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Catalina Ruiz-Navarro

01/07/2015 - 12:00 am

Desigualdad bajo la falda

Desde que vivo en México, me ha pasado varias veces que cuando voy a pagar la cuenta en un restaurante, saco mi tarjeta, se la entrego al mesero, y el mesero le pregunta  a mi pareja (que es un hombre) “¿cerrada la cuenta?” (que es la manera en que los meseros mexicanos preguntan si uno […]

Desde que vivo en México, me ha pasado varias veces que cuando voy a pagar la cuenta en un restaurante, saco mi tarjeta, se la entrego al mesero, y el mesero le pregunta  a mi pareja (que es un hombre) “¿cerrada la cuenta?” (que es la manera en que los meseros mexicanos preguntan si uno va a dejar propina). Otra anécdota: cuando me preguntan cómo vine a parar a este país contesto que vine porque me enamoré. Dejé los trabajos que tenía en Colombia y me quedé solo con las columnas de El Espectador y El Heraldo. Fue un riesgo laboral muy grande que no habría sido capaz de tomar sin la dopamina del amor. Cuando le daba esta respuesta a mis amigos en Colombia, abrían los ojos hasta despepitarlos, ¡cómo! ¡en qué vas a trabajar allá! ¡estás loca! En cambio, una importante mayoría de los nuevos conocidos mexicanos no mostraba tal asombro. En raras ocasiones preguntaban por mi trabajo en Colombia o por mis planes profesionales aquí. Quizás muchos no lo hacían por timidez o respeto, (ya ven que en Colombia somos bastante metiches), pero con mucha frecuencia me quedaba la sensación de que  “venir a vivir con él” era suficiente explicación de mi existencia en este país.

No crean que en Colombia las cosas están de maravilla, a las mujeres nos pagan menos y trabajamos el doble como en todas partes del mundo. Si en Colombia es raro ver hoy en día mujeres que solo se dediquen a ser amas de casa, es porque 120 años de guerra, han dejado al país lleno de padres muertos y/o irresponsables. Por eso Colombia es un país de madres solteras, y quizás es por eso que los meseros asumen que nosotras también podemos pagar la cuenta. Pero en todo caso, es  supremamente violento, y diciente, que el mesero o la mesera crean que quien decide cómo gasto mi dinero es mi esposo, sin tener más información sobre nosotros que nuestra identidad de género. Sin embargo, su sesgo tiene un sustento en los datos, después de todo, en México, solo 4 de 10 mexicanas hacen parte de la población económicamente activa. Estas anécdotas hablan de una brutal desigualdad económica que está normalizada, pero además ilustran que esa desigualdad económica tiene todo que ver con las evidentes desigualdades entre hombres y mujeres.

La semana pasada, Oxfam México lanzó su informe sobre desigualdad escrito por Gerardo Esquivel. Los datos que presenta el informe son tan dramáticos como era de esperarse: mientras el salario mínimo mexicano está por debajo de los umbrales aceptados de pobreza, el número de multimillonarios en México no ha aumentado: siguen siendo los mismos  amasando fortunas aún más grandes y tan solo la riqueza de cuatro mexicanos (todos hombres) representa el 9% del PIB del país. El informe solo dedica una pequeña porción a hablar de la desigualdad económica y de género que se vive en México: de acuerdo con el Global Gender Gap 2014, México ocupa el lugar 80 de 142 países en esta materia. En lo que se refiere a la participación y oportunidades económicas, México se ubica en el lugar 120. Sobre la participación laboral, la mujer ocupa un 48% mientras que el hombre 83%, y el ingreso obtenido por las mujeres solo representa el 46% de lo que generan los hombres. Por otro lado casi cuatro de cada 10 hogares en México tienen a una mujer como cabeza de familia, y una mujer cabeza de familia hace más probable que esa familia viva en la pobreza. ¿Por qué digo que es casi probable? Porque aunque en muchos indicadores e informes económicos el género aparece como un punto más, en realidad es, en mucho casos, el preciso origen de esa desigualdad.

El Índice de Desigualdad de Género (idg) refleja la desventaja que pueden experimentar las mujeres respecto de los hombres en tres dimensiones: salud reproductiva, empoderamiento y mercado laboral. El indicador de salud reproductiva se mide mediante la tasa de mortalidad materna y la tasa de fecundidad adolescente. El componente de empoderamiento del idg combina el porcentaje de puestos parlamentarios ocupados por mujeres y el nivel de educación alcanzado por las mujeres. Con el primero, se intenta medir la desventaja en la arena política en todos los niveles de gobierno; con el segundo, se incluye una medida de la libertad de la mujer con la hipótesis de que ésta aumenta con un mayor nivel de instrucción, ya que mejora su capacidad de crítica, reflexión y acción para cambiar su condición.

Esta desigualdad también implica que la mayor parte de las mujeres con acceso a servicios de salud cuentan con el a partir de su relación con otras personas o de su pertenencia a programas sociales (Coneval 2008-2012). Es decir, el acceso que tienen a los servicios es indirecto, no depende exclusivamente de ellas y no cuentan con garantías al respecto. Ello las coloca en una situación particular de vulnerabilidad y dependencia que atenta directamente contra su derecho a la salud.  En México, los resultados muestran que las mujeres aún enfrentan dificultades para acceder a escaños parlamentarios y a niveles secundarios y terciarios de educación. Pero además, tener un título universitario tampoco garantiza un mejor sueldo, y mucho menos si eres mujer, pues está probado que en todos los niveles de preparación a las mujeres les pagan menos.

Según las estadísticas mundiales, los hogares con mujeres cabeza de familia son los más pobres del mundo. Las mujeres somos el 62% de la población analfabeta, solo poseemos el 1% de la propiedad en todo el mundo, y el 10% de los salarios. Mientras tanto, hacemos dos tercios de todo el trabajo que se hace en el mundo, producimos el 50% de la comida. Estas diferencias se acrecientan cuando entran en el juego factores como etnicidad, raza, orientación sexual y clase social.

Los datos se los pongo para que no me digan después que esta desigualdad me la estoy imaginando, y que ya el feminismo para qué si todos somos iguales. Luego hay otra escuela de economía liberal que argumenta que las mujeres no ganamos más ¡porque no queremos! Dicen estos economistas que ellos no tienen la culpa de que nos gusten más los trabajos en los que nos pagan poco, y que nuestra natural, pero loable, disposición a las economías del cuidado es lo que nos tiene jodidas.

Muchas mujeres que disfrutan de la liberación femenina o que afirman que ya las mujeres podemos hacerlo todo, olvidan que lo hacen a costa de otras mujeres que hacen estas labores “femeninas” de cuidar la casa o de criar a costa de otras mujeres, pobres y mal pagadas.

Como lo señala Sarah Hidalgo “La historiadora Ann Blum ha mostrado que, en el México de finales del siglo XIX y principios del XX, las trabajadoras domésticas eran las principales usuarias de orfanatos y casas cuna cuando no podían llevarse a sus hijos a trabajar con ellas ni tenían algún pariente con quien dejarlos. Al mismo tiempo, estas instituciones canalizaban a las niñas que crecían ahí como trabajadoras domésticas en casas de familias con más recursos, reproduciendo así la estructura y jerarquía de clase. (Ann Blum, Domestic Economies: Family, Work, and Welfare in Mexico City, 1884-1943. Lincoln y Londres: University of Nebraska Press, 2009)”.

Si el trabajo no se está repartiendo de manera equitativa y justa entre ambos géneros, lo que tenemos es un falso triunfo de “la revolución”.

En la desigualdad económica de género hay una brecha que hasta ahora parece insalvable: las mujeres siguen realizando dobles jornadas laborales. La segunda es el trabajo doméstico, que rara vez es remunerado, y que implica entre 10 y 20 horas semanales más que los hombres, y entre 8 y 15 horas semanales invertidas en el cuidado de otro, que muy pocas veces resultan remuneradas. Eso sin contar con el trabajo reproductivo: preñarse, parir, amamantar y cuidar de los recién nacidos, otra de las tantas tareas que nos suelen pagar con la ingrata moneda del “amor”.

Si le dijéramos a un hombre que va a trabajar 30 horas diarias a la semana sin que esto se vea remunerado y que les vamos a pagar con besos y abrazos, serenatas y dándoles las gracias se reirían en nuestra cara. Nos dirían, ¡es esclavitud! Y tendrían razón. Lo es. Y doblemente cruel, pues es una forma de esclavitud de la que las mujeres no pueden renegar pues supuestamente es “su lugar natural” (como cuando le decían a los negros que estaban hechos para los trabajos pesados porque “son más fuertes”) y porque se nos tacha de malvadas o malagradecidas si no hacemos de buena gana y con perfecta abnegación todos estos trabajos que se invisibilizan económicamente con el cuento del amor.

En su ensayo “Revaluing Economics”, que apareció en su libro Moving Beyond Words, de 1994, Gloria Steinem muestra que el problema no es que las mujeres nos dé por trabajar en cosas que pagan menos, sino que a las mujeres nos pagan menos, punto, no importa en qué trabajemos. Por ejemplo: mientras la construcción de carreteras se paga bien en Canadá (donde es un campo dominado por hombres) se paga muy mal en países donde lo hacen las mujeres como Rusia y Nepal. En Japón, construir piezas electrónicas es un campo dominado por hombres y se paga decentemente mientras en Hungría y México, donde lo hacen mujeres se paga mal. Esto sucede porque en todo el mundo el trabajo se avalúa según el valor social del trabajador y no según el valor del trabajo.

Steinem explica que aunque las mujeres se pueden beneficiar de mejores sueldos cuando son las primeras en un “campo de hombres”, es algo temporal, como cuando los negros se mudan a un vecindario blanco y las casas empiezan a devaluarse. cuando un campo se “feminiza” es decir, cuando tiene “demasiadas mujeres” lo salarios empiezan a devaluarse. Por ejemplo, la contaduría en EEUU era bien paga mientras fue una ocupación de hombres, de hecho en cierto momento había un certificado público de contaduría que admitía mujeres hasta su reforma en 1950. Cuando los movimientos sociales cambiaron esto, la contaduría se convirtió en un trabajo con muchas mujeres y los salarios bajaron. Por el contrario, cuando los hombres entran a un oficio dominado por mujeres, de hecho les pagan más, por ejemplo, a los conserjes les pagan mejor que a las empleadas del servicios doméstico.

El punto es que el trabajo de las mujeres está sistemáticamente subvalorado. Por ejemplo, el agua que pasa por tuberías tiene un valor económico, pero el agua que cargan las mujeres sobre sus cabezas en miles de pueblos alrededor del mundo no. Lo que el ama de casa compra tiene un valor, pero nadie le paga por el tiempo que pierde haciendo la fila, ni mucho menos por hacer la comida. Las mujeres son cocineras, y los hombres chef. Cuando el hombre asume parte o la totalidad del “trabajo familiar”, se le premia y aplaude. A las mujeres en cambio se les estigmatiza y segrega. Para los Estados y sus indicadores económicos, una mujer que cuida a sus hijos es una persona que “no trabaja” por eso la asistencia social a madres y viudas se trata como caridad.

“Todo el trabajo que se dedica a la producción, creación y sostenimiento de la vida, incluyendo el trabajo de dar a luz, no es visto como una interacción consciente de un ser humano con la naturaleza, es decir, una actividad verdaderamente humana, sino más bien como una actividad de la naturaleza.” En otras palabras, las mujeres crean y crían, porque están a merced de unas fuerzas superiores de la naturaleza, a pesar de que se espera que seamos individualmente responsables de las consecuencias de nuestros actos reproductivos. Tenemos lo peor de ambos mundos.

Steinem va más allá y afirma que en el mundo hay un pánico generalizado a que las mujeres tomemos control y saquemos ganancia de nuestros monopolios naturales (como la generación de vida), algo que sin duda, equilibraría el juego económico de poderes con los hombres. En los indicadores se desaparece la reproducción como una actividad económica (que gasta energía y tiempo) y así, no tenemos poder. “Hay menos culpa y, en cambio, una rabia energizante, cuando nos damos cuenta de que los sistemas patriarcales desaparecen o infravaloran el trabajo de las mujeres para tener medios no pagos de producción” (léase esclavitud).

Nuestros derechos sociales y políticos no pueden conseguirse si no tenemos derechos económicos. Steinem dice que la actividad económica internacional es como ese mito de el mundo y la tortuga: el mundo entero se sostiene sobre la caparazón de una tortuga sin ser consciente de su existencia. Las mujeres somos esa tortuga, sosteniendo el mundo con una actividad económica invisibilizada y usualmente sintiendo culpa por no poder cargar más peso. La figura de la tortuga sirve para mostrar que las mujeres, históricamente y alrededor del mundo, hemos estado en una situación de esclavitud, pero que además nos han hecho creer que esa esclavitud es nuestro lugar en el mundo, y que además, nos tiene que gustar. Si vamos a hablar de acabar con la desigualdad, empecemos por destapar esa esclavitud, velada, subrepticia, endulzada con miel en la que viven la mayoría de las mujeres en el mundo. La esclavitud invisible que aún no somos capaces de abolir.

@Catalinapordios

Catalina Ruiz-Navarro
Feminista caribe-colombiana. Columnista semanal de El Espectador y El Heraldo. Co-conductora de (e)stereotipas (Estereotipas.com). Estudió Artes Visuales y Filosofía y tiene una maestría en Literatura; ejerce estas disciplinas como periodista.

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