
El Primer Informe de Gobierno de la Presidenta Claudia Sheinbaum confirmó lo que ya se vislumbraba en los primeros meses de su gestión. Atestiguamos un discurso sólido en materia de derechos sociales y económicos, pero con ausencias notables en temas de justicia y verdad.
Es innegable que hay avances en lo social. La reducción de la pobreza marca un rumbo distinto al de las décadas neoliberales. Como señaló la propia Presidenta, millones de personas han salido de la pobreza y la desigualdad se redujo de manera significativa. Esa narrativa de “prosperidad compartida” refleja una política salarial que ha corregido viejas injusticias. También destacó el reconocimiento normativo de la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, los derechos de los pueblos indígenas y nuevas medidas para garantizar el acceso a la vivienda.
Ahora bien, los informes de gobierno siempre llevan un tono celebratorio. Sería ingenuo esperar autocrítica, pero los énfasis y silencios revelan las prioridades. Lo que no se dijo resulta tan importante como lo que sí.
El Informe mostró dónde el Gobierno se siente más incómodo y tiene deudas pendientes: en el terreno de los derechos civiles. La Presidenta insistió en que en México “no hay censura”, que se vive “la mayor libertad de expresión de la historia” y que no existe represión. En lugar de reconocer desafíos, se optó por un discurso negacionista. La realidad es completamente distinta. La violencia contra la prensa persiste y crecen, como nunca antes, los casos de acoso judicial contra periodistas.
Otra omisión dolorosa está en el tema de las víctimas de la violencia, en particular las personas desaparecidas. Sheinbaum apenas mencionó reformas legales para “robustecer la impartición de justicia y la atención a víctimas de desaparición”. Nada más. No hubo un reconocimiento de la magnitud de la crisis —más de 130 mil personas desaparecidas— ni una ruta clara para enfrentarla. El mensaje se limitó a cambios normativos, sin comprometerse con lo esencial. Nos faltó conocer esos mínimos esenciales que entrañan las condiciones para la búsqueda efectiva, la atención a las familias y la rendición de cuentas frente a décadas de impunidad.
En un país donde miles de familias siguen excavando con palas y varillas para encontrar a sus seres queridos, esa omisión pesa tanto como cualquier cifra económica positiva. El Informe era la oportunidad para reconocer que el Estado ha fallado y que se necesita un viraje profundo en la política de desapariciones. En cambio, quedó un enunciado general que diluye la tragedia humana en modificaciones legales y nuevos vericuetos burocráticos. Cambios normativos que, por cierto, no son del todo aceptados por decenas de colectivos de búsqueda.
Los avances en salarios, empleo o inversión extranjera no borran las deudas con la verdad ni alivian el dolor de las madres buscadoras. Los derechos humanos son integrales. No basta con redistribuir riqueza si se tropieza en lo esencial, el derecho a la verdad, la justicia, la reparación y no repetición.
Ya lo advertimos en este espacio. La reducción de la pobreza es encomiable y marca un rumbo a seguir, pero la democracia mexicana sigue en vilo. Parte de esa fragilidad proviene de la incapacidad de las instituciones para responder a las víctimas de la violencia. Peor cuando las instituciones que servían de contrapeso están en vías de captura por parte del oficialismo.
El contraste entre logros y ausencias no debería pasar inadvertido. México necesita crecimiento con justicia social, sí, pero también un compromiso explícito con la verdad y en el combate a la impunidad. El reto para la Presidenta Sheinbaum no es sólo sostener los avances económicos, sino demostrar que su gobierno puede enfrentar, con la misma determinación, la tragedia humanitaria que define a nuestro tiempo. Porque sin verdad y sin justicia en un país de atrocidades, la transformación no será tal.





