejemplo, líder nacional deasesinatos por ya muchos años. O en Jalisco, Coahuila, Chihuahua, Durango, Nuevo León, Querétaro y Aguascalientes…





