¿Quién quiere ser el gato Benito?

José Luis Franco

25/08/2013 - 12:00 am

I

Cumpleaños de mi madre. Hoy la estaríamos celebrando con mariscos, cervezas y vino de mesa en una reunión de hermanos, pero se nos fue la madrugada del 17 de noviembre de 2006, de ahí que la celebrara con una misa interminable a la que solo fui por ella.

Antes de cometer la osadía amorosa de entrar a la iglesia, terminé de armar un libro. Ahora a esperar que salga.

Al llegar, por la noche, un gato dorado me recibió en el pasillo, meloso. No sabe que yo soy de perros, los gatos no me agradan. Digamos que sí me parecen atractivos, pero no me gusta tenerlos en la distancia corta. Huyo de su cercanía.

¿Qué le pasa? Me persigue hasta la puerta del departamento. Lo corro. Descubro en su chaparrez una mirada tierna, pero la ignoro.

II

¿Qué onda con ese gato? ¿De dónde salió? ¿De qué planeta vino? ¿Por qué tantos privilegios? Ahí se la pasa en el patio, en el pasillo, holgazaneando, sin que nadie le diga nada que no sean cariños. Cuando empiecen a volar sus pelos y surjan las alergias, nadie dirá: “Me parece que vi un lindo gatito”.

III

El vecino de alguno de los departamentos de arriba le dice Benito al gato y me pregunta si me gusta mientras juega con él. Veo al animal que me mira, como esperando la respuesta. La mujer del vecino me obliga, con su sonrisa,  y shorts, a decir que sí.

De modo que se llama Benito. ¿Y ella? Subo sin hacer el menor intento de tocarlo. Los perros son lo mío.

Antes de abrir, siento la cercanía de una presencia: el gato Benito está a mi lado. Qué extraño.

IV

Son las seis de la mañana. Benito, el gato dorado que compartimos en el edificio, acaba de regresar envuelto en un halo de alegría y satisfacción. Me provocó envidia. Bajé en su busca, pero no quise molestarlo en la hora de su desayuno, que le servía con gran gusto y palabras cariñosas una mesera de El Allegro, el restaurante que está en la planta baja del edificio. Un caso para Pixar.

V

Y que el Benito surge entre el follaje de los helechos del patio, como un artista de cine, como la figura que todos soñamos ser en su momento, cuando nos vemos llenos de autohalagos en el espejo:

—¡Ándale —le dije—, pareces un auténtico tigre de Bengala!

No creo que me entendiera, regresó sigiloso a su escondite, lleno de plantas de su tamaño, pero aun así es reconfortante alimentarle a cualquiera el ego.

VI

Como no se admiten mascotas en este edificio en el que, salvo casos aislados, todos son extranjeros, le pregunté por qué lo dejaban vivir en los depas, como si fuera el rey de ellos. Me miró con sus ojos de gato perdonavidas como diciéndome que él venía de un país lejano, Bengala, pero no de la zona en que hacen las luces, sino del peligroso sitio donde surgen los tigres más fieros y mejor vestidos de la tierra.

Me prometí no volverlo a provocar. Demasiado creído.

VII

Madrugada con ingrato sabor a insomnio. No puedo  dormir, ni escribir,  ni leer, pero sí contemplar la calle. Los gatos vuelven a sus casas cuando amanece y los pájaros cantan, como si se rieran de lo apaleados que se ven.

VIII

Otro insomnio hilvanado. Sabina dice que ya nadie le escribe diciendo no consigo olvidarte y el gato Benito acaba de regresar. El sol empieza a despuntar como el galán de esta nueva película. Lo mundano regresa; los camiones y la vida misma vuelven a circular.

IX

No sé si sea común en su género, pero al gato Benito le encanta posar; siempre está en ángulo, dueño de sí mismo, autosobrevaluado. Parece argentino. Alguien debe aconsejarle que le baje de tono a su vanidad. Parece prófugo de un programa de Don Gato y su pandilla.

Creo que en cierta manera se cree la encarnación en dorado de Garfield, que era naranja.

Aunque viéndolo bien, conserva un poco de humildad: sigue la tradición gatuna de andar en sus cuatro patas, no como ese par de tránsfugas.

X

El Benito abandona su modorra y se lanza a recibirme con un gusto que podría llamar euforia. Amaneció de buenas el dorado. Amaneció seductor. Me acompaña por las escaleras dejando escapar unos miaus que parecen confesiones de su felicidad. Creo que si hablara tuviera la palabra pesada.

XI

El Benito es dorado, como un atardecer de otoño, y soberbio, como el paisaje de Olas Altas. La vida se le ofrece sin regateos (valga este singular asomo de redundancia) y aunque tiene siete vidas, no corre más riesgo que el de ser atropellado en el extravío de sus andanzas nocturnas.

XII

La recomendación de un familiar (el Benito y tú ocupan visita al psiquiatra) me empujó a releer mis divertimentos sobre el gato del edificio y no encontré motivo para uniformarnos con una camisa de cuello Mao, de esas que se amarran por detrás.

Quise saber la opinión del otro involucrado.

Lo encontré en el pasillo, sentado en sus patas traseras, en su pose de jarrón dorado, Le pregunté si veía necesario que visitáramos un diván. Siguió en su pose de jarrón dorado, pero me respondió, verde respuesta, con la más enigmática de sus miradas, y alteró su pose para poner saliva a una de sus patas y quitarse una legaña. Pinche Benito, me dejó morir solo.

XIII

Una de tres. O el Benito anda metidazo en el rollo de la pintura y le late que lo suyo es el body painting —lo cual no creo posible-; o anda enrolado con la gatita de un pintor —que sí es probable-;  o anoche fue víctima de un colorido, sorpresivo e inhibidor cubetazo con anilina. El pobre amaneció verde. Verde limón.

No me cagué de la risa al verlo un tanto por respeto, otro porque se notaba muy molesto, lamiéndose el cuerpo para despintarlo y, el mejor, porque el esfínter todavía avisa.

Al rato alguien del edificio lo perseguirá para torturarlo y regresarle su original tono dorado. No seré yo. Me encantó su nuevo look; solo le faltan unos lentes oscuros.

Sus maullidos sonaban a mentadas por todo el edificio. Como un agresivo rock and roll.

XIV

Ayer disfruté el debut del viento noroeste de otoño en Olas Altas. ¡Qué delicia! Me hipnotiza el color que toma el mar, un azul cobalto, rizos blancos. Al regreso del banquete del cambio de clima, no vi al gatito con pelambre verde limón, como punketo involuntario. Lo imaginé con las heridas restañadas, retando a sus siete vidas, de vago, buscando enfrentar nuevos errores que se convertirán en experiencias, como un guerrero indestructible.

Por la noche tuve visitas que me preguntaron por “el famoso Benito”, así: “famoso”. No lo vieron al llegar. Los morbosos querían verlo en desgracia, aunque la disfrazaron diciendo que “debe estar lindo verde limón”.

Cuando quedé solo, ya tarde, la nostalgia me puso en manos de Astor Piazzolla. Su música, los violines, el bandoneón, me sonaban a lamento gatuno. Me asomé al pasillo. Cero Benito.

Ojalá ande en sus correrías. Me dolería mucho saberlo escondido, ocultando su tornasolado color verde limón y dorado. Que no sepa que él es un tango o un rock, que desconozca que hay gente a la que le interesa.

XV

Día cabalístico. Pavoso, dijeran los venezolanos. Martes 13, mediodía; sigue el Benito sin aparecer en el pasillo. Mi vecino cantante de ópera que ensaya por las tardes, a la hora en que dejo de escribir para escucharlo, me pregunta por el gato, que si lo he visto. Me encojo de hombros como respuesta, como si no me importara el animalito.

Creo que estoy ante uno de esos casos en los que es sencillo concluir que hay gato encerrado.

XVI

El pasillo, sin el Benito, parece una foto en blanco y negro.

XVII

Uno se pierde tres días y el mundo se acaba. Si eres niño, una nalguiza espectacular; si es en la chamba, te corren; si es con la novia, te cortan; si es con la esposa, peor. En cambio el Benito, que regresó hace rato, fue recibido casi con vítores, comida, leche, caricias, besos de mujeres bonitas. Toda una fiesta. Yo mismo le bajé un plato de ensalada de atún.

¿Alguien me quiere de gato?

José Luis Franco

Lo dice el reportero