El señor X sonrió complacido. Se sentó en su silla de piel importada y miró el gigantesco escritorio de caoba rigurosamente organizado. Luego recordó la última noche. Sus colegas sí que sabían divertirse. Depositó su smarthphone en la esquina derecha de su escritorio y pensó en lo que haría en el día. ¿Se cogería a la secretaria que había contratado precisamente para eso, para cogérsela cuando le viniera en gana? ¿O llamaría a sus colegas para averiguar cómo hacer algunos negocios? Era una decisión difícil. El día era joven aún.
Pidió un café y una par de aspirinas por el intercom, luego se paró y abrió la persiana que daba a un hermoso jardín que había construido ex profeso con dinero del presupuesto. —Soy un chingón, me cae— se dijo con satisfacción.
Regresó a su sillón y se sentó para contemplar el pasto y los árboles, mientras la secretaria entraba con el café y las aspirinas para colocarlas justo al lado izquierdo del escritorio. Vestía una blusa blanca y un pantalón café claro ajustadísimo. El señor X deslizó la mano por su trasero mientras la secretaria fingía que sonreía.
Y pensar que hace unos años tener a una mujer como esa no cabía ni en sus sueños más salvajes. Luego se remontó a su infancia. Recordó sus años de pobreza, los años en los que se prometió que llegaría a lo más alto. Luego su memoria fotográfica lo llevó a aquel lejano momento en el que se dio cuenta que era muy bueno para echar mentiras. Las decía con tal soltura que todo mundo se las creía. El señor X no era ni feo ni guapo, ni alto ni chaparro. Por eso le decían el señor X. Pero una vez que abría la boca, la gente alrededor de él caía hechizada.
Luego se remontó a su primer trabajo en el gobierno. Las humillaciones que había aguantado. X tráeme el café. X tráeme el periódico. X ve por mi traje a la tintorería. X vas y recoges esta vieja y la llevas a fulano hotel. Pronto se dio cuenta del valor de la disciplina. De estar presente en todos lados. De ser leal a su manera. Y con el tiempo lo cobró. Con creces.
Se convirtió en el orador preferido de algunos diputados. En el depositario de sus negocios y sus secretos. Y a lo largo del camino fue haciendo dinero. Se dio cuenta que no tenía que trabajar. Solo debía de estar donde se repartía el presupuesto. Pronto empezó a triangular contratos, cobrar comisiones, ganar posiciones. Recordó sus tiempos en la cámara de diputados. Las pedotas que se puso con el que a la postre se convertiría en presidente. Y pensar que de pendejo no lo bajaba. Claro que nunca se lo dijo. Al contrario, después de las elecciones fue de los primeros en felicitarlo. Casi casi le dijo que gracias a él triunfó. Eso le ganó una secretaría. Faltaba más, eran compañeros de copas.
De las concesiones que les hizo a sus amigos y familiares hizo una millonada. Casas en destinos turísticos, ranchos, propiedades en Miami, cuentas bancarias en las islas Caimán y sobre todo, viejas, muchas pinches viejas, las que quisiera. Se relamió los bigotes cuando se acordó de la actriz de telenovelas que se llevó de vacaciones. Pinche vieja le salió carísima. Pero valió la pena. Para eso estaba el presupuesto, faltaba más.
Ese día andaba de antojo. Presionó el intercom de nuevo y solicitó la presencia de su secretario particular. El tipo flacucho apareció de la nada con su libreta de notas y haciendo reverencias.
—Quiero comer cabrito cabrón—dijo sin voltear a verlo— Vételo trayendo. El secretario asintió y salió de la oficina. Dio órdenes para que fletaran un vuelo a Monterrey. Tenía entre cuatro y cinco horas para que el cabrito estuviera en la oficina.
Su celular comenzó a sonar. Era el secretario de gobernación agradeciéndole el discurso que le había hecho al presidente. No tenía desperdicio. Hablaba de un México que solo existía en los sueños de los mexicanos.
—Mi compadre Azcárraga tenía razón—se dijo clavando la mirada en el infinito— A los mexicanos les puedes decir cualquier cosa y se lo creen. Yo tragué mierda unos años. Fue heroico mi esfuerzo. Ahora disfruto de las mieles del triunfo.
Llamó a la secretaria de nuevo. Quería que le programara un masaje. Claro después de comerse el cabrito. Se iría a la cama temprano. Mañana estaría en primera fila escuchando el informe de gobierno y daría interminables abrazos. Después otra pedota. Al fin y al cabo para eso era el presupuesto.
¡México, no te acabes!






