Héctor Alejandro Quintanar

La caída de Álvaro Uribe, el Felipe Calderón colombiano

"No es casual que Colombia en los noventa y México con Calderón hayan pagado una cuota altísima de sangre de inocentes movidos por homúnculos como Uribe y Calderón".

Héctor Alejandro Quintanar

01/08/2025 - 12:05 am

En agosto de 2009, hace más de tres lustros, el Presidente espurio Felipe Calderón fue a Colombia a la ceremonia de inauguración de la XXII Feria del Libro de Bogotá. Ahí coincidió con el entonces Presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, ese “monstruo con cara de niño” como escribió alguna vez José Steinsleger, y juntos anunciaron un compromiso binacional para combatir al narcotráfico y al terrorismo.

Ambos mandatarios en ese momento tenían una coincidencia que rebasaba su agenda autoritaria. En el primer decenio del siglo XXI, el rasgo distintivo de América Latina fue el ascenso de la llamada marea rosa, esa izquierda post-guerra fría que llegó por la vía de las urnas al poder y que dominó la región a partir de 1999, con personajes tan disímiles como Chávez, Lula, Bachelet, Evo, Correa, Funes, Colom y otros, que pese a sus diferencias, algunas de ellas irreductibles, hacían sentir sin embargo que el subcontinente latinoamericano daba un giro progresista en todo su terreno. Pero ese giro progresista tuvo siempre dos notables excepciones en ese decenio: Colombia y México, que desde los tiempos de Eliécer Gaitán y Lázaro Cárdenas, nunca habían tenido a un dirigente en el poder o cerca de él que fuera de izquierdas.

La otra coincidencia entre Uribe y Calderón es que fueron siempre politicastros que enfrentaron acusaciones diversas. Quizá eso daba a ambos personajes un aura de fraternidad malsana, que contrastaba, en esa ceremonia en Bogotá, con el ambiente lúdico y lúcido que toda feria del libro tiene. Resaltaban ahí por su desprecio al saber, dos personajillos clásicos de la derecha reprimida y represora. El sudamericano, acusado de corrupción, en el mejor de los casos. Y, en el peor, de ser un gestor de la derecha paramilitar colombiana. El mexicano, acusado de fraude electoral y de favorecer a cárteles del narco en su presunta guerra.

Ahondemos en el caso de Uribe Vélez, quien además de represor tenía en su trayecto biográfico el haber favorecido al narcotráfico cuando fue director de Aeronáutica Civil en 1980. Al igual que Calderón al disfrazarse de militar, los enemigos que ambos señalaban demagógicamente, es decir, el narcotráfico y el terrorismo, parecían ser más bien una fachada que escondía que sus verdaderas alianzas eran con esos supuestos enemigos. Hoy, con García Luna en la cárcel, de ello no hay lugar a duda en México.

Poco tiempo después de ese encuentro en Bogotá, ya en el año 2010, el monigote colombiano volvió a mostrar su fraternidad malsana con el mandatario espurio mexicano, al señalar que su guerra era “ejemplar”. Ya para entonces, se hablaba de que Calderón era una especie de “Álvaro Uribe mexicano”, porque ambos pretendían enfrentar el crimen de la misma manera. Lo que debía ser un insulto oprobioso fue recibido por el aún panista como un halago.

Dos años después, inició la debacle de ambos personajillos. Calderón dejó la Presidencia de la República luego de convertir al país en fosa común y al discurso público en fosa séptica. El rechazo a su figura se puso en evidencia en un hecho histórico, porque la elección de 2012 ha sido la única en la historia de México, y un caso muy excepcional a nivel regional, donde el partido gobernante, en aquel caso el PAN, se va hasta el tercer lugar en una elección, algo poco frecuente en elecciones y que habla del nivel de repulsión que causó su Gobierno.

En ese mismo año, por su parte, Uribe trató de acusar a un Senador colombiano, Iván Cepeda, de vínculos con el paramilitarismo en Antioquia. El monstruo con cara de niño había dejado la Presidencia de su país dos años antes, pero su sucesor, Juan Manuel Santos, era un personaje también de filiación uribista, por lo que creía acaso un futuro impune. Pero hoy, trece años después, la justicia colombiana declaró culpable a Uribe de un cargo grave: manipular e intentar sobornar personas para salir avante de una causa. Se supo, pues, que las acusaciones de Uribe a Cepeda eran falsas y el verdadero delincuente era él.

El tema de fondo es, sin embargo, otro. ¿Para qué cometió sobornos Uribe? Precisamente para ocultar un hecho brutal: su participación en la conformación de grupúsculos paramilitares. Como buen representante de la derecha más obtusa de la región, el exmandatario colombiano no sólo es corrupto, sino que le late siempre una pulsión sanguinaria. Ello, en un país que, como recuerda siempre la gran periodista Stella Calloni, es el único que mantiene un ejército propio del siglo XX; de la llamada “doctrina de la seguridad nacional”, que consistió en sacar a los militares de sus tareas habituales y de su vigilancia del panorama exterior para enfocarse en labores de represión interna. No es casual que Colombia en los noventa y México con Calderón hayan pagado una cuota altísima de sangre de inocentes movidos por homúnculos como Uribe y Calderón.

Hoy el juicio a Uribe continúa. Fue hallado culpable de dos delitos y recibirá una justa sanción, pero le quedan abiertos más procesos jurídicos. El maniquí arrogante que se pavoneaba en Colombia o México en el primer decenio del siglo XX hoy queda reducido a la figura que siempre ha sido, el de un hombrecillo que ha contribuido con la peor lacra latinoamericana: la voracidad de sangre paramilitar, cuyo historial en la región contiene crímenes tan atroces, que hacen ver a los funcionarios corruptos que sólo se dedican a robar como meros monos traviesos.

La caída en desgracia de Uribe es un mínimo acto de sensatez que, desde luego, como gestor de las peores causas, hoy Felipe Calderón condena, al acusar que se trata de una “injusticia” contra su amigo y, acaso, ídolo. Así pasa con la derecha más turbia de esta región: siempre se vuelcan a favor de la Ley y las instituciones, pero cuando éstas actúan con evidencia y razón contra los suyos, en vez de matizar sus opiniones, o cuando menos guardar decoroso silencio, las desprecian y vociferan contra ellas.

Hoy la debacle de ambos personajes es un hecho. El calderonismo en México se ve ya menos como un grupo gobernante de hace 10 años y más como una ideología execrable, como una gangrena política que, con García Luna, Cárdenas Palomino, Reyes Arzate y otros, puso deliberadamente al país en un infierno de sangre y corrupción, y cuyos remanentes hoy son sinónimo de narcotráfico, corrupción o de plano provocación y estupidez (como se expone en los excolaboradores de Calderón hoy reducidos a tuiteros cuya única misión es emporcar el debate público, como Javier Lozano, alias saco de pus, o Max Káiser, un porro con nombre de perro, con perdón de los canes).

La espera justa es que el expresidente espurio mexicano termine igual que su mentor colombiano: condenado por un Juez y enfrentando las consecuencias. Mientras tanto, es notorio que hoy los apodos se han vuelto intercambiables: si en 2010 Calderón era el Uribe mexicano, por su miseria moral, sed de sangre y corrupción, hoy la justicia colombiana ha oficializado lo que se sospechaba desde hace lustros: Uribe es también el Calderón colombiano, lo cual se dice al mismo tiempo como insulto hiriente que como categoría política de las ideologías de la destrucción: el calderonismo y el uribismo.

Héctor Alejandro Quintanar

Héctor Alejandro Quintanar

Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

Lo dice el reportero