En defensa del indefendible

01/12/2013 - 12:02 am
Heston-Blumenthal
Heston Blumenthal

Oficialmente, yo iba a Londres de trabajo. Oficialmente, mi mujer iba de vacaciones, aprovechando literalmente el viaje (es decir el hotel pagado y mis viáticos razonablemente generosos). Pero a decir verdad nuestra agenda –o al menos parte importante de ella– era otra: dinner at Dinner, que no es tautología sino, en inglés, planes para cenar en el nuevo restaurante del chef Heston Blumenthal –así se llama: Dinner, aunque también está abierto para el lunch–, leyenda de la cocina desde su fundación en 1995 –en la comunidad de Bray, en Berkshire– de The Fat Duck, restaurante que se disputa con el Bulli de Ferrán Adriá el título de templo, de eso que ambos chefs se niegan a nombrar gastronomía molecular, pero que de todos modos así se llama (o, cuando menos, así llamamos).

FAT-DUCK

Bien sabíamos que, por generosos que fueran, los per diem de mi empresa, no nos alcanzarían ni para el postre en el sitio de marras, pero eso poco nos importaba: habíamos ahorrado justo para comer en ese restaurante galardonado con dos estrellas Michelin, considerado el noveno mejor del mundo en la lista de San Pellegrino y Restaurant Magazine, y encabezado por un chef legendario, que de las primeras sumaba 6 (de las otras cuatro, tres corresponden a The Fat Duck y una a The Hinds Head, su pub, también sito en Bray), y que había encabezado la segunda en 2005, justo con su originalísimo feudo original. Lo que es más, ello nos permitiría conocer el nuevo avatar de del trabajo de Blumenthal: su cocina inglesa histórica, basada en la recuperación de recetas de los siglos XVI a XIX.

Que el restaurante ocupara los bajos del Mandarin Oriental Hyde Park me decepcionó, ya sólo porque tal hotel lujosísimo resulta también tristemente genérico: otrora pletórico de solera –cuando ostentaba solo el nombre de Hyde Park–, hoy, merced a una remodelación brutal de sus interiores, ostenta una estética chic y desnatada, imaginable en cualquier residencia temporal de tal categoría en cualquier urbe contemporánea: lindo pero ahistórico e impersonal. Y la ambientación de Dinner no es sino continuación de ello: muy limpia, muy elegante, muy aburrida al tiempo que muy llena de gimmicks, como ese horno rosticero aparente, con mecanismo de relojería diseñado por la firma suiza Ebel. Pensamos entonces que el plato fuerte –perdóneseme la metáfora– sería la comida: dinner itself.

Tipsy Cake
Tipsy Cake

No que no cenáramos bien. Mi tuétano rostizado (circa 1720, consigna el menú) dialogaba muy bien con los caracoles, el perejil, la anchoa y los encurtidos pero puedo encontrarlo igual de bueno en el Rosetta de la ciudad de México, del que ya he escrito aquí. De mi pechuga de pato con hinojo confitado nada recuerdo –hace un año de la visita–, a no ser que se presumía del siglo XVII. Y el Tipsy Cake estaba notable, sí, pero también lo es el bizcocho borracho que hornea mi abuela, y eso que no tuvo que investigar el modo de preparación en un recetario de 1830. Estuvo muy bien, pues. Buen restaurante, recomendable para quien quiera darse un gustito en un viaje a Londres y tenga los medios para pagarlo. ¿Desconcertante? No. ¿Nos hizo viajar en el tiempo? No. ¿Experimentamos sensaciones físicas inesperadas? Sólo si una mansa placidez puede ser considerada tal. La decepción, entonces, fue enorme: Dinner estaba muy bien, pero no era ni de broma el noveno mejor restaurante en el que hubiera comido en mi vida… y la cuenta había sido notablemente elevada.

Como corolario de aquel viaje, quise llevar a mi mujer –quien hasta entonces nunca había estado en Londres– a conocer un sitio para mí lleno de recuerdos: de lo que he vivido y, mejor, de lo que no. Adolescente y joven, tres o cuatro veces comí o cené con mis padres en el Savoy Grill, restaurante informal del hotel del mismo nombre en el que hube de pasar momentos memorables, por lo entrañables que me resultan los recuerdos de esos viajes familiares, sí, pero sobre todo por la Historia y las historias a él asociadas.

Hotel Savoy
Hotel Savoy

Fundado a principios del siglo XX, el Savoy Grill fue concebido desde sus inicios como un “reducto de personas acostumbradas a mandar, que hacían cosas o lograban que se hicieran, que no eran especialistas en maneras o en atuendos (a no ser por alguna actriz estrella o por alguna corista a la moda), que cruzaban el Atlántico seis o siete veces al año, que se saludaban con gestos histriónicos a través de media docena de mesas y que comenzaban a ver el reloj a las dos y cuarto”. Leyendas entonces vivientes, pues, descritas no en mis palabras, sino en las del escritor Arnold Bennett quien, en su novela Imperial Palace, basada en el funcionamiento cotidiano del Savoy, haría del Grill uno de sus personajes principales. (Él, a su vez, sería uno de los personajes principales del Grill, donde sería creada en su honor y para su placer esa tortilla de huevo rellena de bacalao ahumado, parmesano y crema que lleva su nombre y que es hoy un clásico de la cocina británica: la Omelette Arnold Bennett.)

Era el Savoy Grill el lugar de elección de una Marion Davies que aprovechaba sus viajes a Londres para despacharse tarros de cerveza llenos de champaña lejos de la mirada de su amante, el magnate de la prensa William Randolph Hearst, quien le prohibía beber. Era en esa cocina donde llevaban un minucioso registro de la jalea de frambuesa que exigía Richard Strauss para acompañar su cordero, del budín de sebo que era el incongruente favorito de la glamorosa Marlene Dietrich, de las tortugas vivas bebés que se divertía en arrojar a escondidas a los platos de sopa de otros comensales Cantinflas (ahí está el horrible detalle). Fue ahí donde iniciaron su tormentosa relación Laurence Olivier y Vivien Leigh, donde Maria Callas coronara su triunfo como Tosca en el cercano Covent Garden con una ovación atronadora a su llegada al restaurante, encabezada de pie por la Reina Madre, donde la hermosa, desinhibida y desternillante Tallulah Bankhead saludara de mesa a mesa y a gritos a un viejo amigo con un “¿Qué? ¿No me reconoces con la ropa puesta?”.

Gordon Ramsay
Gordon Ramsay

Un sitio mítico, pues, pero a decir verdad, en mi recuerdo juvenil, uno lejos de calificar como gran restaurante. Recordaba su cocina inglesa más bien tradicional como correcta, sí, pero mucho menos atractiva que su mitología. Ahora, sin embargo, me enteraba de que había un nuevo chef a la cabeza: Gordon Ramsay. Y eso me intrigaba pero también me problematizaba pues, con su elevado perfil mediático –acumula programas de televisión, los más conocidos de los cuales son Hell’s Kitchen y Kitchen Nightmares– y su legendario talante temperamental –harto conocida es la anécdota en la que habría de correr de su restaurante en Chelsea al crítico gastronómico del Sunday Times, AA Gill, acompañado a la sazón por la actriz Joan Collins, por haber escrito en el pasado reseñas desfavorables de su trabajo–, Ramsay se antoja la encarnación de los peores excesos del fenómeno del celebrity chef, diva impertinente e impenitente abocada más a los reflectores y a la utilidad financiera que a la creatividad culinaria.

Aun así, hasta entonces nunca había yo probado su cocina y me daba curiosidad. Y, además, lo que quería yo compartir con mi esposa era el valor sentimental e histórico que el restaurante tenía para mí, por lo que la comida misma podía pasar a segundo plano. Sin muchas expectativas, ordenamos. Mi primer tiempo, un bisque de mariscos de concha con langosta pochada en mantequilla de brandy, constituyó una afortunada sorpresa: como todo bisque, conjugaba el sabor del mar y de la uva –el brandy– pero el matiz dado por la presencia de mariscos distintos a la langosta complejizaba el sabor de la sopa y el toque cárnico, sólido, de la langosta potenciaba la textura. Un buen comienzo. El gran momento, sin embargo, hubo de llegar con el budín de res y cerveza en gravy de chalotas. Sedosa la textura, penetrante el sabor de la carne, amargo y punzante el de la cerveza, fresco el toque aportado por las chalotas, acaso sea éste el mejor plato que he degustado en mi existencia, o cuando menos se cuente entre los cinco. Después de tal experiencia, cualquier sabor habría resultado anticlimático –el del cheesecake de limón y lima, aunque notable, lo fue– pero el efecto había sido alcanzado: Ramsay me había demostrado que, tras el escándalo y las candilejas y las líneas ágata, asomaba un cocinero de excepción.

Me pareció entonces una injusticia que el Savoy Grill sólo ostentara una estrella Michelin (frente a las dos de Dinner), que ningún feudo de Ramsay figurara en la lista Pellegrino. Con muchísimas menos pretensiones –a diferencia de Blumenthal, Ramsay no se ambiciona investigador ni historiador– aquí había una actualización creativa de la cocina inglesa, que abrevaba de la tradición para hacer de ella una subversión creativa.

Marco Pierre White
Marco Pierre White

¿A qué atribuir la falta de reconocimiento especializado a Ramsay? A la omnipresencia de su figura y al talante antipático de ésta, especularé. Sin embargo, y a diferencia de su mentor Marco Pierre White, Ramsay nunca ha hecho un acto orondo de prostitución publicitaria –White es imagen de marca de Knorr, acto sospechoso en alguien que uno imaginaría más bien alineado con la preparación lenta y minuciosa de consomés de carnes o vegetales– y, aunque con frecuencia grosero con los participantes de sus programas televisivos –that’s showbiz, kid–, nunca se le ha podido probar un acto de maltrato directo a uno de sus empleados, lo que no puede decirse de un White legendario por sus escenas de humillación y violencia en la cocina. No que esto debiera importarnos: es muy probable que no quisiera yo compartir la mesa con Gordon Ramsay pero, ya sólo por mi experiencia en el Savoy Grill, nada me haría dudar de sentarme a una servida por sus cocinas. Y es que un gran chef no debe ser moral, amoral o inmoral, conspicuo o discreto, desagradable o simpático. Un gran chef debe crear grandes platos. Mientras no visite yo The Fat Duck, diré que no me parece que Heston Blumenthal sea uno, pero Gordon Ramsay sí.

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