Los hornos de la historia

03/02/2014 - 12:00 am

Los ahora jóvenes somos la generación del cruce de siglos. El tiempo que nos toca vivir transcurre entre dos narrativas: por un lado, estamos anclados de origen al siglo de las bombas ideológicas, los genocidios étnicos y las depresiones económicas; por otra parte, somos conducidos por la inercia del siglo que florece, con sus novedades tecnológicas, el crack del Estado-Nación y la multipolaridad geopolítica.

Nos espera inestabilidad económica, ausencia de garantías de movilidad social y la bancarrota de la red de seguridad formada por los pactos del Estado de Bienestar. Se vuelven cotidianas las turbulencias financieras y las fluctuaciones de los mercados: viviremos lo que viene bajo el rigor del patrón incertidumbre. Atados al signo de la ambigüedad, lo único que parece seguro es que apiñaremos fracasos e incumplimientos sociales.

Muchos regímenes van y vienen, pero el capitalismo permanece. La economía de mercado aplicada como dogma irrefutable es la coartada para mantener una desigualdad aberrante, reduciendo la realidad a consumo, producción, oferta y demanda, valor de cambio y episodios de fetichismo extático: el crédito es la nicotina de los banqueros; la deuda, la aceptable esclavitud de l@s modern@s. En tanto, bullen niñ@s hambrient@s en las periferias del capitalismo, como desgañitados e incómodos excedentes de la industriosidad del progreso. La explotación es una puerca de ocho tetas de la que doña civilización seguirá extrayendo leche agria por un largo ahora.

El bautismo de este siglo fue el colapso de las Torres Gemelas. Es el símbolo atroz de las guerras por recursos energéticos. Subraya la existencia de oligarquías internacionales que en alianza con potencias mundiales, se apropian a toda costa de los bienes comunes de los pueblos. Esa iconografía violenta es la estampa precisa de las muertes que deben tributarse para mantener las ganancias de un puñado de avaros enloquecidos. ¿Será que nos espera volver a la visión de miles de personas fumigadas a plomo y llamas?

También se pierden poco a poco los sitios para el encuentro de los ciudadanos, pues la lógica neoliberal establece que los espacios públicos deben reducirse hasta que ya no existan. Brasilia y Chandigarh son ciudades que han ensayado esa desmesura: distópicas y arquitectónicamente disciplinantes, se conforman con edificaciones homogéneas, relucientes y sin historia. Se pretende quebrantar al Zoon politikon mediante el aislamiento, para que se rinda ante la inmensidad de las plazas inmaculadas y vacías, con bloques de edificios funcionalistas amontonando soledades en sectores bien circunscritos.

Ecológicamente estamos en un punto sin retorno: ya no se trata de conservar, sino de reponer lo que hemos destruido, cosa que implica un esfuerzo mayor al que no emprendimos durante décadas: en poco tiempo agujeramos el cielo, secamos los ríos, aplanamos los bosques y extinguimos especies. No, no venimos del buen mono, sino de las devastadoras langostas. Tal vez los únicos sitios que se mantendrán a salvo serán los que pasen por alto los contratistas, las empresas de extracción y grandes conglomerados comerciales. La mina abandonada, el arroyo desahuciado y la semilla estéril son las imágenes precisas de un “progreso” que resultó cordial con los abuelos, irritable con los padres y colérico con l@s niet@s.

¿Y si en lugar de cambiar al mundo, mejor intentamos cambiar nosotr@s? Las industrias culturales trabajan para que pensemos que pensamos: liberándonos de la ardua libertad, nos ofrecen cómodos atajos para acceder a los sentidos del mundo, ya embotellados y digeridos. Es aberrante la ubicuidad de sus mecanismos de control. Acaso la tragedia del revolucionario de este siglo no será tener que matar para que prevalezca la vida, sino sucumbir al suicidio, la locura o el autismo. El reigicídio, el deicídio y el ludismo no alcanzan cuando el trono está vacío, el altar hueco y el principio de movimiento es la máquina.

El panorama de esta juventud es un desierto suprematista: negro sobre negro y rojo sobre rojo. Aún así… ¡la desilusión es la gran instigadora de la ilusión!

Nos toca vivir al calor de los hornos de la historia, forjarnos a nuestra manera al borde del desgarramiento. Cuando el mundo está al rojo vivo nos muestra la verdadera desesperación, pero luego la desesperación nos muestra la verdad del mundo: siempre hay espacio para una última tentativa. Aún así, algunos serán heridos por el desconsuelo demasiado pronto, mientras otros se mantendrán al margen de su circunstancia hasta que puedan, cuando la realidad los alcance. Unos más serán los incansables, los necesarios. Tendremos nuestras estatuas y silencios, nuestros panteones de ilusiones, nuestros despropósitos e incoherencias, nuestras victorias y revanchas…

Un lánguido atardecer es lo más parecido a un cruce de siglos: es el momento turbulento de una conversación entre dos fuerzas. Nosotros despertamos en esta era bajo el signo del fuego, como un cigarro que se enciende para la muerte; regresaremos a la oscuridad de la misma forma que una luciérnaga se va diluyendo en el estómago de una rana. Por lo pronto aquí estamos, temblando en nuestras botas mortales, con el único signo favorable de haber tenido un encuentro fortuito en las plazas de un país que se cae a pedazos. Acaso un resquicio de luz es que estamos bullendo siempre y algunas veces zumbamos.

Estando las cosas como están, parece que la única salida es hacer una declaración de fe. La mía es discreta:

-“Vaya, ¡aquí realmente hace mucho calor!”.

@CesarAlanRuiz   

César Alan Ruiz Galicia
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