El primero que llegó entre nosotros como un Dios era verde limón. Vino de un viaje a un lago, después de una cena en un restaurante argentino en una noche fresca de lluvia pertinaz. Me lo dejó un mesero. Parecía con ganas de quedarse por siempre entre los dos, iluminar con su presencia nuestros largos diálogos en los que en ocasiones, para bien de su ego, se mencionaba su pigmentación tan llamativa.
El verse valorado debió afectarlo porque si en un principio impresionaba por el color luego, como si fuera un acto premeditado, empezó a hacerlo por su increíble facilidad para extraviarse. Aparecía debajo de una servilleta, o entre los cojines de los sofás, bajo la mesa y una ocasión memorable, dentro del refrigerador. No lo pudimos rescatar de su último extravío. Quizá se fue en una bolsa de basura, quizá brincó por la ventana, quizá en el bolsillo consciente o inconsciente de un invitado a cenar.
Esa noche, a solas, conversamos rato de él, invocando su ego manifiesto para ver si le entraba en gana reaparecer.
Luego entró en escena uno de lunares rosas sobre un fondo púrpura que tenía la habilidad de ser electrónico y muy fiel a su bolso de mano. Lo trajimos de un viaje a Guadalajara. Estaba en una farmacia, rodeado de chocolates, chicles, máquinas de afeitar, periódicos del día, revistas de escándalo. Su aspecto sicodélico la enganchó y cubrimos su cuota en la caja. Tenía pinta de juguete y como tal fue tratado por ella. Mucho mimo, mucho festejo a su apariencia, aunque a ratos me pareciera un prófugo de los setentas.
Pocas veces estuvo en mis manos; parecía hecho especialmente para manos delicadas, de dedos largos, sabios para acariciar nuca y cabellera. Si hacía falta, ella misma lo maniobraba y después de hacerlo cumplir con su misión, lo guardaba de nuevo en su bolso. En el colmo de su exigencia de exclusividad me dio uno color blanco ostión, rarísimo, y así, el sicodélico ya no volvió a aparecer.
El blanco ostión duró muy poco. Una tarde fuimos a una playa solitaria, tirando a virgen, de arena oscura, impresionantes riscos: un manjar visual que exaltaba los sentidos, además del manjar táctil que proporcionaban manos delicadas, de dedos largos, sabios para acariciar nuca y cabellera. No creo acertado confesar que perdimos la cabeza, simplemente perdimos en la ardiente revuelta al blanco ostión.
Vino en su lugar uno negro, pequeño y efectivo, que aunque tenía el candor de su naturaleza nunca se nos significó gran cosa. Si nos pedían describirlo ella decía “negro”; luego yo “pequeño” y ella remataba con un tono que le carcomía la fuerza al adjetivo “efectivo”.
Bajo esas circunstancias entró en escena un azul pastel que siempre parecía dispuesto a ofrecer una sonrisa. Era alegre, vivaracho y al parecer le gustaban los Beatles: era exacto a la casaca de McCartney en Sargent Pepper.
El negro se ennegreció mucho más al ver el trato preferencial que le dábamos: mientras que él no podía salir de mi escritorio, el azul pastel entraba hasta la recámara y salía a cuanto sitio íbamos, siempre contento, atento a nuestras peticiones, con su sonrisota azul pastel. Se nos fue en un atardecer pleno de estallidos coloridos que nos obligaron a exaltar con vehemencia los escarlatas, púrpuras, magentas, violetas. Encandilados de belleza, no percibimos cuando se esfumaron él y el azul del cielo. Como si hubieran hecho un plan para evadirse juntos.
Pasamos días inconsolables.
Un amigo nos hizo adoptar uno rojo. Ese rojo fue inolvidable durante el escaso tiempo que compartió con ambos. Luminoso, casi parecía pariente del azul, aunque denotaba mayor pasión. Congeniaba bien con ambos, pero como la herida de la pérdida del azul era más latente en ella y como el sicodélico no se asomaba más de su bolso, por lo que desconocía de su existencia, el rojo se fue con ella, después de que una tarde, en una cabaña en la sierra, con una temperatura de cuatro grados, me auxilió a encender unos maderos para la chimenea. Debió verlo muy servicial, muy digno de ella, y él debió verla justo como yo la veía, pues no opuso resistencia al ser remitido a las entrañas del misterioso bolso de mano, a compartir espacio con el sicodélico. Casi El beso de la mujer araña.
Como si supiera que lo necesitaba, en esa misma cabaña apareció uno verde militar que decidió hacernos compañía, ser compartido. Su presencia era práctica y se las ingeniaba para estar siempre a la vista de cualquiera de los dos, estuviéramos donde estuviéramos. Hicimos un viaje con él, jamás se nos despegó. Atendió a invitados con trato cordial, nunca con coqueteo y sin perderse de nuestras vistas.
Sin embargo, pasado un tiempo, se descubrió que algo en él no acababa de gustarle a ella, me lo dijo horas antes de que desapareciera de nuestras vidas. No sabía qué, si era el color, su aire de guacho, la forma o sus ganas de hacerse notar. Nunca habíamos hablado de él. Llegó y lo hicimos parte de nuestras vidas, hasta que se hizo esa mención. Así, seguro contrariado, se volvió invisible. Sacudimos sábanas, buscamos bajo la cama, entre los cojines de los sofás, bajo servilletas y toallas, en el refrigerador, el micro y nada. El verde militar no pudo irse en una bolsa de basura, ni brincar por la ventana, ni meterse en la bolsa consciente o inconsciente de uno de nuestros invitados, porque ninguna de estas posibilidades existía. Entonces, mientras venía el sicodélico (no el rojo) del fondo del bolso momentáneamente en nuestro auxilio, siempre pegado a su mano delicada de largos dedos, sabios para acariciar nuca y cabellera, filosofamos con el color. Ella dijo:
-El verde es el color de la esperanza.
Yo repliqué:
-La esperanza es lo último que muere.
Ella determinó:
-Entonces deben andar los dos por ahí, en cualquier momento reaparecerán.




