1.- Miniaturas incandescentes
Ojos de tigre, manos de Fátima, tréboles de cuatro hojas, o simplemente una moneda, un anillo, una gema, una foto: un amuleto es "un objeto que protege a una persona frente a un problema", dice Plinio el Viejo en su Historia Natural, la primera enciclopedia publicada entre los años 77 y 79 de nuestra era.
Me inscribo a un taller que se llama “Escritura de amuletos. Exploración en torno a los objetos”. Durante tres semanas vivo sumergida en las lecturas y los ejercicios que nos sugieren la querida Daniela Rea y Saúl Hernández Vargas a las mujeres que tomamos las clases. No sé por qué sólo somos mujeres. ¿Nos interesa más el vínculo entre los objetos y el afecto?
Soy de guardar cosas. Muchas. Más de las que debería. No sé si son amuletos o talismanes o simples acompañantes. Lo que sí sé es que cada uno tiene su historia y eso es lo que tengo miedo de perder cuando me invada el olvido. Son mis ayuda-memoria. ¿Existe una palabra para esos objetos que nos ayudan a recordar?
He pasado unos cuantos naufragios, y cada uno ha arrasado con una parte de las cosas que amo. A veces me queda algo: un vestigio, una huella. Me aferro a ellos. Tal vez por eso soy de objetos pequeños: un par de anillos, un oso de peluche, una talla en madera. Ahí van conmigo, de casa en casa, de vida en vida.
Soy de guardar cosas. Muchas, dije. Me gusta tenerlas conmigo. “Síndrome de exilio”, lo llama mi hija. Quizás tenga razón. Al mismo tiempo, sé que podría sobrevivir sin ninguna de ellas. Sin nada. Lo he hecho más de una vez. Será que escribo para que mis amuletos se vuelvan palabras, lo único que -a pesar del dicho popular- no se puede llevar el viento.
La poeta argentina María Negroni reunió 185 poemas inéditos en español de Emily Dickinson -uno de sus grandes amores- en un libro llamado La miniatura incandescente. “Los cuartetos que conforman este volumen constituyen una curiosidad. No forman parte —de forma oficial— de la obra poética de Dickinson. La poeta los escribía como pequeños amuletos y los enviaba como si fueran regalos, acompañando flores, o imbricados adentro de la prosa de sus cartas”, escribe en el prólogo. Comparto con ustedes dos de esas miniaturas:
Apenas Carmín en su rostro
De tenue esmeralda su Ajuar –
Su belleza es un amor que hace –
De sí mismo – espejo – del mío
.
Me oculto dentro de mi flor
Para que, al marchitarse en tu Vaso,
Tú, sin querer, sientas por mí –
Casi un desamparo.
2.- Mi madre, la pepenadora
A veces era una piedra del río, a veces una corteza, o una hoja seca. Mi madre era una pepenadora de la naturaleza. Veía belleza donde los otros vemos pedazos de cosas, vestigios, restos. Tierra removida, ramas.
Quizás por eso me conmovió tanto el documental de Agnes Varda, “Los espigadores y la espigadora” (“Les glaneurs et la glaneuse”, 2000). En él, Varda acompaña a distintas personas que “espigan”, recolectan, cosechan, a veces en los mercados, a veces en la calle, a veces en la basura, cosas que otros desechan.
Mi madre era, sin saberlo, un personaje de la directora belga. Como ella, creaba con esos pequeños regalos que dejan el mar, el viento o el descuido de alguien. Regalos cargados de tiempo, de memoria, de voces que no alcanzamos a descifrar.
Así apareció un día un trozo de madera, un pedacito de tronco de quién sabe qué árbol que empezó a lijar con el mismo cuidado con el que hacía dibujos en tinta china. Lo lijó hasta dejarlo tan suave que enseguida daban ganas de acariciarlo. Mi madre pepenaba restos y los convertía en caricias.
Este es uno de mis amuletos más amados. Mide apenas 15 centímetros, pero encierra el universo.







