Los tipos duros no bailan

22/07/2013 - 12:00 am

Ya lo dijo el eterno flaco, grande Spinetta: “justamente el loco pareciera ser como una verdadera lamparita que vibra por vibrar, y no puede organizar ninguna respuesta valedera para su mundo y bueno, es el demente. Tarde o temprano a ese lenguaje marginal, a ese no lenguaje que tiene una estructura absolutamente cósmica, no se le puede descartar, porque el lenguaje de los locos mañana será el de los cuerdos”.

Yo creo que ocurre lo mismo con la libertad, el amor y el baile. Son sustancias impredecibles que van a sus propias revoluciones por segundo, siempre un paso adelante de la enmarañada realidad. Por eso, diagnosticar locura en el arte, en las relaciones humanas y en las utopías es siempre un juicio precipitado.

Imaginemos un planeta rítmico y profundo, donde sus nativos no se atienen a las reglas de los ungidos dioses del baile. Bajo ese cielo tumultuoso y atigrado no encontrarías al espectacular muelle resorteante de Elvis Presley en “Hound Dog”, o los bamboleos preciosos y arabescos de Robert Plant en “Immigrant Song”, ya no digamos a la máquina de microtsunamis musculares de James Brown, que alela de maravilla en su pedagógico “James Brown gives you dancing lessons”.

No. Aquí se baila con otras premisas.

Es el planeta nativo de Joe Cocker. Visualicemos cuando en el Festival de Woodstock inmortalizó el tema “With a Little Help from My Friends” con una interpretación única, insuperable. Por su complexión y fenotipo, Cocker es un inusual frasco para una voz con un poder tan desquiciado, que es de hecho más una fuerza natural que una voz.

Pero pongamos atención en sus movimientos: siendo crueles, parecerían de una persona con desajustes en el cromosoma 21. Joe accede a un trance místico y parece que por momentos le faltara oxígeno; tensa los brazos y se contorsiona erráticamente en una danza sobrecogedora, cual pez agonizando sobre la cubierta de un barco. Todo el tiempo ejecuta solos translúcidos con una guitarra invisible, a mil notas por segundo.

Joe siente la música mas allá de toda estética y es por eso un transmisor de dones. Y no baila: expira y recomienza frente a nuestros ojos, autocombiustión tras autocombustión.

Y Joe no esta solo.

Morrissey pertenece a esa estirpe. Con sus lentes de pasta, saco académico y peinado de salón semeja más a un profesor de física que una estrella de rock; por su gesto, provoca la impresión de ser un príncipe fastidiado por la mismidad del paisaje. Morrissey baila y es un spleen activo que bien representa las pasiones caóticas de un adolescente conducidas por la sensibilidad de un alma vieja.

Su sentido del ritmo es distinto: basta mirar un video random de sus presentaciones en vivo para asegurarnos de que sus desatadas caderas no podrían sostener un ula ula ni por tres segundos. Morrissey baila formando semicírculos con las manos y pasa la mano por su cabello. Se enreda con el cable del micrófono. Luego se estira. Lanza patadas y puños por doquier, inapetente. Acaba siempre en el suelo. Ahí se encoge y expulsa un minúsculo y agudo grito. Eventualmente se arrodilla y mira al público hasta lo más hondo del alma de cada uno, sugiriendo una confidencia íntima a la masa informe. Y termina de pie, en todo su esplendor.

Morrissey parece siempre elegante porque tiene nobleza su baile. Es puro y legítimo. Nos recuerda que la introversión es hermosa aún fuera de casa. Morrissey no baila: es un gentil y profundo vortex.

Otro célebre genuino es Thom Yorke. En “Feeling Pulled Apart By Horse” se agita con una ausencia de coordinación espectacular. Practicar coreografías es cosa del pop –parece aclarar a cada meneo– y yo hago… no tengo idea de que sea, pero lo hago muy bien. El caso es que Thom respinga como traspasado por un rayo, bullendo en un permanente cabeceo autista. Su extraño talento proviene de la conexión que tiende con las fuentes de una paranoica civilización que solo nos trajo atascos, trabajo de oficina y nuevas enfermedades. Con onomatopeyas, melismas y monosílabos, problematiza e imparte un discurso de la incomunicación que parece recrearse en significar el mundo mediante balbuceos.

Con cada músculo galvanizado, Thom pasea inquieto y aislado. Va de un lado a otro del escenario y vuelve siempre hacia sí mismo. Y no baila: tirita con vehemencia.

Al final de este catálogo he dejado a Ian Curtis. Admiro su voz de barítono y su emotividad poética. No habría de agregar mucho, pues su “coreografía” ya es legendaria. Provienen tal vez de los estragos causados por la epilepsia y la agorafobia, unidas en un chico con alma hiperestésica que se hundía en el universo de sus conflictos personales, aunado al desaliento legítimo de vivir en una sociedad vulgar y excéntrica. De ello se deduce un paso monótono y embotado, ejecutado con un pesimismo irrenunciable.

La película Control pretendió estetizarlo, pero si vemos la versión en vivo de “Shadowplay”, es notable que sus movimientos son mucho más inquietantes: sube y baja los brazos como si practicara posturas de defensa personal -siempre indeciso e insatisfecho- en tanto alterna el compás con sus piernas, pero manteniendo el tronco inmóvil. Su danza es más una pelea burda y descarnada contra una pandilla de sospechas ocultas, adheridas chiclosamente a su alma.

Ian curtis no baila: se refriega contra el más jodido malestar ontológico.

Norman Mailer dijo en un famoso libro, refiriéndose a la mentalidad del verdadero boxeador, que es la filosofía del campeón sin corona: los tipos duros no bailan: enfrentan y se destrozan”.

Así son los verdaderos locos: no hablan de locura. La ejercen. Se juegan todo.

Y al final, cuando termina el espectáculo del anti-baile, aún los más reacios deben musitar -no sin cierta gravedad y congoja- lo dicho por Galileo:

“Y sin embargo, se mueve”.

Twitter: @CsarEleon

César Alan Ruiz Galicia
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