Que si usa Twitter de forma provinciana, que si regresó al Gobierno del Distrito Federal a una condición de regencia, que si le pesa la sombra de Marcelo Ebrard, que si está demasiado cerca de Enrique Peña Nieto, que si resuelve tarde y mal problemas que debería atajar con mayor decisión, que si renunció a convertirse en un contrapeso del Presidente de la República, que si le interesa más su figura que la imagen de la Ciudad de México… A Miguel Ángel Mancera lo hemos llenado de críticas y reproches en los primeros cuatro meses de su administración.
¿No será que criticamos a Mancera, paradójicamente, porque no es el gran jefe, el eje único de lo público, el príncipe del que dependa todo? ¿Como huérfanos (de Ebrard) que piden que el padrastro llene un vacío? Porque las fallas de Mancera pueden debatirse, pero la ausencia de actores políticos con altura, personalidad o propuestas alternativas en la capital es incontestable.
Puede ser que con su errático arranque (aumento de impuestos y tarifas, Aliyev, perros asesinos, la invitación de Peña Nieto a El Vaticano, etcétera), Mancera se haya ganado a pulso el escepticismo y el desdén de algunos comentaristas. Aunque hay que recordar que Parametría ha registrado un aumento en la popularidad del gobernante entre la población en general. Sin embargo, las críticas pasan por alto una circunstancia que no es de hoy: en la capital se vive una política sin opositores, de partidos que son hoy totalmente irrelevantes.
La abulia política de la capital no se notaba con Marcelo Ebrard. O más bien dicho no la queríamos notar, porque lleva ahí largo rato. Por ejemplo, la crisis de los partidos políticos en la Ciudad de México tiene largo tiempo, data de mucho antes que el 5 de diciembre. Hoy en ese frente tenemos: un PAN cuya renovación de presidencia local resultó impugnada y que está lejos de tener ninguna fuerza o relevancia; un PRI que, resuelto el encono que incluso llevó a militantes al hospital, es poco menos que el PRImo incómodo de la feliz familia tricolor. Y sin ser oposición, incluso el PRD local es anómalo: ha renunciado a renovar su dirigencia (y ya todo mundo sabe que el limbo es un refrigerador en el que las cosas no se conservan, se pudren).
Por otro lado, la Asamblea Legislativa tampoco pinta mejor. El PAN ha dado un pasito en la transparencia al abrir algunas de sus cuentas pero salvo aisladas posiciones de la diputada Priscila Vera, la que debería ser la bancada más combativa es irrelevante. Pareciera que el hoy líder del grupo blanquiazul, Federico Döring, nunca se repuso de su triste papel de corre-ve-y-dile en los videoescándalos de 2004. Por su parte, el PRI opera desde la ALDF la reconquista de la capital con Adrián Rubalcava por lo que la visibilidad y el debate en Donceles le tienen sin cuidado. Y de nuevo sin ser opositores de manera formal, los perredistas aguardan el gran momento, ese en que Mancera diga qué quiere hacer y los bejaranistas pongan precio a su apoyo.
Una muestra de lo desfasada que está la oposición la dieron ayer algunos prominentes (es un decir) panistas. Les tomó seis días reaccionar ante el aumento de tarifas al transporte decretado el martes de la semana santa por Mancera. Sus vacaciones fueron más importantes que encabezar desde el primer momento un rechazo al madruguete propinado por la jefatura de Gobierno a los capitalinos.
A Mancera le está pasando lo mismo que le ocurrió en la campaña: hoy no tiene ni competencia ni quién le apriete. En ese escenario las voces críticas en las redes y en la prensa son ruidosas pero no necesariamente abonan a crear un debate. Para el tango se necesitan dos, y Mancera en una de esas pacta con Bejarano y listo, serán los hombres fuertes de una ciudad sin opositores.




