Una joven atrapada entre recuerdos de una casa en CdMx y los planes de un fotógrafo en Restauración

23/03/2019 - 12:00 am

En Restauración, de Ave Barrera, “las historias de dos generaciones se entrelazan para poner de manifiesto algunos de los conflictos que han vivido las mujeres en el pasado reciente y confrontarlos con la actualidad”.

Ciudad de México, 23 de marzo (SinEmbargo).– Restauración es la escalofriante historia de terror de una joven restauradora atrapada entre los recuerdos de una vieja casona de la Ciudad de México y los siniestros planes de un fotógrafo obsesionado con recrear los escenarios de la novela Farabeuf, de Salvador Elizondo.

La novela lleva al extremo la idea del amor como sacrificio. En ella, el daño, el menosprecio y la crueldad se oponen al cuidado, la abnegación y la entrega absoluta, como parte de un complejo juego de seducción, dependencia emocional y autoengaño.

Mientras la protagonista se afana por recuperar la casa que perteneció a la familia del hombre a quien ama con la esperanza de salvar su relación, va develando los aterradores secretos que anticipan su propio destino. Como en el cuento clásico de Barba Azul, la protagonista abre una por una las habitaciones, dando vida a la memoria de la casa y a los fantasmas que la habitaron. Una estructura compleja, una prosa profunda y una tensión constante van conduciendo al lector hasta llegar ante la puerta de la habitación prohibida y ponen la llave en su mano.

En Restauración, las historias de dos generaciones se entrelazan para poner de manifiesto algunos de los conflictos que han vivido las mujeres en el pasado reciente, y confrontarlos con la actualidad. Al focalizar la narración en la perspectiva de las mujeres y hacer hincapié en su problemática, la novela cuestiona la manera en que la literatura ha silenciado, idealizado o invisibilizado al personaje femenino durante siglos.

Los párrafos anteriores forman parte de la reseña que Paraíso Perdido Editorial hace de Restauración, de Ave Barrera.

SinEmbargo comparte con sus lectores un fragmento de Restauración, de Ave Barrera. Cortesía otorgada por Paraíso Perdido Editorial.

Restauración es la escalofriante historia de terror de una joven restauradora atrapada entre los recuerdos de una vieja casona de la Ciudad de México y los siniestros planes de un fotógrafo obsesionado con recrear los escenarios de la novela Farabeuf, de Salvador Elizondo. Foto: Facebook Atenea Cruz.

***

Recuerdo la primera vez que Zuri me mostró la casa. Me tomó de la mano para cruzar la calle, se detuvo en la esquina y de pronto dijo: es aquí. Alcé la vista hacia la fachada neocolonial. Era una casona de tres pisos abandonada al abrazo de las enredaderas muertas. Recorrí con la mirada la altura fresca de los muros, los remates de cantera rosa esculpida con volutas y ramilletes en contraste con la lisura blanca de los fondos surcados por grietas y escurrimientos de lluvia. La copa de un tulipanero acariciaba el tejado y la arquería de la torre más alta. La luz del sol palpitaba entre los huecos de las ramas. Tras las cortinas raídas se asomaba la presencia de las sombras y el olvido.

Desde niña, siempre que pasaba frente a una casa como aquella solía invadirme un extraño deseo de rescatarla de su abandono, una nostalgia de caminar sobre el lustre de sus pisos con olor a cera, de soñar bajo esos techos altos y respirar la brisa fresca de la tarde acodada en alguno de sus balcones. Qué ganas de vivir ahí, pensaba al ver desde afuera esos palacios en ruinas, tan desperdiciados. Qué ganas de decir a los dueños que yo, a cambio, podía gustosa encerar los pisos, sembrar las macetas, ahuyentar el silencio con música de viejos discos de chanson française, entibiar los salones con crepitar de fuego y olor a pan recién horneado.

Nos quedamos de pie frente al chaflán de la entrada mientras Zuri buscaba las llaves en el fondo de su mochila. Me acerqué al pretil de cunetas de piedra. Cada cuneta estaba tapiada con una celosía de barro en medias lunas superpuestas que formaban un tejido de escamas de pez. Miré entre los huecos el camino de ronda que sitiaba la construcción como la fosa de un castillo medieval. Metí la mano y acaricié el musgo que había crecido sobre el barro. Zuri extendió el mazo de llaves e intentó abrir con la primera. Parecía nervioso.

Yo, por el contrario, me sentía aliviada, feliz de que las cosas nuevamente estuvieran volviendo a la normalidad. Los días anteriores viví un pequeño infierno. Tuvimos una discusión y él se fue sin decir nada. Ya más de una vez había pasado que se desaparecía durante varios días, de pronto llegaba al instituto, me invitaba un helado y me contaba que había sufrido una de sus crisis. Me pedía que lo entendiera, que fuera paciente. Pero esta vez era distinta, no solo por la discusión, sino porque habían pasado ya tres semanas sin señales de vida. Durante ese tiempo le había mandado toda clase de mensajes: desesperados, conciliadores, cariñosos, despreocupados e iracundos. Luego al desconcierto se le sumó la angustia de mi retraso.

Apenas me estaba haciendo a la idea de que no volvería a verlo cuando recibí su llamada, como siempre, sin saludo, ni despedida, ni protocolo. ¿Desayunamos mañana?, preguntó como cualquier otro viernes a las 18:40. Vacilé porque quería preguntarle si estaba bien, si estábamos bien, pero sabía que su reacción inmediata sería colgar, así que dije: Sí, nos vemos mañana, y en seguida colgó. Casi no pude dormir pensando qué decirle, cómo actuar. Por eso sentí un alivio enorme cuando llegó y me abrazó como si no hubiera pasado nada. Hundió la cara en mi cuello, aspiró profundo, lo sentí sonreír. Luego nos separamos, entramos al restaurante y fuimos a sentarnos en el segundo gabinete junto a la ventana, volteamos nuestra taza y esperamos a que nos llevaran la jarra de café. Él, como cada sábado, pidió huevos Benedictine, pan tostado, jugo de toronja, tarta de ruibarbo. Yo esa vez pedí chilaquiles rojos.

Cuando la mesera se fue con nuestra orden, Zuri empezó a hablar de su viaje a Chicago como si yo estuviera enterada de todo y solo hiciera falta entrar en detalles. Habló de las noches que había pasado en el hospital junto a la cama de su tío abuelo, de lo mal que la había pasado, inquieto, insomne, expuesto a posibles infecciones. Habló del perpetuo olor a leche descompuesta en la casa de su tía Silvia, donde estaba hospedado. Al tercer día don Eligio cayó en paro respiratorio y se sucedieron como un sueño turbio el deceso, la firma de documentos, las despobladas exequias, la lectura del testamento, la voluntad de que sus cenizas descansaran en la vieja casa familiar, abandonada desde hacía más de treinta años.

El encuentro había sido tan liviano y amigable, que por un momento pensé en hablar. La conversación hubiera sido algo así como: oye, hablando de clínicas… Sé que las odias y que es todo un tema para ti, pero me piden ir con un acompañante. Dependiendo de su gesto explicaría lo de la prueba de orina y de sangre, le diría que era un procedimiento sencillo y que para mí no implicaba conflicto en absoluto; era lo mismo que ir al dentista y sacarse la muela del juicio porque las muelas del juicio hay que sacarlas y punto. Si lo veía ponerse tenso, me ocuparía de tranquilizarlo: no habría reproche, no habría culpa ni cuestionamiento, no habría más petición que la de estar, ir juntos y que tal vez me ayudara un poco a la salida, que pidiera el taxi, que al llegar a casa me acercara una taza de té, una sopa, el analgésico y la manta. Nada más.

Pero entonces me pidió que lo acompañara a ver la casa. Quería que le diera un vistazo a la construcción para saber qué tan viable sería restaurarla y si estaba dispuesta a dirigir la obra. Y yo claro que estaba dispuesta. Más que dispuesta, estaba feliz de que nuevamente estuviéramos juntos, tan quitados de la pena y con la perspectiva de un plan. No iba a arruinarlo hablando de lo otro, claro que no. Ya habría oportunidad luego. O quizá sería mejor hacerlo por mi cuenta sin decir nada y evitarle el sobresalto, no alterar la calma que empezaba a florecer sobre las cosas.

¿Te puedo robar un bocado?, le pregunté, y él acercó la tarta sin reparo, lo cual confirmaba el progreso, había suelo firme para avanzar. Lo habitual era que respondiera con disgusto, que pidiera una rebanada para mí —y yo me negara porque era demasiado—, y si me dejaba probar él ya no volvía a tocar el plato.

Salimos del restaurante y atravesamos Insurgentes hacia el Parque Hundido. Bajamos por la pendiente del reloj, sorteamos sin prisa las veredas entre perros, gritos de niños, atletas sudorosos y réplicas de monumentos prehispánicos ocultos entre la maleza. Fuimos hasta el extremo opuesto, donde el jardín de setos recortados da paso a un bosque más profundo. Zuri me guió hacia una rampa y salimos por el extremo opuesto del parque. Del otro lado de la calle, tras las copas de tulipaneros, jacarandas y árboles de liquidámbar, aguardaba la casa.

Durante algunos minutos Zuri estuvo forcejeando con la chapa de la reja del chaflán sin dar con la llave correcta. Estaba tenso, de mal humor, sabía que la casa debía estar infestada de insectos y suciedad. Sin embargo, confiaba en mí. Y eso me hacía sentir valiosa. A cada intento tenía que limpiar la llave con una toallita húmeda, abrir y cerrar la cremallera de su mochila tres veces luego de guardar el paquete, fallar y volver a cerrar y abrir tres veces el cierre para sacar las toallitas y limpiar la llave siguiente. Empezó a desesperarse. ¿Y si nos saltamos?, pregunté. La parte baja de las cunetas del pretil llegaban a menos de un metro del suelo, así que no me costó nada apoyar el pie en la base y sujetarme de la celosía para trepar. Fui metiendo las puntas de los tenis entre las escamas, me monté a horcajadas sobre lo alto y salté al foso infestado de lagartos imaginarios. Zuri se había quedado inmóvil y me miraba con el ceño fruncido desde el otro lado de la reja. Le sacaba de quicio que hiciera ese tipo de cosas. Para él era completamente imposible saltar una cadena extendida entre dos postes, agacharse para evitar las cintas en la fila del banco o cruzar la calle con el semáforo en verde aunque no pasara ningún coche. Yo intentaba acoplarme a sus modos, pero en ocasiones me ganaba el sentido práctico de las cosas y eso lo irritaba. Una vez que estuve del otro lado de la reja pude darme cuenta de que la chapa tenía puesto el seguro. Solo era cuestión de quitarlo y abrir.

La puerta de la casa era de herrería forjada con fondo de vidrio chinito, enmarcada por un robusto arco de cantera de medio punto con talla barroca. Un motivo clásico de las casonas neocoloniales de la Ciudad de México. Para llegar a ella había que subir tres escalones. Esta vez la cerradura no opuso resistencia. No hubo advertencia ni presagio. La ráfaga al abrir agitó el hálito umbroso anidado en los rincones y dimos paso al viento cálido de afuera. Nuestra voz estremeció el silencio y marcamos con nuestras huellas el polvo asentado sobre las baldosas.

***

Tenía once años cuando me rebané la punta del índice izquierdo con una sierra de banda. Estaba cortando una franja de encino para la tapa del cofrecito donde iba a guardar los pendientes de oro rojo con forma de fresa que mamá acababa de regalarme. Por supuesto que tenía prohibido usar la maquinaria del taller, pero estaba sola y me pareció la cosa más simple marcar con lápiz la hoja de madera, apretar el interruptor y serrar, en lugar de pasarme no sé cuántas horas forzando la segueta entre los hilos transversales para que al final el corte no quedara limpio.

Había usado la sierra de banda en repetidas ocasiones, aunque con ayuda de mi padre. Sus brazos rodeaban los míos y eran sus manos las que dirigían la ruta. Creí que estaba lista para hacerlo por mi cuenta. Corté los costados y la base. Mis ínfulas crecían conforme los dientes se iban abriendo paso entre las fibras, concentrada en la línea de grafito. Todo fue rapidísimo. Cuando vi lo rojo y la punta entre el aserrín, no sentí dolor sino desconcierto. No podía entender el paso de un instante al otro, el antes y el después del corte. Encerré la herida en el puño, apagué la sierra con el codo y corrí a casa de mi abuela en busca de mi madre. Ella volvió por el dedo al taller. Lo envolvió en un trozo de papel de baño y lo metió en el bolsillo de mi sudadera. Dijo que tal vez podían volver a pegarlo. La textura densa de la sangre formaba chorros tibios que corrían debajo de la manga. En el coche, de camino a la Cruz Roja, un dolor sordo comenzó a envolverme, no solo la herida sino el brazo, el torso, el cuerpo entero, como si en lugar de corte me hubieran dado de golpes con un bate. Sin embargo, el verdadero dolor estalló después, cuando me quedé sola con los paramédicos y abrí la mano para mostrarles aquel índice cortado; cuando saqué del bolsillo el bulto de papel sanitario y se los entregué.

El médico examinó el fragmento bajo la luz de una lámpara, le dio vuelta con la punta de unas pinzas, torció la boca y dijo: no se va a poder recuperar. El corte estaba cubierto de aserrín. La madera había penetrado en el tejido y por mucho que lavara podía infectarse. Dejó el envoltorio sobre la charola y entonces comprendí que aquel fragmento con su uña y su hueso había sido parte de mí, pero ya no. El médico me tomó la mano y puso la herida bajo la luz, tocó la falange y de tajo el dolor me atravesó como si en ese momento la sierra acabara de cortarme y me siguiera cortando el cuerpo entero en pedacitos. Me inyectaron anestesia en varios puntos de la mano y pronto los medicamentos que me habían dado empezaron a surtir efecto. Sentía como si estuviera hecha de espuma. Nada podía dañarme. Contemplaba con mirada lela cómo la aguja entraba y salía de mi piel. Podía sentir el hilo negro correr por el orificio de cada puntada. Cuando el médico terminó de suturar vi que mi dedo había quedado como salchicha y me dio mucha risa, no podía parar de reír. La enfermera de guardia me dijo: ya duérmete, niña; pero al final se contagió de mi risa y también el señor que estaba en la cama de junto, y es que de verdad mi dedo parecía una salchicha de caricatura, inflada y curva, con su nudo en el extremo, y cada que lo veía volvía a retorcerme entre carcajadas. En la escuela, varias veces tuve que quitarme el parche para que me creyeran los que dudaban que me había rebanado el dedo y que el resultado era la cosa más cómica del mundo. La herida cicatrizó, me quitaron las puntadas, desapareció la inflamación y mi dedo perdió la gracia. Al terminar el quinto año ya solo quedaba un muñón rosado con el que amedrentaba a mis primas y a los que pretendían burlarse.

Lo curioso fue que, lejos de alejarme de la maquinaria del taller, descubrí que el accidente con la sierra me había otorgado una cualidad especial para manejar toda clase de herramientas, para aprender técnicas con solo observarlas en el movimiento de las manos de otro, para transformar la materia a capricho. Había pagado el precio, me había despojado de un pequeño fragmento de mí, así que me correspondía algo a cambio de ese sacrificio propiciatorio, era lo justo.

Por supuesto, después del incidente no fue fácil convencer a mis padres, en especial a mi madre, de ese obcecado gusto por hacer y reparar. Ella hubiera querido retenerme a su lado, junto a la máquina de coser, en la parte alta del tapanco que dividía nuestra casa en «área con polvo» y «área sin polvo». Abajo el principio masculino, áspero y desordenado, que se oponía al universo doméstico, femenino y limpio de la parte de arriba. Ambos mundos se comunicaban por una escalerita marinera con peldaños forrados de alfombra color verde bosque, donde se nos limpiaban los pies al ir subiendo. Los primeros escalones estaban saturados de aserrín, y progresivamente se desvanecía la mugre hasta los tres últimos escalones, que por lo general estaban limpios.

Arriba, la mitad del tapanco estaba ocupada por rollos de tela, un maniquí descabezado, una mesa que mi madre usaba de burro de planchar y una Singer con mueble de madera que tenía en el costado una serie de cajones estrechos y largos donde guardaba desde hilos, carretes y agujas, hasta los objetos más insospechados como una manita de santo, milagros de lámina oxidada, dados de cubilete, el pasaporte de mi bisabuelo. También en el tapanco estaba la tele, un sillón forrado con manta de ganchillo y el escritorio donde yo hacía la tarea; ahí nos sentábamos los tres a comer cuando no había tiempo de ir a la otra casa, con mi abuela, a donde llegábamos solamente a dormir y a bañarnos. De chica, entre los cinco y los diez años, debía pasar las tardes en la parte de arriba, por lo regular yo sola, con las rodillas sobre la alfombra, afanada en mis libros de colorear o jugando a las muñecas. En el perímetro del tapete distribuía el plano de una casa con divisiones demarcadas con los bloques de una enciclopedia o una caja de zapatos: aquí es la recámara y allá la cocina, eso de ahí la sala y acá el jardín. Una y otra vez cambiaba de ropa a mi muñeca, la peinaba con trenzas o moños, y nunca terminaba de estar lista para ir a la fiesta con hermanas imaginarias que no llegaban nunca. Muy de vez en cuando jugaba conmigo alguna de mis primas, aunque para que eso sucediera tenía que llorar, suplicar de rodillas y pedir mil permisos. La familia política de mi madre no era la más generosa.

En ese tiempo me gustaba observar a mi madre mientras cosía. Recuerdo el rumor de sus largas tijeras de ojales negros al ir cortando con parsimonia la tela sobre el tambor hueco del escritorio: rac rac rac, la luz cálida y redonda de la lámpara colgante de vidrio emplomado, la escama de jabón que usaba para marcar la tela, los alfileres ensartados en la tela o en el bollito de terciopelo azul. Mi madre me regalaba los sobrantes para que vistiera a las barbies repitiendo en miniatura los modelos que ella ejecutaba en tamaño real. Ella me ayudaba a coserlos en la Singer o me sentaba en sus rodillas para que yo lo hiciera. Desde ese nido dulce, contemplaba las manos jaspeadas de mi madre preparar la máquina, aceitarla, limpiar las pelusas con la escobilla, enredar el carrete con hilo del mismo color, ensartar el filamento en cada una de las ranuras, con cuidado de atinar en cada una de las trampas, porque si alguna llegaba a faltar, el hilo se enmarañaba debajo de la tela y el asunto acababa en desgracia. Pero mamá conocía su Singer a la perfección. Hacía todas las pruebas y preparativos necesarios para, finalmente, suturar con precisión las piezas y lograr el milagro de dar a la tela un cuerpo.

Con el tiempo, no obstante, el humor resinoso del aserrín y el rugido de las máquinas allá abajo, en el taller de mi padre, comenzaron a ejercer sobre mí un fuerte magnetismo. Bajaba las escaleras y me escurría furtiva por un costado, junto a los cientos de tablones, troncos y láminas de triplay que se recargaban contra el muro, inquietos, como en ascuas, esperando su turno; un calor casi humano manaba de sus cuerpos, tenían rostro, ojos que surgían de los cortes longitudinales, perfiles y semblantes paralizados en un clamor, en una sonrisa mezquina, en un gesto retorcido. Llegaba hasta donde estaba mi padre y lo miraba afanarse sobre la lisura, con un cepillo del que brotaban rulos perfectos.

El suelo estaba completamente tapizado de aserrín, virutas, listones y trocitos de madera de todas las formas. Era confortable estar ahí, aislada del frío, entre perfume de bosque macerado, pintura y pegamento. Eso sí, cuando lijaban parota había que salir en estampida, porque el aire se llenaba de un picor pimentoso que se adhería a los hilos de la garganta y no podíamos parar de toser. Era cuestión de que papá se colocara el cubrebocas industrial, para que mi madre tomara su bolsa del mercado y su monedero, y me dijera vámonos. Hacíamos las compras con más calma que de costumbre, nos demorábamos en las mercerías viendo los catálogos, el muestrario de botones, la escala de colores de los hilos Gutermann, los rollos de tira bordada. Regresábamos cuando la tormenta de aserrín había terminado.

La abnegación con que mi padre enfrentaba el picor de la parota parecía robustecerlo. Las esquirlas de madera eran el pasto de su guarida y no le gustaba que barriéramos el suelo. Cuando se ausentaba para comprar material, mi madre nos pedía a mí y a la señora Beatriz que le ayudáramos a limpiar el taller. A su regreso, mi padre refunfuñaba al ver el suelo desnudo y volvía al trabajo, apurado por producir nuevas arrebañaduras con qué protegerse.

En el barrio se había corrido la voz acerca de la habilidad de mi padre para reparar muebles, por lo que el taller estaba atiborrado de mesas bailonas, mecedoras con el bejuco roto y alacenas que exhibían impúdicas el costillar descarnado de sus entrepaños. De cada caso yo iba aprendiendo soluciones y recursos. En el área despejada que dividía el taller por la mitad se distribuían los trabajos en proceso: mientras que alguien lijaba un juego de sillas, alguien más pegaba las patas a una mesa recostada sobre dos burros, otro pintaba un librero, otro cepillaba una mesa. En todo momento había una acción hipnótica, metódica y repetitiva dónde fijar la vista y perderse.

Al fondo, detrás de la escalera, había un escritorio escolar donde mamá tomaba nota de los pedidos y entregaba cotizaciones. Era ella quien solía tratar con los clientes; inspiraba confianza, la gente sabía de su labor de costura y sentía que, de alguna forma, el mueble solicitado era también una prenda sobre medida. Mi padre se limitaba a dar instrucciones a los ayudantes y diagnósticos de los muebles por arreglar. Por lo general acababa diciendo: sí, se puede, claro que se puede, todo tiene remedio. Incluso había pegado en el muro junto al escritorio un letrero que decía «TODO TIENE REMEDIO» y en letras chiquitas «(salvo el amor, la muerte y estar feo)». Había enunciado tantas veces el mismo chiste, que acabó por mandarlo imprimir en la tipográfica para colgarlo en un marco sin vidrio, a un lado de los permisos del Ayuntamiento, el rótulo de «Lo imposible lo hacemos de inmediato, para los milagros nos tardamos un poco más» y el calendario de «Carpintería Sánchez» cuyo paisaje cambiaba cada año; en navidad no había cliente que no saliera con el suyo, hecho rollito bajo el brazo, sujeto con una liga.

Al cobijo de aquellos troncos mutilados descubrí el milagro de dar forma útil a la materia. Lo vegetal abandonaba su naturaleza montaraz para domesticarse en formas geométricas; se estilizaba en siluetas finas y superficies perfectamente lisas, en patas torneadas, en molduras de pecho de paloma. De tanto acercarme a mirar, mi padre comenzó a tomarme en cuenta, a poner entre mis manos una lija o una brocha seca. Pero, por supuesto, me aburría con esas tareas nimias. Yo lo que quería era hacer cosas importantes, someter la madera a los filos de acero, devanar, taladrar, lijar, convertir una cosa en otra. Me desesperaba, dejaba la tabla a medio lijar y subía al tapanco. Al poco rato bajaba de nuevo y volvía a probar suerte. Fue así como mi carácter pertinaz fue ganando terreno frente a los filos y la maquinaria pesada.

Después del percance con la sierra tuve que volver a comenzar desde cero en esa labor de convencimiento, con el agravante de que mi madre ahora se oponía en forma franca y nos la pasábamos discutiendo. Ella quería que aprendiera a bordar en punto de cruz, y yo quería tejer bejuco; me mandaba a clases de danza, y yo me iba a los talleres de cerámica, ebanistería, herrería o torno. Me mandaba a comprar un metro de elástico de tres cuartos y yo me escapaba a fumar cigarros sin filtro: Raleigh, Gratos, Alas, Faros. Para no preocuparla demasiado compensaba mis inquietudes más agrestes con clases de encuadernación, costura, panadería artesanal.

Al crecer, me crecieron también las ansias. Quería vivir sola, visitar todos los museos, oír toda la música, asistir al teatro, a salas de cine donde proyectaban películas europeas, entender el arte, ir en la procura de algo más sublime que los muebles y la ropa, tan zafios. No quiero saber nada de tus trapos, le dije a mi madre el día que me abofeteó. Yo tenía casi diecinueve y me disponía a salir al café donde los poetas tomaban cerveza y leían sus creaciones en el micrófono, porque uno de ellos me pretendía y a mí también me gustaba aunque no tuviera ni dónde caerse muerto. Mi madre estaba empeñada en que fuéramos con mis primas a elegir las telas para los vestidos que usaríamos en una boda. Ambas perdimos la paciencia. Luego de la bofetada, del llanto y de que forzara la puerta de mi recámara con la ganzúa que guardaba para esos casos, le confesé, todavía indignada, que había comenzado a hacer los trámites para estudiar en la capital. Había ahorrado para ese fin. Ni ella ni mi padre me pudieron disuadir. Un par de semanas después les dije adiós desde la ventanilla del autobús que me llevaría hacia una vida nueva y completamente mía. Al partir, la enorme mochila que cargaba me pesaba lo mismo que un almohadón de plumas; el lastre exacto para que los pies no se me despegaran del suelo.

No fue poco lo que me costó entender el lenguaje y el ritmo de la gente de acá, armar en mi cabeza el mapa de los cinco rumbos para dejar de perderme. Encontré un departamento pequeñísimo en la azotea de un edificio de oficinas donde improvisé un librero y una mesa, donde tendí primero una colchoneta y más tarde un colchón; después llegaron el frigobar, la lavadora y el sofá floreado de dos plazas que alguien dejó abandonado en la calle; por fin podía comer en la cama y dejar la ropa regada en el suelo, llenar de humo la estancia, beber en lunes, planchar desnuda, leer hasta la madrugada. Cambié también mi lenguaje y mis modos, me volví pretenciosa, ridícula, me las daba de culta.

Preparaba los exámenes de primer semestre en la licenciatura de Historia del Arte cuando recibí la noticia: mi madre estaba en el hospital. Hice a un lado la soberbia para estar con ella, pero no hubo manera de sanar la fractura, no alcanzó el tiempo. La fibrosis quística que ella siempre mantuvo a raya y casi en secreto acabó por asfixiarla en unos cuantos días. Después del funeral, mi padre ya no quiso saber nada del taller, ni de mí, ni de nadie. El hospital lo cubrió de deudas, pero él ya no quiso recibir encargos. Rompió el letrero que había mandado imprimir en la tipográfica y se maldijo por haber mentado tantas veces la muerte como una invocación. Perdimos el inmueble, la maquinaria, el tapanco. Se acantonó en casa de la abuela y empezó a beber. Empezaron a temblarle las manos. Pobres de sus manos. Nunca aprendieron a estar quietas sin hacer nada.

Regresé a la capital con el pretexto de seguir con la carrera. Esta ciudad es tan grande que uno puede esconderse hasta de sí. Volví a cursar el primer semestre y lo libré con una soltura que me dio vuelo para atravesar sin dificultad el segundo, el tercero y el cuarto.

Al examen de titulación le siguió el de ingreso a la maestría, luego vinieron los trámites para la beca, los trabajos esporádicos de encuadernación, la influenza, la conjuntivitis, los libros de teoría de la restauración, las prácticas de laboratorio y de campo, los primeros encargos, un gato amarillo llamado Bodeler, el Dictionnaire Raisonné du Mobilier Français y los cursos sabatinos en la Alianza para entenderlo, trabajos esporádicos, correr por veredas arboladas, leer a Benjamin y a Bourdieu para la tesis, inventar cincuenta formas de comer espagueti, esquivar al administrador del edificio, beber sola vino, whisky, Redbull, fumar, perder a Bodeler, caminar en busca de casonas abandonadas, trabajar y trabajar y trabajar, afanada en producir arrebañaduras con qué protegerme.

***

El interior de la casa olía a humedad y caca de ratón. Zuri se cubrió la nariz con el cuello de su camiseta y puso mirada de espanto. Yo no sabía si estaba más asombrada por el desorden o por la maravilla en que imaginaba convertida aquella enorme estancia de doble altura. La luz de los ventanales largos se posaba sobre las paredes carcomidas, los bultos y los muebles, unos inservibles por el paso del tiempo, otros preciados por la misma razón. Había cajas por todas partes, accesorios demodé, aparatos obsoletos, tapicería de telas descontinuadas, libros, lámparas vintage y toda clase de objetos de época que nadie se había tomado la molestia de cubrir con sábanas blancas como hacen en las películas y quedaron al garete, expuestos al peso del polvo.

Zuri fue hacia una puerta corredera junto al recibidor y tiró de la manija, pero los rieles estaban oxidados y apenas logró abrir una estrecha ranura por la que pasamos con dificultad. En la biblioteca de don Eligio había dos tiempos claramente diferenciados: estaba el tiempo adusto, de cuando se instalaron los cuatro libreros sobre el muro del fondo y se impuso el orden de los volúmenes encuadernados en cuero; de cuando eligieron el horrendo papel tapiz de rombos y el sillón de lectura de grueso vinilo verde; el tiempo en que alguien decidió colgar sobre el muro un cuadro que representaba una playa y el mar embravecido, de un azul ya verdoso, batiéndose contra las rocas, formando grandes espumarajos blancos que el pintor había sabido agitar de forma verosímil, aunque la obra en sí careciera de mayor gracia; un tiempo severo como ese mar, que contrastaba con otro, más reciente y vago, en el que el desorden había ido minando las superficies con minucias, libros encuadernados en rústica, papeles caducados, recibos, cajas, carpetas con membrete impreso en tipográfica, artefactos de papelería y de fotografía que habían dejado de servir. Las huellas de ese otro tiempo predominaban del lado del escritorio, tras del cual había una ventana de medio cuerpo que daba hacia la calle, con persiana horizontal.

Me acerqué a observar el retrato doble que estaba colgado sobre el muro junto a la ventana: el mismo rostro de niña encerrado en dos óvalos de cartulina con filetes dorados. El de la izquierda estaba más arriba que el de la derecha, y esa calculada irregularidad daba al conjunto una sensación armónica, mucho menos inquietante que si los óvalos hubieran estado alineados como ojos. Son Silvia y María, dijo Zuri sin acercarse a mirar. Recordé que había mencionado a Silvia, la de la casa con olor a leche descompuesta, y antes de que preguntara por María explicó que eran gemelas. Había oído hablar de ella durante su infancia, era actriz y había trabajado en varias películas en Hollywood. Contó que de niño, al ver sus fotos, pensaba que era imposible que una mujer tan hermosa fuera parte de su familia. Por desgracia, murió muy joven y de forma trágica: se cortó el cuello con una navaja de afeitar. Zuri se acordó de haber encontrado el recorte de periódico entre las páginas de un álbum y dijo que aun cuando en la foto aparecía de bruces, rodeada de un charco de sangre, a él le había parecido muy hermosa. Volví a mirar el retrato bajo el filtro del relato. Ambas tenían el cabello muy negro, los ojos expresivos. Una de ellas sonreía y la otra no. Pensé que la de aire melancólico debía ser María, y que con toda seguridad ese ánimo habría sido la causa de su desgracia.

Zuri examinaba los lomos de los libros. Le pregunté qué libro buscaba, pero estaba tan retraído que no contestó. Fui a sentarme en la silla detrás del escritorio y me puse a curiosear. Algo tienen los artículos de papelería antiguos que me producen al mismo tiempo fascinación y repulsa. Tal vez su futilidad o esa manera peculiar de retener entre las comisuras sarro, sequedades, ese leve rastro de olor y grasa de las manos a las que pertenecieron. Los clips nadan en el polvo, se quejan los resortes de las engrapadoras y las perforadoras, las manchas se craquelan, los líquidos solidifican, el papel amarillea y los lápices endurecen su madera y su grafito; el pegamento de los sobres se vuelve más dulce y la cinta de celofán se derrite como un acre caramelo. Entre agendas garrapateadas y calendarios con membrete de 1992, de 1987, entre tarjetas de presentación, chequeras vencidas, notas de consumo e impresiones de fax borradas por el tiempo había varios libros encimados, abiertos bocabajo. Levanté el primero: los cuentos de Perrault, la ilustración mostraba el momento en que la mujer abre la puerta de la habitación prohibida. Bajó por una escalerilla oculta con tanta prisa que por poco se rompe la crisma, decía al pie. El segundo era un libro de tapas rojas con un carácter chino impreso en la portada. El tercero estaba en francés, parecía un antiguo manual de cirugía. En sus páginas había grabados muy exactos y limpios de una mano que cercenaba un miembro; un corte realizado con un instrumento preciso, sin fluidos, sin dolor. La mano que cortaba no ejercía ninguna fuerza; los miembros no ofrecían resistencia ni contractura. Leí en voz alta y con acento exagerado una frase al azar: Une coupe transversale divise alors les téguments internes un peu au dessous du lieu de la ponction… Zuri se giró, fue hacia mí y me lo quitó con una premura casi violenta. Tomó también el libro de tapas rojas y guardó ambos en su mochila. Le pregunté si podía quedarme con el de Perrault.

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