La otra Elena Poniatowska: la Elenita

08/12/2013 - 12:00 am

Con la pura mención de sus reconocimientos y una breve referencia de cada uno de ellos, me sería suficiente para escribir un texto sobre Poniatowska, que ha recibido 4 premios por su labor periodística (entre ellos el Maria Moors Cabbot, de la Universidad de Columbia, en 2004, mismo que Ríodoce obtuvo en 2011, publicación sinaloense para la cual colaboro), 26 importantes premios nacionales e internacionales de literatura, el Mazatlán de Literatura por Hasta no verte Jesús mío, en 1970, el primero (que luego refrendaría en 1993 con Tinísima), el Cervantes, el último,  y 11 grados de Doctor Honoris Causa por sendas universidades en todo el mundo, empezando con el que le concedió la Universidad Autónoma de Sinaloa en 1979.

Pero no, es preferible asomarse a la otra cara de la Poniatowska, esa que nos mostró al recibirla en el Aeropuerto de Mazatlán, en febrero de 1993, para pedirnos de inmediato una tarjeta telefónica, preguntarnos donde encontraba un teléfono, discar un número de la capital para gritar alarmada si no había dejado prendida la estufa con la olla de los frijoles y luego suspirar aliviada. Esa que miraba por la ventanilla del auto el paisaje mazatleco y tejía comentarios como en Sinaloa me quieren mucho y yo quiero mucho a este estado, me ha dado mucho, aquí me siento la flor más bella del ejido. La que se angustia por no encontrar la carpeta con el discurso que leerá esa noche en el Estadio Teodoro Mariscal para recibir por segunda ocasión el Premio Mazatlán de Literatura y encuentra, tras una rebatinga en su bolso de mano, el disquete salvador en el que viene guardado. Esa que al tener el discurso impreso recuerda que ha dejado los lentes en el avión y vamos juntos a las Farmacias Guadalajara, a comprar unos para vista cansada de 2.25 y nos regale la mejor de las sonrisas por haberle salvado la vida.

No es de la Poniatowska fuerte, la del rigor periodístico, la de la palabra certera, la del juicio implacable de la que quiero hablar, sino de Elenita de la frágil memoria para las cosas mundanas, la que observa y pregunta de todo, como si apenas acabara de llegar a este mundo, de esa sí.

Por esa fragilidad de la que hablo, Elenita casi deja plantado a Mazatlán en 1997, año en que se realizó el experimento de Jornadas por la Lectura. En su despiste, programó una visita el Tec campus Hermosillo el 14 de marzo y aquí estaba programada para el 15. Angustiada, prometió que ella misma resolvería la situación, que le diéramos unos minutos. El teléfono estuvo mudo por interminables 5 minutos. Repiqueteó una sola vez. Atendimos presurosos. Una voz femenina, muy ejecutiva y formal,  nos dijo que la Doctora Poniatowska le había llamado para explicarle la situación, que ellos ya habían tomado medidas y que la Doctora llegaría en vuelo Hermosillo-Mazatlán, de Aerolitoral la mañana del 15. Llamamos para darle las gracias y simplemente dijo.

-No hay mal que por bien no venga, con mis enredos les ahorré un boleto de avión.

Aerolitoral tenía unos mosquitos con unos cuantos asientos que no debías reclinar, a menos que quisieras machucarle las rodillas al pasajero de atrás. Cuando la recogimos, dijo que había tenido un viaje espléndido. Le preguntamos si no le había resultado algo incómodo entrar agachada en esos avioncitos:

-¿Agachada? ¡Para nada!, soy más chaparra que un perro sentado, de modo que me sentí a mis anchas.

Su equipaje consistía en una pequeña maleta, su bolso de mano y una misteriosa bolsa de papel estraza, que, según ella, contenía un santito que le habían regalado una noche antes en Hermosillo. Me imaginé que era un Santo Niño de Atocha, como el de su portada de Hasta no verte Jesús mío, pero como nosotros no teníamos ni un diploma con que agradecerle, me guardé la curiosidad. Un santito.

Del aeropuerto la llevamos a una entrevista, de ahí a La Machado, para conocer el escenario de su presentación, los altos del Edificio Juárez, que nos había facilitado la familia Gómez Rubio para el evento y de ahí al Hotel Los Sábalos, donde Luis Terán, entonces Gerente General, le tenía reservada la suite presidencial. Quedamos en que pasaríamos por ella en dos horas más, para llevarla a comer.

Llegamos puntuales, pero nadie respondía en su habitación: la señora había pedido que se la cambiaran.

-Era enorme, tres habitaciones, la sala parecía una cancha de tenis, una tele enorme con muchos programas en inglés, yo solo quería una cama para dormir. Pedí que me llevaran a una sencilla con todo y las frutitas y flores que me habían puesto,  y mi santito.

Sus preguntas, a la hora de comer, eran rarísimas: ¿Por qué no le dan a los pobres las propiedades que le tienen incautadas a los Arellano? ¿Por qué no los apoyan a ustedes como debe ser? ¿Es cierto que el narco está coludido con el gobierno? ¿Por qué Monsiváis no sale del closet? Todas realizadas con una ingenuidad a toda prueba.

Más tarde, en la presentación de Paseo de la Reforma, ante un lleno, vimos como Elenita se convertía en Poniatowska. Otra persona; segura, deslumbrante, llena de ingenio y mordacidad. Esa noche hasta al concierto de su cuate Juanga, en el Estadio, fuimos a parar. Y unos escandalosos muchachos del spring break que no la dejaron dormir. recibieron bajo su puerta unas líneas escritas a puño y letra por Elena Poniatowska, eso nos confesó, como si de una travesura se tratara.

-Hasta les menté la madre, pinches gringos.

Al día siguiente, camino al aeropuerto, Elenita trazaría un plan para conseguirle recursos al proyecto, que le había encantado.

-Es sencillo, yo le digo a la Trevi que les haga un concierto, y tú dile a Monsi  que le diga a Juanga que les regale otro, son muuuuy amigos.

Al momento de documentar, y para no quedarnos con la duda, le pedimos que nos mostrara ese santito que le habían regalado en Hermosillo. No apareció el Santo Niño de Atocha que esperábamos, sino una estupenda escultura en palo fierro de un danzante del venado. Ese era su santito.

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