Óscar de la Borbolla

Origen de la infelicidad en el mundo

"Y creo que nada ha causado más infelicidad que la guerra, no la guerra causada por la maldad, sino por la certeza, por la certeza que es la moneda donde están la soberbia y la estupidez".

Óscar de la Borbolla

03/09/2025 - 12:04 am

Ninguna pregunta que tenga como objeto a los seres humanos es ociosa, pero se me ocurre que la más importante de todas es la que busca indagar lo que es mejor para nosotros. Preguntar sobre lo que nos conviene es preferible a preguntarnos cómo volvernos ricos o poderosos, pues tal vez lo mejor no sea el dinero ni el poder, sino quizás algo menos esplendoroso: sencillamente nuestro bien. Comprobar que esto resulta relativamente fácil, pues, como por definición, nuestro bien es lo mejor para nosotros, entonces, nada es más imperioso que saber lo que nos conviene: nuestro bien.

La pregunta sobre lo que más conviene a los seres humanos aparece formulada por primera vez en una antiquísima leyenda griega, cuyos personajes son el Rey Midas y un ayudante del dios Dionisio, el fauno Sileno. El mito cuenta que Midas le pregunta a Sileno: ¿qué es lo mejor para mí? Y el fauno responde: "lo mejor para ti ya no es posible: es no haber sido nunca. Pero como ya eres, lo mejor para ti es morir cuanto antes". Esta respuesta, del más oscuro pesimismo, tiene un profundo significado: implica que la existencia humana contiene demasiado sufrimiento; tanto, que incluso es mejor no haber sido o librarse de la existencia lo más pronto posible.

Ante esto, parece necesario preguntar por las causas de la infelicidad humana, pues identificarlas haría posible una visión menos pesimista o menos drástica como "morir cuanto antes". En primer lugar dividamos las causas de la infelicidad según su procedencia, unas vienen de la naturaleza: la muerte, la enfermedad, la escasez… de otras, en cambio, somos responsables: el mal que deliberadamente alguien hace, el egoísmo, la envidia, la estupidez… Revisemos estas causas:

Ante la muerte no hay remedio, pues más temprano o más tarde termina apareciendo. Somos seres mortales, pues por más que el esfuerzo humano ha ampliado la expectativa de vida, y ya desde la alquimia la inmortalidad era un anhelo, parece todavía imposible vencer a la muerte. Somos mortales y más nos vale hacernos a la idea. Pero como también somos seres con sentimientos, esta combinación produce que el sufrimiento resulte inevitable, pues, aunque podríamos no temer por nuestra muerte, admitiéndola sin más, siempre está la muerte de alguna persona a la que nos liga el sentimiento: la muerte del otro que sí importa, la del prójimo-próximo.

El duelo anticipado por nosotros mismos y el duelo por la pérdida de algún ser querido son duros —los conozco como casi todo el mundo— pero hay modos de sobrellevarlos, religiones y filosofías, pedagogías tanatológicas y, para algunos, hasta el cinismo envalentonado funciona.

La historia humana es también la historia de la búsqueda de los remedios para paliar la enfermedad y, al menos en asuntos dentales, hemos alcanzado importantes logros y otro tanto ocurre con la escasez: de la recolección a la agricultura y a la tecnología actual, casi podría haberse vencido el hambre si no fuera por esa infelicidad que es causada por los seres humanos, por ese mal cuyos rostros son múltiples y que resulta inútil tipificar, pues siempre se quedaría uno con una lista escueta. Concentrémonos en dos de los grandes males que casi dan la razón al fauno Sileno: el egoísmo y la estupidez.

Del egoísmo se han hecho miles de análisis y, finalmente, creo que todos convenimos en que es una de las fuentes principales de la desdicha; por egoísmo cancelamos la empatía con el otro y, por buscar solo el beneficio propio, el egoísta es capaz de robar, matar y traer todas las calamidades a este mundo. Así que, literalmente, me brinco la exposición de esta causa para no resultar redundante. La estupidez, en cambio, no se ha asociado tan frecuentemente con la desgracia; aunque, ciertamente, hay un par de pensadores que me viene a la mente y que marca una correlación importante entre la estupidez y la infelicidad: Michel de Montaigne y Hannah Arendt. Sinteticemos sus ideas:

Montaigne señala un rasgo típico del estúpido, que de seguro todos hemos notado: si algo caracteriza al estúpido es la soberbia y, en efecto, el estúpido cree saberlo todo y, por ello, no escucha consejos ni busca ampliar sus ideas; está convencido de tener razón, y cree que con lo que sabe basta y sobra. Sus decisiones y sus actos no los lleva a cabo por maldad; al contrario: cree ciegamente que obra y decide de acuerdo con el bien, el propio y el de los demás. El soberbio y el estúpido no son las caras de una misma moneda, de hecho son la misma cara: su característica más decisiva es creerse perfectos. La soberbia, por lo general, se asocia con un pecado capital (y lo es), a mí me interesa más la versión secularizada: pensar al soberbio no como el arrogante que intenta rivalizar con dios, sino el individuo cerrado que se cree completo, sin errores, sin nada que aprender, autosuficiente, sin faltas, el que está convencido de que sabe y de que no hay más. El soberbio es para mí el que no duda, el que está convencido.

Dos momentos son propicios para la soberbia: la adolescencia y la vejez: cuando se tiene la primera idea y, precisamente, por no contar con otra idea para comparar una con otra y relativizarla, uno se ciega y avanza en su certeza; o cuando en la última etapa de la vida, cansado de tantas ideas y experiencias, uno llega a creer que ya lo sabe todo y que no hay más; pero pensándolo con más cuidado, creo que en asuntos de estupidez cualquier edad es buena si uno no escucha razones.

Las personas convencidas de poseer La Verdad son responsables de la guerra, cuya presencia a lo largo de toda la historia la hace parecer constitutiva a la naturaleza humana. Y creo que nada ha causado más infelicidad que la guerra, no la guerra causada por la maldad, sino por la certeza, por la certeza que es la moneda donde están la soberbia y la estupidez.

Hoy la estupidez está por todos lados, esta escueta y provisional caracterización servirá para identificarla.

También la filósofa Hannah Arendt nos muestra la relación que hay entre la estupidez y la infelicidad; en su libro Eichmann en Jerusalén, donde reflexiona sobre el juicio al criminal de guerra Adolf Eichmann, responsable de la deportación y muerte de cientos de miles de judíos y gitanos. Lo primero que llama la atención de la filósofa al ver al acusado es su apariencia de persona "normal": se ve "bien" como una persona refinada; se comporta con "decoro"; no le parece un malvado que goce haciendo el mal, sino a un hombre de familia, un burócrata que sigue órdenes; no niega su responsabilidad, admite ser el artífice de la llamada Solución Final, plan con el que se hace más eficiente y económico el exterminio; y se justifica diciendo que cumplía órdenes, que él solo hacía su trabajo, que si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro… Esta desconexión entre ser una persona "normal" y ser uno de los peores asesinos de la historia lleva a Arendt a proponer su famoso concepto de "banalización del mal": una normalización del horror justificada porque los demás lo hacían, los demás pensaban igual, los demás lo consideraban correcto. Se trata de una cabal descripción de la estupidez: el individuo no piensa por sí mismo, se disuelve en un grupo: piensa como el grupo. Eichmann hizo lo que hizo no por maldad o porque se regocijara con el dolor de los demás, no era por delectación sino por estupidez.

Este fenómeno de estupidez que tanta desgracia provocó en la primera mitad del Siglo XX —millones de muertos no son poca cosa— producto de no pensar por cuenta propia o, sencillamente por no pensar, por estupidez, es un fenómeno que también resulta muy extendido hoy: la viralización de noticas falsas, los linchamientos virtuales, las iniciativas absurdas que de pronto se disparan a la cima empujadas por millones de likes: me preocupan. Hoy estamos frente a un fenómeno de literal irresponsabilidad-estupidez: las personas no se detienen a pensar, oprimen una tecla y van normalizando la estupidez. Parecería que está ocurriendo una Zombificación… y esto me preocupa, en verdad me preocupa.

X @oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla

Óscar de la Borbolla

Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

Lo dice el reportero