Jorge Javier Romero Vadillo

El sometimiento del Congreso: una historia mexicana (II)

"El Congreso era parte de un sistema coreografiado. Las iniciativas partían del Ejecutivo y volvían maquilladas de deliberación. El ritual legislativo tenía tiempos, guiones, aplaudidores y disidentes decorativos. Todo en nombre de una unidad nacional que servía para sofocar cualquier brote de autonomía".

Jorge Javier Romero Vadillo

11/09/2025 - 12:01 am

El Congreso se llenó de representantes electos en contiendas sin competencia. La oposición legal era tolerada como ornamento. El resto se barría con el aparato.
"El Congreso era parte de un sistema coreografiado. Las iniciativas partían del Ejecutivo y volvían maquilladas de deliberación. El ritual legislativo tenía tiempos, guiones, aplaudidores y disidentes decorativos. Todo en nombre de una unidad nacional que servía para sofocar cualquier brote de autonomía". Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro

Tras el cataclismo revolucionario, la República posrevolucionaria no rompió con la tradición: la relación entre el Ejecutivo y el Congreso mantuvo el sello de la subordinación. Los mecanismos de sometimiento cambiaron, pero no el resultado. El Legislativo se convirtió en un órgano de acompañamiento, funcional a la lógica del nuevo poder, domesticado para ratificar sin ruido.

Álvaro Obregón inauguró la nueva etapa con pragmatismo brutal: sobornos directos a los diputados para aprobar su iniciativa de creación de la Secretaría de Educación Pública. Dinero a cambio de votos. En las actas del Congreso quedaron los discursos inflamados; en los pasillos, la certeza de que cada voto tenía precio. Así se inauguró la relación entre el nuevo Ejecutivo posrevolucionario y el Legislativo: no con autonomía ni deliberación, sino con billetes. El nuevo caudillo entendió que no bastaba con ganar en el campo de batalla: había que comprar el respaldo del Congreso. Y lo hizo con la desfachatez de quien inaugura un método, no con la cautela del corrupto, sino con la seguridad del fundador.

Con la fundación del Partido Nacional Revolucionario en 1929, Plutarco Elías Calles ideó una fórmula más estable. Ya no bastaban los sobornos. Había que institucionalizar la obediencia. El nuevo partido surgió como mecanismo para organizar la sucesión presidencial y dar cauce al reparto corporativo del poder. No se trataba de construir representación, sino de canalizar lealtades. A partir de entonces, el Congreso se llenó de diputados formales que eran representantes informales del Presidente.

El siguiente paso llegó en 1933, cuando se prohibió la reelección legislativa inmediata. La medida se vendió como democratizadora, pero su efecto fue el contrario: eliminó cualquier incentivo para la rendición de cuentas o la construcción de carreras parlamentarias. Los diputados dejaron de ser representantes y pasaron a formar parte del juego trianual de las sillas musicales: piezas desechables de un engranaje que castigaba el disenso y premiaba la sumisión. Sin posibilidad de reelección y sin base territorial real, sus carreras dependían del favor presidencial. Todos los cargos —los de elección y los del aparato burocrático— eran parte del botín repartido desde la cúspide. El Presidente no sólo gobernaba: repartía empleos, reciclaba lealtades y desactivaba cualquier amago de autonomía. Nadie construía poder propio; todos esperaban turno.

Durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas se consolidó la subordinación legislativa con otro movimiento clave: la Presidencia del partido oficial se centralizó en la figura del Presidente de la República. Así se cerró el circuito. El Jefe del Ejecutivo era también jefe del partido. No sólo promulgaba leyes, también decidía quién las redactaba, quién las votaba y quién aparecía en la boleta. El Congreso se volvió una extensión de la voluntad presidencial, canalizada por el partido que lo cobijaba todo.

En 1946, con la creación del Partido Revolucionario Institucional, se afinó la ingeniería electoral. La nueva legislación estableció condiciones abiertamente proteccionistas: requisitos imposibles para los partidos opositores, restricciones al financiamiento, control vertical de los registros. El Congreso se llenó de representantes “electos” en contiendas sin competencia. La oposición legal era tolerada como ornamento. El resto se barría con el aparato.

Para simular pluralidad, el régimen ideó la figura de los “diputados de partido”: curules entregadas de manera proporcional a las formaciones que alcanzaran un porcentaje mínimo de votos. En apariencia, se abría el juego. En la práctica, se controlaba su alcance. Los diputados opositores podían hablar, incluso criticar, siempre que no afectaran las mayorías. El disenso era calculado, la pluralidad restringida, la oposición encuadrada.

La disciplina partidista fue otro de los instrumentos clave. Los diputados del PRI no respondían a sus electores —porque nadie los elegía realmente—, sino al Presidente y a su operador parlamentario, el coordinador de bancada, designado desde Los Pinos. La lealtad se premiaba con candidaturas futuras o cargos administrativos. La rebeldía se castigaba con el ostracismo.

El Congreso era parte de un sistema coreografiado. Las iniciativas partían del Ejecutivo y volvían maquilladas de deliberación. El ritual legislativo tenía tiempos, guiones, aplaudidores y disidentes decorativos. Todo en nombre de una unidad nacional que servía para sofocar cualquier brote de autonomía.

Sin embargo, hacia finales de los años setenta, el modelo empezó a mostrar fisuras. La represión del movimiento estudiantil del 68, la creciente presión social, el surgimiento de nuevas fuerzas políticas y las tensiones dentro del propio PRI abrieron espacio para una reforma que reconociera, aunque con límites, la necesidad de ampliar la representación.

La reforma política de 1977, impulsada por el Secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles, fue el primer intento serio de incorporar a la oposición al juego institucional. Se modificó la fórmula electoral, se amplió la representación proporcional y se facilitó el registro de nuevos partidos. El objetivo era claro: despresurizar el sistema sin ceder el control. Pero el cambio fue real. La Cámara dejó de ser monocolor. La oposición ganaba presencia, aunque todavía sin poder.

Durante los años ochenta y noventa, las reformas se sucedieron: ampliación de plurinominales, reconocimiento a nuevas fuerzas, nuevas reglas de fiscalización, integración plural del Instituto Federal Electoral. El Congreso, poco a poco, empezó a parecerse al país.

El punto de quiebre fue la reforma de 1996. Se acabó el monopolio electoral del PRI, se dotó al IFE de autonomía real y se establecieron condiciones equitativas de competencia. Fue un nuevo pacto institucional. La pluralidad dejó de ser concesión y se convirtió en norma. El Congreso ya no era sólo un decorado. Se volvió arena de disputa política, espacio de negociación, lugar donde se podían frenar imposiciones. El régimen de partido hegemónico cedió paso a la democracia.

Fue una conquista costosa, frágil, pero valiosa. Porque por primera vez en la historia mexicana, el Legislativo adquiría autonomía frente al Ejecutivo. Se legisló con debate, se frenaron iniciativas autoritarias, se discutieron reformas relevantes. No fue la democracia perfecta, pero sí un paso firme hacia una República deliberativa.

Lamentablemente esa etapa no fue más que un breve espacio. Ese otro momento, en el que el Congreso se convirtió en un contrapeso real, será tema de la próxima entrega. Ahora quería mostrar cómo, durante casi todo el siglo XX, la subordinación del Legislativo fue regla, no excepción. Con excepciones contadas y controladas, el Congreso fue el escenario del ritual obediente: levantar la mano, aprobar sin leer, vitorear sin preguntar. La política se decidía en otra parte. La Ley era el último paso del trámite. El reparto del poder era vertical, y el Legislativo, una comparsa domesticada. La historia mexicana del siglo pasado se escribió desde la Presidencia, con un Congreso siempre en un sitio subordinado: disciplinado, dispuesto, y listo para aplaudir incluso a algún asesino serial, porque había que celebrar su rehabilitación como logro del régimen.

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

Lo dice el reportero