(El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro. Digno festejo que, como todos, debería hacerse todos los días del año. La nobleza del festejado es tal, que solo pide que lo lean, nada de regalitos, pasteles, felicitaciones en Twitter o Facebook y demás etcéteras cargados de culpa, como ocurre en las demás casos.
Como festejo al libro todos los días y hasta le he hecho fiestas en grande, traducidas en Ferias del Libro, en Mazatlán, mi aportación a la conmemoración es la historia de la primera palabra que me impresionó en mi niñez, que hoy veo como si hubiera sido la colocación de la primera piedra, pero sin funcionarios de tacuche, ni discursos falsos y oportunistas.)
La palabra que más me impresionó en mi niñez fue arsenal. Se la escuché a mi tío Francisco Franco Aguilar, hermano de mi padre, que vivía en la parte alta de la casona del general José Aguilar Barraza, desde cuyo amplio balcón se contemplaban las espaldas de la capilla de La Cruz, al lado, maravillosa, la plazuela de mis cocoyoles con miel, más al fondo, el cine México de mis películas inolvidables, por un lado, la nevería Las Delicias. Riquísimas paletas de limón y nieve de vainilla con un sabor que nunca he vuelto a probar. Las paletas hasta traían semillas de limón, increíble.
Mi tío, padre de mis primos Javier Enrique y Olga, marido de mi querida tía Pini, era de los que gozaban la conversación. Como yo vivía con predominio de las ches y las mujeres en ese exilio involuntario que fue mi niñez (la Chagüita, la Chayito, mi mamá Chita –como le decía a mi abuela materna– mi abuela Pocha), fue un sustituto de la figura masculina grato y muy efímero.
Me atraía su charla. Verlo en su hamaca, columpiándose mientras me contaba sabrosas anécdotas de la familia, me provocaba una atención total. Ese hombre sabía desgajar las palabras, los hechos. Les daba el toque necesario. La precisión. Me pegaba con ellas en mi lado flaco. En ese entonces yo no sabía que iba a andar en estos trotes, pero igual me encantaba escucharlo hablar.
Desde su hamaca, por las tardes, me contaba historias. Él y yo solitos, provocando mi imaginación con sus palabras. Eran historias mil que no dudo, por el resultado final, fueran inventadas. Siempre ahí, en la planta alta de la casona del general José Aguilar Barraza, que era un ícono de mi abuela Pocha, madre de mi padre, y venerado en el pueblo por ser el revolucionario oriundo.
Tener un tío así no era cualquier cosa, debió ser todo un compromiso, pero yo no sabía que tenía que asumirlo. Era, junto con sus hijos Rigoberto y Saúl, lo más destacado del pueblo y con justa razón, pues los tres, en un caso único en la historia de México, llegaron a ser gobernadores interinos de Sinaloa. Su liga con nosotros era como una losa. Viví su presencia en mi paso por el kínder, llamado Rigoberto Aguilar Pico la primaria, que llevaba el nombre de mi tío el general y en la que había fotos de él por todos lados. Era el personaje emblemático de La Cruz.
Un día, por mi tío Pancho, supe de la existencia del legendario Heraclio Bernal, azote de la zona que traía fritos a los porfiristas por su valor y empeño en ayudar a los necesitados. Un guerrillero que se adelantaba a sus tiempos, un Chucho el Roto versión sinaloense. Muchos años más tarde, cuando veía en el teatro del IMSS Los Caminos Solos, de Óscar Liera, que es una representación escénica de la vida de Heraclio Bernal, me asaltó el recuerdo de una de mis pláticas con mi tío Pancho. De lo que recuerdo es que el general José Aguilar Barraza había tenido como padrino de bautizo nada más ni nada menos que a Heraclio Bernal, por ello, y de esto no me queda mucho en la memoria, al intentar un asalto en la Aguanueva, entonces el rancho de la familia, y descubrir que uno de mis tíos tenía lazos familiares con el general, desistió de la idea y todo cuanto le pidió fue que lo dejara pasar la noche. El gobernador Cañedo había ofrecido diez mil pesos a quien entregara vivo o muerto a Bernal Zazueta, era una buena oferta, pero, como ya es historia, no fue entregado por un pariente nuestro. No me lo hubiera perdonado mi amigo Sergio López, admirador a ultranza de El Rayo de Sinaloa.
Pero volviendo al tío Francisco, que era más Pancho para todos, me dio cosas que ocupé en mis momentos de infancia. Era una maravilla verlo llegar del campo, después de un día de darse a sus trabajadores. No sé porqué conservo con tanta fuerza el momento de su arribo a su casa, pues no viví en ella y mis visitas eran siempre vespertinas. Llegaba y se aposentaba en su hamaca. Una cerveza en la mano era su premio por haber hecho lo que tenía qué hacer. Su sobrino esperando las maravillas de sus historias, una urgencia.
Así, en esas pláticas intergeneracionales, salió la palabra mágica de mi infancia: arsenal. ¿Qué era eso?
El contexto en que se dio fue curioso. Para subir a la casa de mi tío tenía que usar una escalera de no sé cuántos peldaños, pero que tenía un descanso para luego continuar el ascenso doblando al lado izquierdo. En ese descanso, precisamente, había un cuarto. Siempre que llegaba a él trataba de abrirlo, inútilmente. Estaba permanentemente bajo llave.
En una de las largas pláticas con mi tío le pregunté qué era lo que había en ese cuarto. Intrigado, me pidió que le explicara. Con mi inocencia infantil le di los detalles. Mi tío sonrió:
– Ah, Pepito, ya sé a qué te refieres. Ahí no te puedes meter. Es el arsenal del general, él lo dejó ahí bajo el cuidado de nosotros; tuyo y mío ¿entiendes? Cuando venga la nueva revolución, que no tarda, se abrirá. Por el momento solo puedes verlo por fuera. No se puede abrir.
No sé a qué me sonó la palabra “arsenal” en ese momento, pero sí que la relacioné con ese antecedente revolucionario que cargamos en la familia. Mi tío me dijo más cosas, pero yo quedé con la palabra repitiéndose en mi mente. Arsenal. Arsenal. Arsenal. Ahí, en el descanso de la escalera estaba. Arsenal.
Yo nunca hubiera querido eso, pero mi tío falleció. Fue algo terrible. Mi madre asistió al velorio, mi padre también. Mis hermanos. Mis abuelas. Mis tíos. La Cruz en general. Era un hombre bien querido. Sencillo, bueno para contar historias, así lo recuerdo.
No quise verlo en su ataúd. A mis nueve u ocho años eso era una temeridad inaudita, pero sí le preguntaba en mis adentros qué cantidad de carabinas, pistolas, cañones, granadas, bayonetas tenía el arsenal del general, pues ya había visto en un diccionario la definición de la palabra.
– Aquí hay un arsenal –decía un insensato niño, parado frente a esa puerta, mientras su tío era velado.
Pasados los días y como ser bienvenido era una de las actitudes que siempre le he agradecido a mi tía y mis primos, volví al escenario, con la congoja de que no encontraría más en esa hamaca a mi tío. Mi primo Javier Enrique me acompañó al balcón, tal vez no se acuerde pues él es abogado, bastante bueno, y yo escritor, bastante malo, y le dije:
– Primo, déjame ver el arsenal.
– ¿Cuál arsenal, Pepito?
– Ese, tú sabes, el del general.
No sabía de qué le hablaba, su perplejidad era tan sincera como total.
– Ni idea, ¿cuál?
– El que me decía tu papá, el que está subiendo la escalera, en medio.
Se sonrió con inmensa ternura. Me pidió que lo acompañara, buscó las llaves sin despegarse de la sonrisa: el Pepito, la historia de la familia, las fantasías de su padre puestas al servicio de las fantasías de un niño. La Cruz en pleno con toda su historia y ese arsenal.
– Vamos para que lo veas, aquí traigo la llave –me dijo con una mirada que me iluminó el mundo. Iba a conocer el arsenal.
Abrió.
Cubetas. Trapeadores. Escobas. Plumeros. Sacudidores. Olor a líquidos para limpieza. Eso había.
Me miró desde su altura. Me imagino que encontró la expresión viva de la decepción en mi rostro. El cuarto era diminuto, muy diferente al galerón que mi tío me había provocado construir. Quise encontrar la razón por la que me había hecho su cómplice de esa travesura que ha sobrevivido al paso de los años. No la encontré. ¿Cómo había de encontrarla si, visto en perspectiva, mi tío me explicaba con eso lo que es la literatura?
El arsenal.
El arsenal de mi tío Francisco Franco Aguilar, el arsenal del general José Aguilar Barraza, el ahijado de Heraclio Bernal. Ahí estaba.




