Me caí de la cama en que andaba, como a 20 mil sueños de altura. Es temprano, la hora de tomar el café para muchos que no se quitan de la cara los rastros de las sábanas si no se empinan una taza. Aunque el regaderazo sea mejor.
Para mí no, como muchas otras. Siempre he desdeñado esa costumbre, aunque la acción signifique una asociación con la urbanidad y la decencia, apego al establishment y cierto status; “te invito a tomar un café para platicar”, se dice, y uno intuye que se tocarán temas muy serios, de alto nivel.
Cuando me ha tocado ser el destinatario de esa expresión que delata formalidad por los cuatro costados la he aceptado y pido, si es demasiado temprano para algo en verdad interesante, un jugo de naranja o agua mineral.
Hasta el mesero me voltea a ver con rostro de sorpresa.
Me he pasado la vida negado por convicción irreductible para hacer una invitación de ese corte. A lo más que llego es: “nos tomamos una y echamos la cotorrita”.
Mayor ausencia de decoro no puede haber.
Pero ha funcionado mejor, pese a la leyenda de que el café es el motor de la vida social en su estado sobrio.
Caerme de la cama no es mi fuerte y a estas horas el edificio en el que habito huele a ese brebaje. No encuentro el motivo para no aceptarlo en la nómina de mis hábitos si me fascina su aroma sensual. Siempre lo he asociado con la imagen de la pareja satisfecha: una mujer en bata, mostrando el nacimiento de los senos y el remate de los muslos, el cabello alborotado, la mirada con rescoldos de un reciente extravío, un tipo con el torso al descubierto, besos pintados en los cachetes. Se toman sus tazas de café con un deleite que parece ser la prolongación del deseo. Me prende la imagen, pero hasta ahí.
No contentos con vincularlo impunemente con la prolongación del placer sexual, los publicistas lo presentaban como un compañero indispensable en el acto de pensar. Un par de lentes sobre un libro abierto y un café simbolizan una simbiosis creativa.
En resumidas cuentas, y según estas propuestas de los publicistas que intentaron infructuosamente hacerme beber café en mi adolescencia, el hecho de no pertenecer a las filas de los cafetómanos, o como se les llame, me presenta como una persona que ni fu ni fa. Incapacitado para disfrutar el amor hasta sus últimas consecuencias y, también, incapacitado para cualquier acto creativo. Triste panorama. Aparte no me gusta el futbol, por lo que vine al mundo sin red de protección.
Prejuicios al margen, me quedo con la imagen que capté en un cuento: un director de orquesta y el violinista que haría las veces de solista en el concierto de esa noche, llegan al bar del teatro. Muy propio, el director de orquesta pide un café. El violinista, un whisky, petición que asombra al otro.
–¿Usted bebe antes de un concierto?
El violinista entiende el sentido de la pregunta, piensa “qué hueva”, revuelve con un dedo los hielos, toma un sorbo y responde.
–Sí, una copa me sirve para relajarme, el café me pone como cabra abisinia. Tiro pa’l monte.
El director bebe su café con el meñique rígido. Para nada le intrigó como son las cabras abisinias que tiran pa’l monte, parecía conocerlas o en definitiva le importaron madre. Contraataca.
–¿Se podría tomar dos?
–Si el programa es lo suficientemente festivo, por supuesto.
La respuesta asombra al director, que insiste.
–¿Se tomaría tres?
A estas alturas del diálogo el solista de la noche siente que el otro hace lo imposible por hacerlo sentir culpable, pero a él el café lo hace sentirse como cabra abisinia que tira pa’monte, de modo que se empuja un nuevo trago y responde.
–No se ha dado el caso, pero yo creo que sí.
Ojos de plato, indignación total y a lo mismo.
–¿Se tomaría cuatro?
Mece su vaso frente a sus ojos, pensando una buena respuesta. Humedece los labios con el güisqui, se pasa una servilleta por la boca y suelta el tiro
–Pues siempre y cuando me toque dirigir.
Lo de las cabras abisinias, fíjese usted lo que son las cosas, se remonta a la leyenda del origen del café. Resulta que allá por el año de 1140, en Abisinia, por los rumbos del África, unos pastores se dieron cuenta que sus cabras se ponían muy locas cuando tiraban pa’l monte y comían unos frutos rojos, muy duros. Al grito de “presta pa’andar iguales” se pusieron a recolectar esos frutos rojos, que parecían piedras, llegaron con sus tambaches a sus casas y el más ingenioso los puso a hervir.
El resultado fue tan asqueroso que aventaron las semillas a la fogata y así descubrieron, hace muchos años, a lo que huele el edificio esta mañana. Sacaron las semillas tatemadas, las hirvieron, y el brebaje, ahora sí, los puso al tiro. Ni el frío del desierto sentían. Así nació el café.
¿A qué se deberá mi aversión? El violinista del cuento la tiene bien argumentada, pero a mí sólo se me ocurre pensar que tiene su leit motiv en mi marcada tendencia de pertenecer a las minorías, al rezago. Debió marcarme en mi infancia aquella que va y que dice “¡ay mama Inés, ay mama Inés, to’os los negros tomamos café”. La excepción que confirma la regla.
Me caí de la cama en que andaba, como a 20 mil sueños de altura. El edificio huele a ese brebaje, pero qué le voy hacer, no es mi rollo: me pone hiperactivo, como cabra abisinia, según las dos o tres ocasiones que lo probé. Que agarren pal monte y se pongan como cabras locas otros. En mi desayuno prefiero jugo de naranja, y si es una cita seria, agua mineral, y si son amigos decentes los que me citan, nada mejor que una cerveza, aunque juntando varias acabemos como cabras abisinias y en la plática tiremos pa’l monte.
Pero felices, chinga’o.




