MÁQUINAS DEL TIEMPO

12/01/2014 - 12:00 am

Aunque el plan era comer ahí, a lo que iba yo no era a comer. Iba a cubrir una asignatura pendiente, a oficiar un ritual, a construir un recuerdo. Iba a ver un escenario, a vivir un ambiente, acaso a abordar una máquina del tiempo, a hacer literatura (que no siempre se hace por escrito ni precisa de talento). Y a beber un daiquirí.

Foto: Wikimedia Commons / Derek Blackadder from Cobourg, ON, Canada
La Bodeguita del Medio. Foto: Wikimedia Commons / Derek Blackadder from Cobourg, ON, Canada

De hecho, a beberlo en la barra, ya sólo porque era ésa –de caoba, con contrabarra neoclásica flanqueada por columnas con remates dorados, construida en torno a un mural mediocre pero romántico que representa una vista brumosa de la bahía de La Habana (la torre del Castillo del Morro la hae inconfundible) y bien surtida de ron cubano– era la barra en la que bebía Hemingway, a quien me parece de una afectación insoportable llamar Papa (cursilería devota acaso sólo aceptable en su compañera de juerga Marlene Dietrich, belleza germánica a la que Hemingway, entrañablememte, apodaba The Kraut), y cuya literatura me entusiasma un ápice menos que la de su primero amigo y después némesis Scott Fitzgerald, pero a quien de todos modos profeso enorme admiración. No me gustan los mojitos –la menta no es lo mío, acaso por un atavismo famiiar: mi padre se puso su primera borrachera, adolescente y terrible, por cortesía de Doña Marie Brizard, y supongo que me legó aquella impronta– y no me entusiasmó demasiado La Bodeguita del Medio –trampa para turistas si las hay– pero nada impediría que, como Hemingway, bebiera mi daiquirí en El Floridita.

Daiquirí en El Floridita. Foto: Wikimedia Commons / Mike Fleming from London, England
Daiquirí en El Floridita. Foto: Wikimedia Commons / Mike Fleming from London, England

El trago resultó muy bueno –nunca probé uno malo durante mi viaje a Cuba– pero confieso que hubieron de resultarme superiores los tantísimos libados en los jardines del Hotel Nacional, donde me hospedé, no sé ya si por su más correcta proporción de limón, azúcar y ron –lo recuerdo con un punto de acidez vivificante– o por las evocaciones de la primera escena de La ninfa inconstante de Guillermo Cabrera Infante, un escritor que me gusta todavía más (y cuya invocación resulta deliciosamente prohibida en La Isla). Pero, sí, hacía hambre, por lo que mi mujer y yo pasamos al comedor, aun si la demasiada fama del lugar y los backpacks y Birkenstocks de la concurrencia apuntaban a que la experiencia sería una turisteada. En todo caso me gustó sobremanera el salón, todo recreación cincuentera de la era napoleónica (lo que se antoja very much Batista… y very much Fidel Castro), al punto de lograr abstraerme por un momento de los mochileros noruegos que nos rodeaban, celebrar haberme puesto un traje de lino beige y una corbata negra tejida y sentirme, ya sólo por un instante, el James Wormold de Graham Greene: nuestro hombre en La Habana.

Nos remitieron las cartas. Y entonces hice una lectura que se me antojó dotada de mayor poder literario que la de cualquier obra de cualquiera de los autores que he citado o que podría citar: “Ostiones Rockefeller”, “Filete Wellington”, “Langosta Thermidor”, “Islas Flotantes”, “Cerezas Jubilee”. Y la Crema Floridita, creación de cuya existencia no estaba yo enterado, pero cuya descripción la hacía extraordinariamente pertinente en el contexto: “Entrante caliente, especialidad de la Casa, muy solicitada por sus clientes repitentes, se confecciona elaborando una velouté de Mariscos (mantequilla, harina, nuez moscada y fume [sic] de mariscos, crema de leche con un poquito de salsa de tomate). Esta mezcla es una perfecta composición de sabores exquisitos muy agradables al paladar y reconstituyentes al cuerpo.”

Hubo de ser ese párrafo, de hecho, el que me hiciera comprender que estaba yo experimentando. Primero, desde luego, porque la redacción resultaba conmovedoramente anticuada: ¿quién utiliza ya el término “entrante”, qué restaurante se refiere ya a sí mismo como una Casa –¡y con mayúscula!–, quién describe, vacua y resultonamente, los sabores de sus platos como “exquisitos” e insiste, tautológicamente, en que son “muy agradables al paladar” antes de apuntar, un poco a la manera de las abuelas, de los viejos médicos o de los ejemplares de Buenhogar que llevaba mi madre a casa en mi infancia, que resultan “reconstituyentes al cuerpo”? (Por no hablar de esa referencia a los “clientes repitentes”, que nos hace sonar tan preocupantemente dispépticos como por desgracia confieso ser.) Jerga publicitaria, sí, clichés comerciales. Y clichés específicamente de los años 50, que era el tiempo en que parecía haberse congelado este lugar (este salón, este establecimiento, esta calle, este barrio, esta ciudad, este país). Esto sólo podía suceder en Cuba, donde la Revolución (siempre con mayúscula) había vedado la publicidad a finales de los años 50 pero, alevosamente, había conservado una industria turística al modo capitalista, en tanto fuente de ingresos despreciada moralmente pero oportuna en términos de ingreso de divisas. A estas alturas ya sabía que en La Habana el visitante dotado de pesos convertibles come como en cualquier gran ciudad del mundo –lo cual hace cada experiencia placentera una terriblemente culpígena– pero en lo que no había reparado es que lo hace como en cualquier gran ciudad del mundo en 1957. ¿Hacía cuánto que no comía, como ese día, una crema basada en un velouté y un fumet –tal es la ortografía correcta–, cuánto que no veía impresas las palabras “Langosta Thermidor” en una hoja y que no probaba esa combinación pecaminosa –aquí no sólo en términos dietéticos sino también sociales– de carne de caro y grasoso crustáceo, yema de huevo, coñac y queso Gruyère, cuánto que no terminaba una velada con la espectacularidad teatralísima de unas cerezas Jubilee, el cerillo que detona la pirotecnia al contacto con el kirsch, la mezcla satinada que se derrama sobre una bola hierática de helado de vainilla?

Seguro no desde esas comidas de infancia en que mi madre me llevaba a Les Bons Vivants o mi padre al Normandie. El tiempo se había detenido en el menú porque el tiempo se había detenido en la ciudad. Mientras pedíamos la cuenta, anuncié a mi mujer una de las lecciones que me había dejado un viaje que tantas me había dado, acaso la más frívola, acaso la más profunda: existía la gastronomía “de época”.

 

ASTERISCOcuba

 

El Floridita. Foto: Wikimedia Commons
El Floridita. Foto: Wikimedia Commons

“De época” es un término absurdo y deliberadamente trapacero acuñado por productores de películas y telenovelas para hablar de un pasado más o menos remoto que la desidia histórica y un oportunismo comercial esteticista pero ignorante no han permitido fijar con demasiada precisión. Es una expresión, pues, de la que abomino. Pero de pronto me resultó extraordinariamente pertinente para nombrar la cocina (re)descubierta en El Floridita, redolente de una modernidad difusa, con una pata en el siglo XIX y otra en el XX, emblemática de un momento vago que va del Primer Imperio Francés (la decoración napoleónica de El Floridita no es una casualidad) a los tempranos años 80 de mis primeras visitas a restaurantes de postín.

A lo largo de los años, el interés por el tema me hizo comprender qué era esa cocina. La punta de lanza de mi ofensiva libresca hubieron de ser justo las Cerezas Jubilee. Si así se llamaban, descubri, era porque habían sido creadas para el Jubileo de Diamante de la reina Victoria (de Inglaterra, se sobreentiende) en las cocinas del hotel Savoy de Londres en 1897. Cuyo chef era el legendario Auguste Escoffier, heredero de otro cocinero mítico: Marie-Antoine Carême, primero de los celebrity chefs y en una época cocinero, justamente, de Napoleón. Carême creó lo que es conocido como la grande cuisine que, simplificada, habría de dar lugar a lo que Escoffier bautizara la cuisine moderne en un libro de 1906 conocido como Le guide culinaire (ahora de dominio público es posible procurárselo en traducción inglesa y versión electrónica, bajo el título A Guide to Modern Cookery, en https://archive.org/details/cu31924000610117) y que hoy se conoce como la cuisine classique: la cocina clásica.

Cerezas Jubilee. Foto: Wikimedia Commons
Cerezas Jubilee. Foto: Wikimedia Commons

Es ésta la cocina, festiva y a veces pesada, impenitentemente lujosa, que Escoffier y otros chefs desarrollaran primero en los palacios de la aristocracia y después en los de la burguesía: los grandes hoteles y restaurantes de Europa. Es ésta la que, modificaciones y adiciones mediante, constituiría lo que daba en llamarse la alta cocina y poblaba los menús de cocina “internacional” de los grandes restaurantes de antaño. (Y, en efecto, una ojeada rápida al Guide culinaire nos lleva a reencontrarnos con muchos viejos amigos: no sólo la Langosta Thermidor y las Cerezas Jubilee sino el aspic, la Lamgosta Newburg, el Pato à l’Orange, la ensalada rusa y la Waldorf, las papas Duchesse y Soufflées, la Carlota Rusa y la Crema Bavaria y, bajo otros nombres, la carne tártara –Steak à l’Américaine, porque de tártaro no tiene más que la salsa con que solía acompañarse… que tampoco es precisamente siberiana– y el Baked Alaska –que en Francia, cuestiones de vecindad, lleva por nombre Omelette à la norvégienne: tortilla de huevo (de eso está hecho, a fin de cuentas, el merengue) a la noruega.)

Es ésa la cocina cuyo derrocamiento hubieron de buscar Paul Bocuse y otros exponentes de la nouvelle cuisine a finales de los años 70, deseosos de dar ligereza e informalidad a las grandes mesas, revolucionando la alta gastronomía hasta llegar al panorama actual, tan lejano de aquel. Y bien está que así sea: aquella cocina esclerotizaba no sólo nuestras arterias sino nuestra experiencia como comensales. Pero también es verdad que es auténticamente deliciosa (aunque pesada y pretenciosa) y que hoy reviste un punto de nostalgia que a veces es lindo cultivar.

Desde el cierre –y posterior demolición–, trágicos, de ese Luisiana en que podía yo afectarme Don Draper, mis viajes de trabajo a Monterrey han perdido mucho de su encanto. Pero siempre me queda el consuelo de abordar esa máquina del tiempo que es el Danubio chilango o, mejor, de anhelar un regreso a Nueva York, al Four Seasons, a la modernidad.

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