NUNCA CONFÍES EN ALGUIEN MENOR DE 30

23/02/2014 - 12:00 am

C’est que souvent il en fait de trop.

Aunque mi interlocutora no tiene una gota de sangre que no sea francesa, nació en México, ha vivido la mayor parte de su vida aquí, piensa en español y el español es la lengua que usa para comunicarse con la inmensa mayoría de las personas con que interactúa, incluyéndome a mí, que la conozco hace 35 años. Y es así esa mañana de domingo cuando, rumbo a casa para encontrarme con mi mujer a fin de salir a comer juntos, me topo con esa amiga binacional, libro en mano, cigarrillo en boca (¿he dicho ya que es francesa?), apostada ante una de las mesas dispuestas en la acera por la flamante lonchería Peltre, inaugurada apenas días antes en la esquina de las calles de Saltillo y Alfonso Reyes, en la colonia Condesa.

peltre

Me dio gusto verla. Sabiéndola polanquense, la saludé con un mexicanísimo “¿Y ora tú? ¿Qué haciendo por aquí?”. En español –corrijo: en chilango– me dijo que había decidido venir a desayunar a estos rumbos para conocer el nuevo sitio. “¿Y qué tal está?”, le pregunté, anticipando la posibilidad de proponerle a mi mujer que fuéramos a comer justo ahí. Fue entonces que mi amiga viró al francés, que para ambos sigue funcionando como lenguaje secreto. Secreto profesional, en este caso, puesto que mi amiga es ella misma restaurantera y chef y que lo que quería comunicarme es que Peltre no le había gustado. Había pedido la torta de lechón y le había parecido reseca, lo mismo que la concha con la que había terminado su desayuno. No me lo esperaba, y así se lo hice saber. Entonces me confesó que acaso estuviera prejuiciada en contra del chef, y que por lo general su cocina no le entusiasmaba. Fue entonces que sentenciara ese “C’est que souvent il en fait de trop” que habrá que traducir por “Es que a menudo hace de más” o “Es que a menudo se excede”.

El chef en cuestión es Daniel Ovadía, quien saltara a la luz pública hace 9 años, a sus 21, con la inauguración en San Ángel de su restaurante Paxia. Diré que no me sorprendió el veredicto de mi amiga pues no es la primera vez que escucho a buenos comensales (e incluso a comensales profesionales, como ella) desestimar la cocina de Ovadía con aseveraciones en ese mismo tenor. E incluso añadiré que he suscrito algunas, aunque con gigantesco matiz: no creo que Ovadía se exceda a menudo pero sí que lo ha hecho en ocasiones, y que eso ha costado caro a su imagen culinaria. Se ha excedido, por ejemplo, con el azúcar. Memorable es su combinación de unas quesadillas fritas perfectas, rellenas de pollo, y servidas con una mezcla de mole y chocolate vertido en una copa de martini, para sopear… pero ¿si el mole tiene ya de sí acentos dulces –el plátano y el chocolate que son consustanciales a su receta–, y sí, en un rapto de inspiración autoindulgente, Ovadía ha decidido servirlo sobre una pastilla de chocolate que va fundiéndose mientras es consumido, ¿es necesario que el relleno de las quesadillas sea no puro pollo deshebrado sino pollo con (más) mole (más dulce)? ¿Y que las quesadillas mismas vengan, además, espolvoreadas con azúcar? El resultado –servido, hay que aclararlo, como entrante– termina por parecerse muchísimo a un postre. Hablando de postres, se ha excedido también con los chistes. Sus Verduras animadas de ayer y hoy –que son, ellas sí, un postre– llevan el nombre un guiño a la forma en que son presentados en la televisión mexicana los cortos animados clásicos de la Warner Brothers, aunque acaso valga también encontrar en ellas una broma a lo Bugs Bunny. Trampantojo perfecto, la zanahoria parece en efecto una zanahoria (cuando es un chocolate relleno de cítricos y guayaba), la cebolla una cebolla (cuando es un dulce de coco relleno de mousse de limón), el jitomate un jitomate (cuando es una suerte de gelatina de moras) y la sorpresa visual arranca una carcajada; el problema ha de ser, entonces, que ésta ha de ser tan sonora que en la memoria –que es uno de los ingredientes a los que con mayor frecuencia apela Ovadía, casi siempre con éxito– queda el chiste y no el sabor, opacado por el gracejo. Se ha excedido, asimismo, con las combinaciones y yuxtaposiciones inesperadas de ingredientes, que maneja con extrema soltura –no en balde esa Lasaña de chicharrón en salsa verde que lo hiciera saltar a la fama y que ha devenido clásico contemporáneo– pero a las que a veces sobran elementos. ¿Ensalada de lechuga con toronja y queso de cabra? Espléndido. ¿Aderezarla con piña deshidratada? Por qué no: da un toque dulce y ofrece una variedad de texturas. ¿Necesitamos además el mango (otra vez más dulce)? Creo que no. Y, finalmente, en sus inicios –hace mucho que parece haber abjurado de ello–, Ovadía solía excederse con esas espumas y aires con los que Heston Blumenthal y Ferrán Adriá lograran a un tiempo transformar la gastronomía contemporánea y atrofiar la creatividad de los cocineros profesionales.

Daniel Ovadía
Daniel Ovadía

Si comienzo por conceder todos esos excesos justamente imputados a Ovadía es para entregarme al objeto mismo de esta entrega, que es postularlo ya desde sus inicios como un gran chef. Regresemos a esa Lasaña de chicharrón, cuyo procedimiento es la sustitución del ingrediente clave –la carne molida a la boloñesa por el chicharrón en salsa verde– en una receta clásica, ejecutada con maestría: ahí hay ingenio. Pasemos al otro plato paradigmático de Paxia –por fortuna recuperado en la carta de Peltre– que son las Bombas de frijol con res Wagyu, en las que Ovadía apela a la memoria de las meriendas infantiles, rellenando una concha de la charola del pan dulce con frijoles refritos, sólo para añadirle una lonja de carne molida de excelente calidad y transformar un ejercicio de nostalgie de la boue en una suerte de hamburguesa posmoderna, con yuxtaposición de sabores perfecta y sorpresiva: ahí hay ingenio, y acaso genio. Vayamos entonces a un plato menos dependiente de ingredientes que precisan de poco para agradar al paladar: las Alcachofas de la hacienda, donde los corazones son preparados en una sopa tersa, fragante y espesa, vertida en pequeña cantidad sobre una mezcla de los tallos de la planta, más corazones rebanados y fritos (un hallazgo), un huevo de codorniz duro, pistaches en polvo y enteros, cilantro y gotas de crema ácida: lo que hay aquí es genio, expresado en la sutil transformación de los sabores y las texturas de un plato –la crema de alcachofas– que en otras manos resultaría harto convencional.

Voy con alguna frecuencia a Paxia. Si ordeno con cautela, salgo siempre más que satisfecho. Pero lo cierto es que no voy tanto como quisiera porque entre mis compañeros de mesa hay quienes suelen declinar mis invitaciones a tal lugar de manera sistemática. Sería todavía, de hecho, el caso de mi mujer de no ser porque el día anterior a mi encuentro fortuito con mi amiga de la infancia en Peltre habíamos ido en pareja a recorrer Zona MACO, la feria de arte contemporáneo, y habíamos terminado por comer en Mesa MACO, restaurante temporal creado ex profeso por Ovadía y Edgar Núñez, chef del Sud 777.

Había dos menús: uno de Daniel y uno de Edgar. Curiosos y golosos, decidimos ordenar cada quien uno y compartirlos. Y lo cierto, confirmado por el veredicto de mi mujer, es que ambos chefs salieron más que airosos del reto. El amuse-gueule, creación de Ovadía, era un taco de lengua servido no en tortilla sino en pasta filo que se reveló perfecto en la tensión entre lo terreno de la carne y lo aéreo de su delicado soporte. Núñez sorprendió con una ensalada de jitomates y chocolate pero Ovadía se mantuvo a la altura con uno de sus clásicos: su tuétano horneado, acompañado ahora con una reducción de cebolla quemada que ofrecía feliz contraste y pertinente amargor. Y, cierto, la carne añejada con puré de maíz y salsa de madera de Núñez resultó de una elegancia loable pero igualmente loable fue la Costilla corta de res, satinada, de Ovadía, servida con mole carretero y unas guarniciones de puré de camote y guayaba y platanitos con limón en las que lo dulce asumía finalmente el papel que debe corresponder en un plato fuerte: el de acento para realzar el sabor principal.

Tan magnífica fue la impresión que causara esa comida en Eunice que, al llegar a casa y referirle mi encuentro, me propuso desafiar el veredicto de mi amiga sobre Peltre y perseverar en la exploración de los sabores de Ovadía. Cuando nos presentamos en el local a eso de la una y media, ella seguía ahí. La invitamos a sentarse con nosotros. Ordenamos primero un guacamole correctísimo, aunque, admitiré, lastrado por unas tiras de cebolla caramelizada por completo exógenas. Mi mujer, seducida por la probadita de taco de lengua del día anterior, pidió una orden completa para ella solita y, según refiere, no desmerecieron, aun si, en honor al concepto de Peltre –que es el de una lonchería, no el de un gran restaurante– la carne venía montada en tortillas de maíz recién hechas y no en filo. Y mi torta de milanesa resultó por completo inolvidable: extraordinaria la calidad de la carne, discreto el empanizado, fresquísimos los jitomates y el aguacate, bienvenida la adición de la crema. Sólo yo pedí postre, y debo celebrarlo: la natilla caramelizada montada sobre una base de arroz con leche logra un sabor –y, otra vez, una textura– sorprendente y delicado a partir de la evocación de dos harto conocidos.

Lo que es más, insistimos ambos en dar a probar a nuestra acompañante improvisada todos nuestros platos y lo cierto es que nos concedió razón: probablemente ella había ordenado mal, pues todo estaba buenísimo. Aventuro otra hipótesis: acaso, como tantos, mi amiga haya estado reaccionando a partir de sus prejuicios contra los excesos pretéritos de un Ovadía que, a los 30 que cumple este año, parece haber alcanzado la plena madurez como cocinero y estar llamado a cosas todavía más grandes. Lo que pueda tenérsele en contra derivaría entonces, creo, de la osadía de haber aprendido su oficio bajo los reflectores.

Es un problema, me temo, que conozco bien.

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