Hace muy pocos años no se me habría podido ocurrir la pregunta con la que he intitulado esta reflexión: ¿dónde acaba lo real? Para mí y para casi todos mis conocidos resultaba claro ese supuesto borde; hoy, en cambio, no sé con quiénes y mucho menos con cuántos estaría de acuerdo al fijar esa frontera entre lo real y lo ilusorio. Todos sabemos que esa frontera existe, pero no dónde empieza y dónde acaba.
Intentaré explicarme: "lo real" es "este mundo", afirmaban enfáticas muchísimas personas golpeando con el pie el suelo y diciendo con confianza positivista: "el mundo real es este". La dureza del piso, el polvo que brotaba al estallar contra el piso la suela de sus botas, todo lo material que podían tocar, ver, oler; en una palabra, sentir era lo real. "Lo real es lo contante y sonante", insistían con una sonrisa satisfecha y el asunto estaba zanjado.
Esa patria, llamémosla ontológica, parecía extenderse sin encontrar oposiciones, salvo, por supuesto, la de alguno que otro chiflado que pretendía incluir de contrabando alguno de sus sueños o de sus quimeras. Hoy todo eso ha cambiado. Yo también he cambiado: he dejado de ser el iluso que alguna vez creyó firmemente en lo que sostenía la tesis filosófica de Heráclito cuando dijo: "el mundo es uno, el mismo para todos". Ese "mismo mundo" es, a la sumo, el de la objetividad, aquel sobre el que se hace ciencia o, al menos, se hacía. Ahí sí estaba claro donde terminaba lo real y donde comenzaban las fantasmagorías.
Hoy, lo real extiende sus fronteras y, sabiéndolo o no, bajo la tesis nietzscheana: "No hay hechos, solo hay interpretaciones" parece que en lo real puede entrar todo: que son igualmente válidas una versión y su contraria: los fantasmas y los automóviles, los centauros y las ballenas, Tláloc y Quetzalcóatl, así como los bosones y los fermiones.
¿Dónde termina lo real? es hoy una pregunta importante, pues según se responda se arma una secta. Sin embargo, cuando digo "hoy" parecería que ayer las cosas eran de otro modo; pero, viendo el asunto con cuidado, tampoco lo fueron. Basta con asomarnos a uno de los momentos estelares de la historia humana: la Grecia clásica, pero acercarnos en serio, o sea tomando en serio lo que dicen, para comprobar que, así como hoy, también entonces había versiones y no un mundo único para todos.
Hoy vemos las creencias de esa Grecia con ojos despectivos que de entrada califican esas viejas creencias como mitología; pero para esos griegos no eran mitología sino cosas reales: Zeus era dios y había logrado librarse de la crueldad asesina de su padre, Cronos, y había instaurado una nueva era: no ya la de los titanes, sino la de los dioses olímpicos: Zeus, Poseidón, Hades, Hestia, Hera, Ares, Atenea, Apolo, Afrodita, Hermes, Artemisa y Hefesto por sólo citar a los 12 dioses principales. Todos ellos reinaban sobre los hombres y la vida de estos dependía, así lo sentían, de lo que ocurría con los dioses. Estaban más presentes en la vida cotidiana de lo que hoy están los dioses vigentes en muchas religiones actuales. Se les rendían libaciones y ceremonias permanentemente. Eran unos dioses, sin embargo, a los que no se temía demasiado. De hecho, eran objeto de burlas los devaneos sexuales de Zeus y las venganzas —esas sí muy temidas— de Hera, quien celosa arremetía con furia vengativa contra todas las mujeres a las que Zeus seducía lo mismo si accedían de buena gana, que si eran engañadas. La guerra de Troya, con la destrucción total de la ciudad, había sido ocasionada por un solo troyano, Paris, por haber ofendido la belleza de Hera al no concederle a ella sino a Afrodita, la famosa manzana de la discordia.
Esos dioses estaban ahí, tan tangibles como ahora pueden estar para nosotros los embotellamientos y, sin embargo, a unos cientos de kilómetros había otros pueblos con otros dioses: estaban los cartagineses con sus dioses: Baal Hammon y Tanit eran pensados de forma muy distinta. Baal Hammon era el Dios principal y se asociaba con la fertilidad y el sol; Tanit, por su parte, era la diosa de la guerra y el amor. Y otro tanto ocurría con los persas, cuyos dioses eran Ahura Mazda, el supremo y creador, y su enemigo Angra, el dios del mal. Vivir con alguna de esas creencias hacía que la frontera de lo real cambiara según se asumiera una cosmovisión u otra.
Cada pueblo vivía en una realidad diferente, lo real para unos no coincidía con lo real para otros. De ahí que la pregunta: ¿dónde acaba lo real? sea no una interrogante necesaria hoy, ante los desvaríos de nuestro presente, sino la pregunta necesaria desde siempre para entender lo que explica las distintas conductas que, entonces como hoy, han sido la fuente de los conflictos a todo lo largo de la historia. Entender la relatividad de las visiones podría limar un poco las aristas que en nuestros días tienen al mundo en un grave riesgo. Ojalá que ese suelo común inventado por la filosofía: "la objetividad", "la razón" y "la verdad", fuera el territorio común donde todos los que están en guerra dialogaran atenidos a la objetividad y a la razón unos con otros.





